La política convertida en allò privat.




“Todo es personal”, explicó el poeta Antonin Artaud a algunos de los psiquiatras que intentaban mantener a raya su paranoia. Esta frase, dicha por el más lúcido de los dementes, se ha convertido de alguna forma hoy en un lugar común bajo la forma menos directa de que lo personal es político, el lema que está en el centro de las reivindicaciones del feminismo desde la Segunda Ola. Una idea que lleva naturalmente a su contrario: o sea que todo lo político es personal. De ahí que necesitemos para preocuparnos por guerras, hambrunas o crisis políticas sentirlas de modo personal, empatizar con quienes sufren, cantar unas canciones, ver un documental, interiorizar en nuestra privacidad ese mundo ajeno.

Este movimiento de lo público a lo privado no es tan natural como para que no nos cueste pensar que hay algo en él forzado y artificial. Porque ¿no es lo político exactamente lo contrario de lo personal? Por definición, ¿no es la política lo que atañe a la “polis”, a la ciudad, todo lo contrario justamente de lo personal? ¿No exige precisamente la política salir del yo para ir al nosotros o el tú? ¿No pide la política para ser posible suspender por un momento la indignación, la rabia, la envidia o incluso la felicidad para convocar emociones más tenues y generales, pero por eso más fácilmente compatibles con tus aliados y oponentes?

El centro de la política no es el ciudadano entendido como individuo con sus dudas e incertidumbres, sus recuerdos y sus miedos, sino ese mismo sujeto político en su dimensión de habitante de una entidad superior, el espacio público, o la polis: es decir, las calles y ágoras. Uno abdica y cede parte de su poder para ocupar el espacio y compartirlo, donarlo, arrendarlo en ese pacto de no agresión que se llama justamente política. Así, la ciudad no tiene derecho a decidir a quién tienes que amar u odiar, aunque se preocupa de quién mata o con quién te reproduces, porque el producto de tu amor o tu odio afecta al número de habitantes de la polis y a su configuración.
En una democracia liberal se trata de preservar el poder de la ciudad dejando a un lado los sentimientos personales. El sistema defiende tu derecho a indignarte, pero esto implica que debe vigilarse que ninguna indignación gobierne sobre las otras, que todas puedan asumirse en igualdad de condiciones. Lo mismo con el amor, la envidia o el miedo, todos permitidos a cambio de circunscribir su radio de acción a los poemas, las canciones o las acciones artísticas.
La regla no escrita más universal a la hora de legislar en una democracia liberal es que quienes se ocupan de ello dejen sus sentimientos y sensaciones más personales aparcados fuera de la sala en la que votan.
Un par de milenios de intentarlo ha dejado claro lo difícil y artificial que resulta dividir, separar al legislador del señor concreto que legisla e imponer al hombre el orden del partido. Pero esa misma es la función de los partidos políticos: imponer por encima de la personalidad del tribuno un orden impersonal. Siglos de ciencia jurídica y política podrían ser descritos como un constante esfuerzo por separar el carácter de los hombres y sus peculiaridades personales del ejercicio de su función pública en el que se les pide obrar desde otro yo, un yo diluido, un yo entre otros yoes.
Una de las quejas más recurrentes que el público expresa ante los políticos es que cambian al ser elegidos, que se convierten en alguien diferente de ese vecino a quien creías conocer, y que de pronto adquiere la personalidad y los hábitos del oficio. Se convierte en un “maldito político”, y se le critica, con razón, por colocarse una máscara para actuar en el escenario.
Pero el hecho mismo de que la política sea eso, un teatro, es lo que permite que la sangre que fluye sobre las tablas no sea real. Como tampoco lo son el odio ni el amor infinito que se profesan, siendo ambos algo más perentorio que absoluto: nada es completamente personal, justamente porque es político.
La idea de que la democracia liberal desprende un tufo de insinceridad en este mundo perpetuamente retransmitido “en vivo y en directo” resulta insoportable. Así, la manera de sentarse en el metro, de servir la comida, de peinarse o despeinarse se han convertido en temas cada vez más candentes dentro del debate político. No importa ya el foro romano o el senado, sino la casa del senador o la senadora vigilados por las cámaras. Las notas del colegio y la universidad, la casa, los amoríos de los políticos y la indignación que provocan en quienes no participan de esta élite es el centro único de un debate que, más que realmente personal, ha pasado a ser doméstico.
Cierto que nada es más importante en la vida que el amor, o los hijos, la casa, nada nos constituye más como personas, pero la política era —como también lo era la guerra— para los griegos un permiso para escapar de esa domesticidad. Era la representación de otro espacio, patriarcal, elitista si se quiere, pero en el cual uno podía de alguna forma liberarse de la tiranía del cuerpo y la subjetividad. Un lugar en el que se podía ser mucho mejor o peor de lo que se era en la casa, pero en el que se representaba un papel colectivo, una voz en un coro que hacía que este sonara mejor que esa voz en solitario. La política ha sido durante siglos algo que, aunque invada nuestra vida, no nos sucede totalmente ni únicamente a nosotros.
Rafael Gumucio, Contra la indignación, El País 20/03/2019

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