El treball o la vida (reflexions entorn al pensament de Mark Fisher)




Probablemente, el grueso de la obra de Fisher habría que interpretarlo como una serie de declinaciones de un núcleo básico: la noción de realismo capitalista, ese principio de Margaret Thatcher que terminó imponiéndose como la ideología triunfante del neoliberalismo, basado en la naturalización de su lógica de funcionamiento como la única posible. Esta idea fue ampliamente desarrollada en el libro de título homónimo, Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?, que muy pronto otorgó a Fisher el reconocimiento de la izquierda británica y, poco tiempo después, también a nivel internacional. La obra es la culminación de una serie de inquietudes intelectuales, investigaciones y experiencias previas, y una amalgama de referencias bibliográficas, videográficas y musicales sobre las que había estado ensayando en su blog y en otras publicaciones en forma de artículos y textos breves ... 

Una parte importante no solo del libro que precipitó su popularidad, sino también de su biografía, se centró en buscar las causas socioculturales de los trastornos de salud mental. Desde una edad muy temprana, en la adolescencia, según ha hecho saber el propio autor en varias entrevistas y algunos de sus escritos, hasta finalmente su suicidio en el año 2017, Fisher padeció múltiples depresiones y pasó por varios centros hospitalarios. Él estaba convencido de que su condición de enfermo mental estaba íntimamente ligada a sus orígenes de clase y fue eso lo que le empujó a indagar en las determinaciones entre las transformaciones del sistema capitalista y las causas del crecimiento exponencial de los trastornos de salud mental. «¿Cómo se ha vuelto aceptable que tanta gente, y en especial tanta gente joven, esté enferma? », se preguntaba. 

Antes de comenzar a rastrear las huellas sociopolíticas del malestar contemporáneo, habría que interrogarse sobre la siguiente cuestión: ¿puede encontrar un determinado periodo del desarrollo capitalista sus equivalentes patológicos? Es decir, ¿es posible vincular el actual estadio del sistema capitalista, el neoliberalismo, con la abundante proliferación de trastornos de salud mental? Esta es una pregunta que nos obliga a contextualizar la enfermedad, sobre todo las relacionadas con el malestar psíquico, y que únicamente puede encontrar una respuesta examinando las transformaciones sociopolíticas acaecidas en las últimas décadas.

¿Ha provocado efectos sobre la salud de los trabajadores el paso de un régimen de acumulación a otro, las variaciones que han provocado el tránsito de una arquitectura social a otra muy diferente? Para el crítico británico, los síntomas y sus manifestaciones no pueden ser aislados del resto de campos de lo social: la economía, la política o la cultura, por ejemplo. Esto no quiere decir que Fisher subordine en su totalidad los trastornos de salud mental a otras esferas del dominio social, oponiéndose a cualquier diagnóstico del discurso clínico, sino que lo que realmente le interesaba, y esto es una constante en muchos de los textos que vamos a encontrar en este volumen, era desvelar y hacer énfasis en la dimensión política de los mismos.

El manifiesto «Todos estamos muy ansiosos. Seis tesis sobre la ansiedad», publicado en el año 2014 por el Institute of Precarious Consciousness y referenciado por Fisher en varias ocasiones, reforzó las intuiciones previas de sus escritos, ahondando sobre la idea de que cada periodo histórico encuentra su correspondencia con la aparición de nuevos síntomas del malestar y que, por lo tanto, estos no pueden ser interpretados al margen del modo de producción dominante. Así, al politizar la salud mental, la sustrae del «naturalismo capitalista», esto es, del lugar «natural» asignado, y le permite atender a sus causas sociales:

Cada fase del capitalismo tiene una especial afección que lo mantiene unido. Esto no es una situación estática. La prevalencia de una afección dominante en particular es sostenible solo hasta que estrategias de resistencia son capaces de romper esta afectación particular y/o sus fuentes sociales son formuladas. Por lo tanto, el capitalismo constantemente entra en crisis y se recompone alrededor de las afecciones más recientes.


¿Cuáles son, entonces, las afecciones propias de la estructura de sentimientos del capitalismo tardío? ¿A qué nuevas expresiones de la enfermedad dio lugar el tránsito del régimen fordista de la fábrica a la sociedad posfordista de la flexibilidad? ¿Qué consecuencias psicológicas tuvo la apertura de la sociedad disciplinaria del encierro a otra regida por el control y la incertidumbre? O, por expresarlo en términos materialistas: ¿cuál es la economía política del malestar contemporáneo? Fisher se propone atender a la dimensión fenomenológica de la precariedad, como experiencia vivida; y a las afecciones psicológicas que genera: la depresión, la euforia consumista, etc. 

