Democràcia militant.
En agosto de 1937, ya en EE. UU., publicó un influyente artículo académico: La democracia militante y los derechos fundamentales, que aún debe estar entre los más citados de la especialidad. El artículo estudiaba los procedimientos legales con los se podía proteger a la democracia de la amenaza del fascismo. Esta amenaza era entonces un hecho incuestionable. Loewenstein empezaba recordando los casos de Italia y Alemania, donde había dictaduras fascistas donde antes había habido democracias liberales, y también evidentemente el de España, donde este cambio de régimen se produciría si Franco ganaba la guerra. Y acababa ofreciendo un repaso minucioso de las leyes que, sobre todo desde 1933, las democracias europeas habían promulgado para hacer frente al fascismo y, en algunos casos, al comunismo. Loewenstein no intentaba esconder lo que era obvio: que, en el fondo, estas leyes, que consideraba necesarias para preservar la democracia liberal, eran antidemocráticas (como la prohibición de determinados partidos políticos) y antiliberales (como ciertas restricciones de la libertad de expresión o de manifestación). La “democracia militante” que defendía era precisamente una democracia que daba por bueno que, para vencer el fascismo y conservar la democracia, había que recurrir a leyes de este tipo.
El estallido de la Segunda Guerra Mundial mostró que las restricciones preventivas son ineficaces cuando las ideas viajan en tanques. Pero, tras la guerra, la República Federal de Alemania se constituyó como una “democracia militante”. De acuerdo con este planteamiento, se prohibieron los partidos con principios contrarios a los que inspiraban el ordenamiento constitucional y se ilegalizaron el Partido Socialista del Reich, de ideología nazi, y el Partido Comunista. A diferencia de Alemania, España no se constituyó en 1978 como una “democracia militante”. Así lo han ido recordando los escritos del Tribunal Constitucional, que explican una doctrina que recuerda a Spinoza: se decidió que solo se persiguieran los actos y que las palabras fueran impunes, sin otros límites que los contemplados por el Código Penal. Uno de los principales argumentos a favor de esta regla del juego, lo ofrece paradójicamente el propio artículo de Loewenstein cuando constata que, durante los años treinta, el discurso y las prácticas de la “democracia militante” se usaron como puerta de acceso a regímenes autoritarios.
Josep Maria Ruiz Simon, Arqueología de Loewenstein (I), La Vanguardia 19/02/2019
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