La pose pesimista es tan frívola como el síndrome de Pollyanna, pero es innegable que algo se ha roto en nuestro tiempo y nos ha marcado la cara con una mueca de permanente escepticismo. ¿Pero de qué se trata? ¿Y cuándo ocurrió la ruptura? Es verdad que en los últimos años hemos asistido a una transformación radical de nuestra relación con la realidad, pero no todo el mundo la siente de la misma forma; y el concepto de posverdad, que irrumpió en nuestros intentos por explicar el mundo en 2016, es ya para muchos un lugar común, un cliché de columnas de opinión. Nos hemos acostumbrado incluso a lo que esa novedad explicaba: la manera en que la razón ha sido reemplazada por la emoción como herramienta para juzgar lo que pasa. Uno recuerda casi con nostalgia la idea de “hechos alternativos” que presentó una funcionaria trumpista para defender lo que en el mundo de los demás parecía ser simplemente una mentira. No estaba citando sin querer a Nietzsche (para quien los hechos no existen, solo las interpretaciones); estaba repitiendo más bien lo que dijo Alexander Dugin, el ideólogo de Putin: que la verdad es cuestión de fe.
Esta relación inestable con la verdad, la sensación de no saber qué es la realidad común, lleva una década ocurriendo, pero sería un error creer que hace una década comenzó todo. Los que nos preocupamos más de lo saludable por estos asuntos recordamos un artículo del año 2004: Ron Suskind, periodista del New York Times, contaba allí su iluminadora conversación con un funcionario importante del gobierno de George W. Bush, y, aunque no daba el nombre del funcionario, se ha aceptado que se trataba de Karl Rove, uno de los más cínicos de esa administración de cínicos. Rove o quien fuera se estaba permitiendo una crítica de los periodistas como Suskind, esa gente que vive convencida de que “las soluciones emergen del estudio juicioso de la realidad discernible”. El mundo ya no funcionaba así, explicó Rove o quien fuera. “Nosotros ahora somos un imperio”, dijo. “Y cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad”. Aquel funcionario anónimo no hubiera podido imaginar la forma en que las nuevas tecnologías, que por entonces apenas comenzaban a nacer, se iban a convertir en los mejores artífices de ese anhelo. La diferencia, claro, es que ese imperio decadente que es Estados Unidos ya no tiene ni siquiera que crear una realidad: le basta con repetir una mentira, la que sea, y sabe que cuenta con la credulidad del rebaño.
De manera que el asunto viene de lejos, y haríamos bien en recordar que nuestro momento oscuro no sucedió de la noche a la mañana. Se ha estado produciendo lentamente, incubándose como una enfermedad, con nuestra complicidad o indiferencia. Si yo tuviera que señalar un rasgo de nuestro tiempo, uno entre todos, que ha producido más que los otros la situación difícil en que nos encontramos, intentaría descubrir el momento en que los ciudadanos perdimos la confianza: la confianza en nuestros gobiernos, en nuestras autoridades, en nuestros medios de comunicación, en lo que llamamos con ligereza las elites, en nosotros mismos. No hay nada más catastrófico para una sociedad abierta que el rompimiento de la confianza entre sus integrantes, y allí estamos nosotros ahora. Lo vemos por todas partes: en los pequeños narcisismos tribales que nos separan y nos polarizan, en la ligereza con la que juzgamos al otro, en la triste credulidad con que le abrimos los brazos a cualquier explicación sobre nuestros males que involucre a un chivo expiatorio, pero, en cambio, vemos en los hechos comprobados —la ciencia, por ejemplo— una conspiración de illuminati que se reúnen en las sombras con el único objetivo de robarnos nuestra libertad.
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