A partir de la década de los setenta se armó toda una contraofensiva del heterogéneo bloque capitalista con el objetivo de dar una réplica contundente, tanto al poder de los trabajadores organizados en sindicatos y otras formas de asociaciones obreras como a las energías liberadas a partir de la segunda mitad del siglo XX. Ya desde finales de los años cincuenta comenzaban a pergeñarse algunas de las revueltas a lo largo y ancho de todo el globo que alcanzarían su punto álgido en el mes de mayo de 1968. No obstante, la reorganización de las fuerzas del mercado tendría como resultado la cooptación de partes de las energías vitales de liberación de las cadenas del régimen fordista de la fábrica, que condenaba a los trabajadores a una vida repetitiva y tediosa a cambio de un salario para garantizar los recursos básicos y satisfacer las falsas promesas de la nueva sociedad de consumo. 

Raoul Vaneigem, teórico de las corrientes situacionistas, en su libro Tratado del saber vivir para uso de las generaciones jóvenes, publicado un año antes de la explosión del Mayo Francés, escribía: «no queremos un mundo en el que la garantía de no morir de hambre equivalga al riesgo de morir de aburrimiento». Sin embargo, ante el desconcierto general de las corrientes dominantes de la izquierda, con honrosas excepciones, y su debilidad a la hora de proponer un horizonte alternativo, las demandas antiautoritarias en su conjunto fueron absorbidas y, en un proceso de metamorfosis sin precedentes, puestas al servicio de la construcción del proyecto neoliberal. Asumir esta derrota histórica como el desarrollo de tensiones multifocales, el desenlace de una correlación de fuerzas y debilidades geopolíticas, es algo muy diferente de la visión conservadora que comparten algunos sectores de la izquierda y la derecha política: la interpretación de las revueltas como una expresión del hedonismo de los jóvenes estudiantes y, por lo tanto, el desvelamiento de las mismas como la condición de posibilidad del neoliberalismo, nada más que una consecuencia lógica. 

En el texto Comunismo Ácido. Una introducción inconclusa, el proyecto de manuscrito que quedó interrumpido tras su muerte, Fisher analiza con cierta profundidad cómo el fracaso forzado de otra modernidad condujo del mundo soñado a la catástrofe, parafraseando el título del famoso ensayo de Susan Buck-Morss. Por decirlo empleando algunos términos gramscianos, si Hall definió el thatcherismo como una revolución pasiva, un proyecto de modernización regresiva, para Fisher el golpe de Estado en Chile de 1973 podría definirse como una guerra de movimientos que pretendía obturar la posibilidad de otros horizontes. El experimento chileno terminó convertido en la antesala brutal de la implementación ideológica del neoliberalismo, esta vez sí, su condición material de posibilidad. Tanto es así que, una vez llevado a cabo el golpe de Estado, el ejército se puso en contacto con un grupo de investigadores que habían sido formados en el Departamento de Economía de la Universidad de Chicago, pupilos de Milton Friedman y Arnold Harberger, con el propósito de elaborar un plan económico para la reconstrucción del país, finalmente conocido como El Ladrillo.

El desarrollo de este nuevo sistema de alianzas entre sectores de la economía, la cultura y la política permitió implementar toda una serie de reformas que dieron lugar a la reestructuración postfordista. Es decir, a vivir una vida inundada por un estado de precariedad permanente, entendiendo aquí precariedad no únicamente en un sentido laboral sino como un debilitamiento forzoso de la vida en su conjunto, que pueden concretarse en algunas de las siguientes medidas: 1. La sustitución del trabajo fijo hacia modos cada vez más informales e itinerantes; 2. La actualización periódica de la situación laboral mediante sistemas de «desarrollo profesional continuo» para la evaluación del propio desempeño; 3. El ataque a los servicios públicos, los programas de bienestar social o los sindicatos. Además, la inoculación ideológica de este nuevo estadio del capitalismo a todos los rincones de la cotidianeidad logró generar un clima de incertidumbre generalizado, provocando así un «estado permanente de pánico de baja intensidad». 

El sometimiento de los cuerpos en las nuevas sociedades de control y la pulsión de hipervigilancia autoinducida ha generado nuevos tipos de malestar. La fatiga industrial asociada a los entornos laborales de la fábrica, el deterioro físico y el tedio de la monotonía, ha dado paso al agotamiento y la saturación intelectual y somática, provocando la multiplicación de enfermedades y nomenclaturas hasta ahora desconocidas y menospreciadas por el discurso científico. En una lectura muy sugerente de los textos de Fisher, el sociólogo César Rendueles sugirió una vez que la bipolaridad, caracterizada por alternar entre fases maníacas y depresivas del estado de ánimo, es en realidad un trastorno adaptativo a los ciclos de acumulación y desposesión cada vez más cortos del neoliberalismo: a medida que la producción y la distribución son reestructuradas, también lo son los sistemas nerviosos, diría Fisher. Es una peculiaridad radicalmente novedosa del capitalismo tardío la que provoca que los seres humanos estemos atrapados en periodos frenéticos de rotación entre la ocupación y el desempleo, algo que tiene como una consecuencia habitual la incertidumbre respecto al futuro.

