Societat low cost.
Introducción
Por todas partes aparecen nuevos ricos que ostentan su opulencia; entre los trabajadores (en general los no especializados) y pensionistas se detectan focos de pobreza imprevistos; la clase media, en progresivo decrecimiento, pierde renta y seguridad: la sociedad está inmersa en una tempestad. Un fenómeno común a gran parte de las democracias industriales de Occidente, pero que en Italia se ha agudizado por el impacto de una paralización económica más grave y duradera que en otros mercados y por una difusión de la evasión fiscal que hace difícil mirar a los nuevos ricos como el producto de un mercado cada vez más despiadado -la "ruthless economy" (economía despiadada) teorizada por Simon Head, director de la Century Foundation- pero que en cualquier caso funciona (Head, 2003).
Este terremoto, que altera profundamente los mecanismos de distribución de la renta, acelera los procesos que están llevando a la sustancial desaparición de la "clase media" tal y como la hemos conocido en el siglo XX: poco a poco ha perdido sus señas de identidad porque las condiciones históricas que habían determinado su éxito han desaparecido. Pero también se debe a otros factores: sobre todo el fin de la era de las expectativas crecientes, en la que quien no estaba ya "tocado" por el bienestar se sentía, en cualquier caso, "en lista de espera " y no excluido; el final de las seguridades ocupacionales y también el impacto en la estructura social de mecanismos de mercado cuyas señas de identidad se modifican continuamente debido a la evolución tecnológica.
En muchos países la difusión de la oferta de productos y servicios "low cost" ("de bajo coste"), al aumentar sensiblemente el poder adquisitivo de los salarios, empieza a tener más peso que una reforma fiscal o que el welfare (bienestar). Por lo tanto, tiende a sustituir las viejas estratificaciones de intereses en torno a los mecanismos de redistribución gestionados desde el gobierno por una masa indiferenciada: una "clase que ya no es clase" compuesta por sujetos que, cada vez más, piden ser tutelados como consumidores, además de cómo contribuyentes y como perceptores -actuales o potenciales- de pensiones, asistencia y ayudas de distintos tipos. Este inmenso milieu social limita, por abajo, con las "nuevas pobrezas" de los trabajadores no especializados que se encuentran compitiendo con la mano de obra de los países en vías de desarrollo y, por arriba, con una gran clase acomodada compuesta por los ricos "consolidados" y por la burguesía del conocimiento.
El declive de la clase media no es ciertamente un relámpago que llega sin avisar: en 1985 (Rosenthal, 1985), el economista del departamento de estadística del Ministerio de Trabajo estadounidense Neal H. Rosenthal se preguntaba si ya se había iniciado -como lo habían denunciado otros- una polarización de las rentas con la consiguiente progresiva reducción de la clase media y la creación, por un lado, de una gran masa de ricos y, por otro, de un ejército de nuevos proletarios. Su análisis lo llevaba a concluir que hasta ese momento no se había verificado nada parecido. Añadía, sin embargo, que los procesos de desindustrialización -entonces apenas iniciados- y el desarrollo de las nuevas tecnologías de alta rentabilidad podrían provocar un fenómeno de este tipo a partir de la segunda mitad de los años noventa.
Sus previsiones se han revelado bastante exactas, como también la convicción -con visión de futuro, puesto que en 1985 todavía estábamos en la era pre-Internet, Microsoft era una pequeña empresa y Bill Gates estaba empezando a monopolizar los ordenadores personales mundiales con su nuevo sistema operativo- de que las industrias "high tech" ("de alta tecnología") favorecerían una polarización de las rentas.
Otras voces se han dejado oír en los últimos años: precisamente a mediados de los años noventa (julio de 1997), Rudi Dornbusch, economista del Massachusetts Institute of Technology (MIT), célebre por sus análisis mordaces y un lenguaje rudo y socarrón, publicó Bye bye middle class, un ensayo en el que preveía la inminente desaparición del "big government" ("gran gobierno") (la tendencia de muchos gobiernos a incluir en la esfera pública la mayoría de los servicios dados a los ciudadanos y también una porción considerable de las actividades productivas), del welfare state (estado del bienestar) y de la propia "clase media, acostumbrada a la comodidad, por no decir a la pereza". Dornbusch era consciente de que la abolición del estado del bienestar era un desafío que los gobiernos no sabían cómo afrontar. Advertía, sin embargo, que los políticos debían empezar a prepararse para los tiempos difíciles, en los que la competición entre sistemas y empresas, las privatizaciones y la globalización, además de algunas innegables ventajas económicas, producirían también graves problemas sociales, empezando, precisamente, por una reducción de las rentas del trabajador no especializado. Un desafío políticamente difícil, sobre todo para una Europa sacudida, por un lado, por las "inevitables desigualdades y la coexistencia de millonarios enriquecidos gracias a las tecnologías, mientras, por el otro, los electores de la antigua clase media se sienten aislados". Así pues, Dornbusch pronosticaba desde entonces una navegación tempestuosa por democracias que se ven obligadas a ajustar cuentas, al mismo tiempo, con un aumento de las desigualdades y una difusa seguridad económica. Veía sólo una luz en el horizonte: la inminente llegada del euro como "oportunidad para una nueva y dinámica visión de Europa". Si estuviese vivo aún, quién sabe qué abrasivas ironías reservaría a la Europa de hoy, en plena crisis económica, institucional y de liderazgo político.
