Els detalls contra el domini de l'estereotip.
El problema no es por tanto que vivamos en medio de una inflación de imágenes, sino de una inflación de imágenes saturadas y saturadoras: los estereotipos.
El estereotipo es un sentido empaquetado. ¿Qué dice, qué hace? “Aquí no hay nada que ver”. Es decir: no hay nada que no hayamos visto ya. El mundo está ya-visto, ya-sentido, ya-pensado.
El estereotipo es una respuesta automática. El resultado de aplicar sobre la realidad un código: mediático, político, ideológico, etc. De ese modo ya no vemos o pensamos, sino que simplemente reconocemos. No vemos o pensamos, sino que sólo recordamos lo que está en el código.
Los códigos no siempre son conscientes, pero funcionan a través nuestro: somos vistos, pensados y actuados por ellos. Se despliegan automáticamente allí donde no hay un trabajo de elaboración propia. Somos, durante la mayor parte del tiempo, estaciones repetidoras de estereotipos. Nos creemos muy singulares, pero estamos hechos en serie.
¿Qué es lo que vemos si presuponemos la realidad desde un código? Solamente ilustraciones de nuestro relato previo, metáforas de nuestra explicación del mundo, reflejos serviles del código aplicado. Una y otra vez lo mismo: nunca objetos singulares o acontecimientos, siempre casos de una serie. Otra desgracia más, otra manipulación más, otro movimiento social más…
La mirada desde el código siempre ve lo que quiere ver. La realidad se aplana, se simplifica, se reduce: descartamos como ruido todo lo que no encaja en el código, que es precisamente todo lo que podría darnos que pensar. Las sombras, las contradicciones, las impurezas, la confusión de lo real.
Según el filósofo, la dignidad de cualquier cosa -desde un ser vivo hasta un acontecimiento- consiste en ser tratada como un fin y no como un medio. La mirada codificada es sin embargo una mirada instrumentalizadora: no ve nada más que piezas y medios de fines. Nada tiene valor o potencia en sí mismo, la potencia de dar lugar a nuevas miradas, ideas o acciones.
Nos indignamos cuando vemos cómo tratan los códigos ajenos la dignidad de las cosas que conocemos y amamos. Porque las fuerzan hasta hacerlas encajar en los moldes previos y las violentan hasta hacerlas decir lo que se quiere que digan. Pero muy raramente revisamos críticamente los códigos propios.
El estereotipo anestesia nuestra percepción, pero no de un modo frío y desapasionado. Al revés: casi nada nos produce más goce e inflamación que repetir estereotipos. Los replicamos como si estuviésemos afirmando lo más íntimo, lo más profundo y lo más auténtico de nuestro ser. Nos emocionan, nos enardecen, nos llevan hasta las lágrimas. Hay una verdadera pasión de la repetición, de la confirmación, de la mímesis, de la adhesión. Es el goce del reconocimiento y de la identidad.
Por último, el estereotipo busca el poder: reproducirse, difundirse, convencer, vencer, ocupar todo el espacio de atención. Es un poder de saturación, de asimilación, de normalización. Quiere más de sí mismo, eliminar todo lo otro. Que no quede nada por ver, que no quede nada que pensar.
Poner un poco entre paréntesis las teorías y pensar a partir de detalles: esa fue mi particular manera de parar el mundo para ver. Un modo de entrar en contacto, dejarse tocar y afectar por lo que pasaba,
Mientras que aplicar un código cualquiera es un modo de desmaterializar la realidad, el detalle es por el contrario un golpe de color, de voz, de afecto o de intensidad. Y digo golpe porque no lo elegimos exactamente nosotros: es el detalle lo que llama nuestra atención, no nuestra atención la que descubre el detalle. Nos exige una atención que no es de caza y captura, sino más bien atención flotante.
El detalle no lo podemos reconocer o recordar. No es ilustración, metáfora o reflejo de un código previo. Es lo que está por ver y por pensar. No es la conclusión de algo, sino una apertura, un comienzo de viaje. No tiene ya sentido: es lo que abre la vía de creación de sentido.
El detalle es siempre singular: nunca el caso de una serie, sino siempre tal, así, este, esta, aquí, ahora.
El detalle pasa por el cuerpo, pero de manera distinta al goce del estereotipo. No nos confirma frente a la realidad, sino que nos pone en relación con ella. Nos conmueve: nos saca de nuestras casillas y nos abre a lo otro. Nos espabila, nos abre los ojos, activa nuestra curiosidad, nos conecta y enreda con el mundo. No es el goce de la estabilidad, sino el placer de una cierta desestabilización.
Por último, el detalle no quiere el poder: un detalle no se opone a otros y puede haber tantos detalles como viajes de pensamiento. El detalle no satura lo visible, sino que lo abre. No pretende decir lo que hay que pensar, sino dar que pensar.
Pensar es fugarse de esta cárcel. Autorizarse a pensar a partir de los detalles que nos afectan, como el único modo de producir algo distinto y propio.
El detalle no es lo pequeño, lo aislado, lo que encuentra su sentido en otra parte (la parte de un todo), sino que contiene en sí el mundo (el todo está en la parte). Podemos estirar el detalle: tirar y tirar de él hasta desplegar el mundo entero que contiene.
Comprender sin pensar, pensar sin escuchar, escuchar sin sentir: el dominio de los estereotipos es profundamente nihilista. Nos ausenta del mundo. ¿Cómo es eso?
Nada de lo que hay se toma afirmativamente, por su potencia de dar lugar, sino siempre en función de nuestro código, de lo que queremos ver. Con el estereotipo nunca pasa nada, sino que siempre vuelve algo.
Lo importante no está nunca aquí y ahora, ante los ojos, sino en las líneas de nuestro código. El mundo y sus detalles ya no nos importan, ya no nos requieren: es la victoria de la indiferencia y de la desconfianza hacia lo que hay, hacia lo que pasa.
Por el contrario, la imagen fecunda hace pasar algo, relanza y comparte algo que nos pasó. Nos permite así volver a “creer en el mundo”: hay cosas que ver, cosas que pensar, cosas que hacer. La imagen fecunda nos abre a la riqueza de lo dado por obvio, de lo apresado en el estereotipo. Lo que (nos) pasa importa. El mundo esta lleno de detalles, está lleno por tanto de puntos de potencia. Podemos confiar en él.
La pobreza o nulidad de una situación está antes en nuestra mirada estereotipada que en la propia situación. Pensar (y dar que pensar) es aprender de nuevo a ver y a poner atención. Es, en definitiva, el aprendizaje de estar presentes en el mundo, de estar vivos en la vida.
Amador Fernández-Savater, Dar a ver, dar que pensar: contra el dominio de lo automático, Interferencias. el diario. es 16/11/2018
Comentaris