Es más sencillo, entonces, deducir ahora que el incremento desorbitado de otras afecciones que se caracterizan por su falta de control y previsión hacia lo que vendrá —y, por lo tanto, también por lanzar una mirada melancólica hacia un pasado de mayores certezas—, como la ansiedad o la depresión, se encuentren íntimamente ligadas con las transformaciones políticas y económicas de las últimas décadas.

No es casualidad, como cuenta Franco Berardi «Bifo», otro de los referentes intelectuales del crítico británico, que el incremento de consumo ansiolíticos en los años noventa viniera de la mano del nuevo paradigma económico y cultural y de las promesas incumplidas de liberación en el ciberespacio.

La consecuencia de esta adicción a la matrix del entretenimiento es una interpasividad agitada y espasmódica, acompañada de una incapacidad general para concentrarse o hacer foco. Los estudiantes no pueden conectar su falta de foco en el presente con su fracaso en el futuro; no pueden sintetizar el tiempo en alguna especie de narrativa coherente.


En el texto «Nadie es aburrido, todo es aburrido», cuenta que si bien el capitalismo cibernético ha neutralizado el tedio mediante la proliferación de estímulos de baja intensidad, algo que se observa, por ejemplo, en la compulsión por actualizar el timeline de Twitter una y otra vez, también ha extirpado el aura de la cultura que aún conservaba la capacidad para sorprender. Esto provoca modificaciones en la conducta: lo que antes podía ser señalado como una patología, con un diagnóstico como el del trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), ahora, para las nuevas generaciones, es un rasgo ontológico.

En su libro Realismo capitalista, Fisher define este estado anímico ampliado bajo el nombre de «anhedonia depresiva»: lo que ya no consistiría en la incapacidad para sentir placer, sino en la incapacidad para hacer cualquier cosa que no sea buscarlo. Estas pulsiones inconscientes se acoplan perfectamente con la ideología dominante del absolutismo felicista, la resiliencia y la literatura de autoayuda, las nuevas tecnologías y las formas del trabajo flexible, eliminando la posibilidad de un afuera. El capital es ahora escurridizo, huyó de los viejos centros disciplinarios, pese a que a día de hoy todavía interpretan un papel fundamental, y se volatiliza en todas las áreas de la estructura social. Ya no hay grandes diferencias entre el trabajo y el ocio o la cultura, o, por formularlo en los términos clásicos, entre la base y la superestructura.

El trabajo precario trae consigo nuevos tipos de miseria: la presión permanente, posibilitada por las telecomunicaciones móviles, implica que la jornada laboral ya no tenga cierre. Una población siempre conectada vive en un estado de depresión insomne, incapaz de desconectarse.

La pregunta que cabría hacerse a estas alturas, que es el interrogante al que Fisher quiere encontrar una respuesta, sería: ¿hay alternativa? ¿Existe una salida política a este laberinto patológico denominado neoliberalismo? A lo largo de su vida, el pensador británico ensayó diferentes modos de militancia, y, en repetidas ocasiones, logró sacar fuerzas de flaqueza cuando se agravaron los episodios depresivos para continuar escribiendo en K-Punk e interviniendo en la conversación pública. Él tenía claro que el pensamiento de que no es posible esbozar otro horizonte… ¡es una trampa! Otro de los síntomas que observó en su alumnado, y que más tarde extrapolaría a la sensación de agotamiento generalizado entre las clases populares, es el de la «impotencia reflexiva», un pesimismo histórico articulado en torno a la experiencia de la inferioridad que se ha instalado en los cuerpos y funciona a la manera de una profecía autocumplida: la idea de que nada va a cambiar y, por lo tanto, no debemos hacer nada para cambiarlo. 

La inercia de que no hay una posibilidad real de transformación es parte del núcleo básico del realismo capitalista y su correlato ideológico. Como habíamos mencionado, la percepción de un malestar difuso generalizado se impone al modo de una potencia depresiva que ya no puede ser curada, únicamente pospuesta en el tiempo mediante el uso de terapias psicológicas de adaptación a un sistema que es por definición inhabitable y el consumo de fármacos como ansiolíticos o antipsicóticos. La probabilidad de encontrar una vía de escape a la epidemia de trastornos de salud mental sería inverosímil debido a que está sujeta a un sustrato biológico y, entonces, inmutable. 

La reducción de la enfermedad a un simple desequilibrio químico en el cerebro, por un lado, favorece el discurso de una sociedad compuesta por individuos, erradicando así la posibilidad de antagonismo y conflicto social. Y, por el otro, porque se convierte en un mercado enormemente lucrativo para las grandes compañías farmacéuticas. Es decir, te enferman y, después, te venden una cura que no es tal, sino que simplemente te permite continuar en el circuito de la explotación por un tiempo limitado, hasta recaer en otro brote de pánico o depresión. De ahí que, para el autor que nos ocupa en estas páginas, «esta depresión es, en sí misma, tanto un síntoma como la causa de algo más: la descomposición de la solidaridad de clase».

Manuel Romero y Antonio Gómez Villar, Mark Fisher y la crítica cultural militante, jacobinlat.com 24/07/2024

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