Una crisis que puede empujar a los gobiernos del Viejo Continente a ignorar o subestimar el problema de la reinterpretación, además del saneamiento financiero, de sistemas de bienestar que se han construido basándose, sobre todo, en la capacidad contributiva de la clase media: sistemas que están por lo tanto perdiendo la "constituency" ("los electores potenciales ") de referencia. Quizá se podría incluso afirmar que estos sistemas han perdido parte de su legitimación política original porque era precisamente la clase media el principal mantenedor político de una infraestructura pública que tenía como finalidad la reducción de los riesgos y las inseguridades de la vida individual y colectiva. Aquí existen, obviamente, problemas de garantías mínimas irrenunciables, de derechos que tutelar, de nuevos equilibrios entre libertad y seguridad (el trabajo autónomo ofrece más libertad pero menos garantías). Y también existe la necesidad de proyectar cualquier reforma a largo plazo.
Pero el problema no radica sólo en el volumen de los recursos financieros disponibles: es importante también el modo en que estos derechos se tutelan. Un sistema de garantías sociales al servicio de las necesidades de una sociedad "desclasificada " sólo puede ser, al menos en parte, original. La forma de organización y las modalidades de funcionamiento de una administración pública pensada para servir a los intereses de la economía material tienden, por ejemplo, a uniformarse en este contexto: la cosa pública en los tiempos de la producción industrial repetía lógicas y modelos de la industria pesada y de masa. Hoy, en una sociedad que tiene la etiqueta del cuaternario (es decir, obtiene valores de los servicios innovadores ofrecidos por encima de los básicos), la ayuda que se pide a la administración tiene que ver con la rapidez y la flexibilidad de proceder, así como con el volumen de los servicios producidos.
La filosofía del consumo de bajo coste, en definitiva, llegará inevitablemente a la esfera pública: lo que significa que quien gobierna el Estado deberá repensar la oferta pública teniendo en cuenta la menor disponibilidad de la clase de la masa para mantener la carga de su financiación. En otras palabras, tendrá que emerger la capacidad de dar vida a un verdadero y propio bienestar de bajo coste.
Capítulo II. El crepúsculo del consumidor burgués
Tres mil millones de nuevos capitalistas en marcha
La clase media, aunque sin una razón de ser política -su papel de contención de los empujes revolucionarios de la clase obrera-, probablemente habría sobrevivido al transcurrir del tiempo si la razón económica que había favorecido su formación no se hubiera desintegrado como la nieve al sol. La sociedad intermedia representaba y representa el tipo ideal de consumidor de última necesidad, preparado para comprar cualquier producto que la oferta sea capaz de proponerle. Mejor si va acompañado de cualquier mensaje promocional. Las producciones materiales del siglo pasado se han centrado en las potencialidades de consumo de la clase media: el automóvil, los primeros fármacos, los electrodomésticos, la construcción residencial, el mundo editorial, el ordenador; y a través de todo esto en acaparar todo el universo de productos que han acompañado el aumento del bienestar de los consumidores.
El matrimonio era perfecto: la industria concebía nuevos productos capaces de satisfacer necesidades a veces reales, a veces solamente latentes, y los presentaba a la voracidad de la clase media, preparada para representar el propio papel de consumidor obediente y poco selectivo. Así las empresas crecían y con ellas también la potencialidad de adquisición de la clase media. Una relación aparentemente indisoluble: por una parte, la clase media, al ahorrar, ponía gran parte del capital necesario a disposición de la industria material para poder ampliar la oferta; por otra parte, al consumir a manos llenas todo lo que podía, satisfacía sus deseos y se realizaba en el plano de la identidad de clase.
Un sistema con su equilibrio, capaz también de contener el empuje revolucionario de la minoría que estaba llamada a hacer funcionar esas máquinas: obreros que veían en cualquier caso crecer también su nivel de bienestar y que empezaban a tener la fundada esperanza de subir algún peldaño en la escala social, pasando de ser obreros a ser empleados.
Este sistema funciona mientras el escenario de acción e interacción permanece restringido al ámbito nacional o poco más. Cuando algunos aspectos de esta ecuación estallan o se ponen en entredicho en cuanto a su utilidad "superior", entonces también la clase media está obligada a encarar lo nuevo que avanza. Y en este caso lo nuevo ha avanzado con dos máscaras: la del triunfo de la economía de mercado y la del capitalismo sin fronteras.
El primer aspecto tiene una implicación intrínsecamente política porque supone un papel del mercado más allá de la dimensión del lugar organizado para el intercambio, hasta convertirse en una verdadera y propia ideología colectiva. Sólo el mercado, según esta interpretación, puede garantizar desarrollo, inclusión, democracia y justicia social. El mercado es la única ideología de la historia "acabada", es decir, la ideología elemental que habilita el funcionamiento regular y aceptado de los intercambios. Pero un mercado transformado en ideología dominante no necesita una clase contrarrevolucionaria que lo defienda, que tutele los intereses que manifiesta. O, por lo menos, así lo creen sus sacerdotes, mientras no se manifiesten algunas reacciones de "rechazo", como el no a la Constitución europea en los referendos de la primavera de 2005 en Francia y Holanda. Por otro lado, en una economía que ya no es nacional sino globalizada -y aquí llegamos al segundo aspecto-, cambian también los papeles de las clases sociales y el propio sistema de los intereses que hay que defender.
En este terremoto económico, productivo y social, no se cumple el doble papel desarrollado por la clase media: por un lado, el de centro de intereses homogéneos en las democracias electivas posindustriales (dique natural, por lo tanto, no sólo del comunismo sino también del capitalismo "salvaje e hipercompetitivo") y, por otro, el de mantenedor de un nivel óptimo de demanda adicional de bienes de consumo duraderos, necesario para que la industria alcance economías de escala y genere valores; en definitiva, para ganar consenso.
Hoy, ninguna de estas dos condiciones "se mantiene": la democracia representativa tiene que afrontar la pulverización de los intereses que ya no pueden contar con el cúmulo de ideologías "fuertes" y de un sistema productivo cerrado y basado en bienes de consumo estandarizados, capaces de encarnar un estatus social. La demanda ha alcanzado una escala global, los productos son infinitos y se han hecho "interclasistas" (el ejemplo más citado hoy es el de la iPod), las empresas materiales pueden recuperar en los mercados de Brasil o China las ventas perdidas en Alemania o Italia.
La globalización ha provocado trastornos económicos y sociales que producirán "tres mil millones de nuevos capitalistas", como dice el eficaz eslogan convertido en el título del último libro de Clyde Prestowitz, gurú republicano del libre comercio (fue consejero del presidente Reagan y negociador de los acuerdos comerciales internacionales durante su mandato). Según Prestowitz (Prestowitz, 2005), las dinámicas actuales son hijas de la coincidencia de tres factores: la derrota del comunismo, que ha empujado a tres mil millones de chinos, rusos e indios al capitalismo (interpretado, además, de manera bastante "agresiva"); la revolución de Internet, que ha "anulado el tiempo"; y la difusión de la mensajería aérea de bajo coste -desde Federal Express a Dhl-, que ha "anulado el espacio". El trabajo de estos enormes grupos de bajo coste se está utilizando en (casi) cualquier parte del mundo porque permite transferir rápidamente mercancías y prestaciones intelectuales con gravámenes insignificantes. Si Estados Unidos no espabila, China volverá pronto a ocupar un papel central, como en la época del Imperio Medio: hacia el año 2050 China superará a los Estados Unidos en renta nacional bruta (aunque, si se usa como medidor el poder adquisitivo, el adelantamiento podría cumplirse en 2025).
Es precisamente este progresivo desplazamiento de los equilibrios de la demanda mundial hacia los países llamados emergentes lo que mina en la base los cimientos económicos sobre los que la clase media ha encontrado en los últimos siglos su estabilidad. Si la disminución de la demanda del milieu social francés está más que compensada por la capacidad de consumo de los neoacomodados indios, entonces, para quien invierte en el sistema productivo, la necesidad de una clase de consumidores occidentales con la cartera llena se convierte en un aspecto menos vital.
Dos factores explican bastante bien las razones por las que las lógicas productivas y mercantiles contemporáneas implican la superación de la clase media o, como mínimo, de su papel. Las sociedades "neófitas" del capitalismo global de corte occidental, las asiáticas en particular, están lo más alejadas posible del concepto de clase media. Es más: son, de partida, mucho más parecidas a la imagen del magma social, de la sociedad-masa que hemos señalado anteriormente como el modelo de referencia posmaterial.
Por ejemplo, China e India -las sociedades y los mercados que, más que otros, rediseñarán los equilibrios mundiales en el transcurso del siglo xxi- se mueven por caminos que prevén la formación de una gran clase de consumidores con un papel político, de hecho, limitado. La aspiración china es la de aprovechar las potencias del mercado para dar vida a una verdadera sociedad de masa con una conciencia nacional y patriótica, pero no de clase, a la que se le garantizan posibilidades de consumo cada vez mayores. De esta manera se afirma el cambio indispensable para llevar a China más allá del comunismo, pero sin deslegitimar al gobierno centralizado de una elite al servicio de los intereses comunes del país: se amplía el espacio de las libertades de elección de consumo dentro de un cuadro político paternalista. Una especie de Singapur elevada a la enésima potencia.
En cuanto a India, que viene de la tradición de las castas y de la milimétrica segmentación de la sociedad con el objetivo de bloquear su movilidad, la lógica occidental de la clase media no es otra cosa que la aspiración a poder hacer alarde de algunos cientos de miles de consumidores educados, acomodados, no agresivos, como manda la tradición, y capaces de mantener unido un continente verdadero y propio. También la India de las castas tiene que adapatarse, cada día más, a la liberalización del saber y de las oportunidades de realización de los individuos, y aceptar el reto de convertirse en una sociedad abierta e integrada con el resto del mundo y caracterizada por algunos cientos de millones de individuos con una renta disponible cada vez más alineada con la occidental.
Son precisamente estos grupos de nueva demanda, que se han ido formando a partir de finales de los años setenta y que con el inicio del nuevo siglo han acelerado el paso para ganar papel y peso internacional, los que quitan, cada vez más rápidamente, el oxígeno necesario para alimentar la energía motora de la clase media occidental. No sólo porque contribuyen considerablemente a rediseñar las características de consumo mundial en términos de tipología y costes de los bienes y de los servicios, sino también porque se hace difícil imaginar la supervivencia de una clase media occidental o europea con las características de las últimas décadas cuando asoman al mercado mundial mil quinientos millones de nuevos trabajadores a bajo coste. Sujetos cada vez más escolarizados e indiferentes a las lógicas de quien, en el mundo del bienestar, quiere defender las "conquistas del pasado".
Así, en los países industrializados, la necesidad económica que hay que satisfacer a través de una clase homogénea de consumidores reconocibles está sujeta a la lógica de los grandes números: para conseguir el mismo resultado es preferible extender lo más rápido posible a cientos de millones de consumidores el umbral del bienestar. La sociedad de masa nace naturalmente con el crecimiento y el desarrollo económico del nuevo mundo. La antigua forma de producción, y con ella las clases que la han alimentado, ha sido arrollada por el nuevo empuje del globo convertido en mercado competitivo y abierto.
Hay que reflexionar sobre la ironía de la historia: una clase que es hija de la revolución burguesa contra la aristocracia latifundista, pero que después, en su madurez, ha asumido un papel "contrarrevolucionario", es arrollada por una revolución invisible en sus acciones y nunca declarada, sin líderes ni banderas pero despiadada, como cualquier revolución, en conseguir sus propios objetivos.
Así, sucumbe el papel económico desarrollado con éxito por la clase media, mientras el consumidor burgués sufre una eutanasia más o menos lenta. El mismo destino le espera a la estructura industrial que ha caracterizado a la economía de mercado de la clase media.
Para comprender bien por qué ocurre esto, es oportuno concentrar la atención en la oferta de bienes y servicios: sólo así se puede entender el vuelco radical que se ha producido mientras tanto en favor de la demanda. Las necesidades de la sociedad de masa que hay que satisfacer son en buena parte originales. Y esto porque existe la exigencia, para quien produce, de desarrollar una oferta estandarizada, pero también, en la medida de lo posible, personalizada, dentro de un modelo productivo dado. Wal-Mart o Ikea, por poner dos ejemplos que aclaran la aparente contradicción, encarnan perfectamente esta petición de la demanda masificada, capaces de satisfacer en cualquier sitio por igual, pero con productos flexibles (o componibles), las necesidades de los consumidores en masa.
Se trata de un fenómeno original para la economía de libre cambio, que uno de los mayores gurús internacionales en materia de estrategia del negocio, C. K. Prahalad, de la Universidad de Michigan (Prahalad, Ramaswamy, 2004), ha explicado con la necesidad para la empresas contemporáneas de aprender a coproducir valores junto a los propios clientes para responder mejor a la segmentación de los gustos. Una evolución que ya está en marcha en la electrónica y en las áreas de manufactura tradicionales. A estos sectores se les unirán otros, pensados para servir a nuevos segmentos de la sociedad de la masa global. Es el caso del sector automovilístico, que en 2005 ha registrado el éxito del Dacia Logan, el utilitario de bajo coste de Renault, fabricado en la localidad rumana de Potesti y concebido originalmente para los mercados de los países emergentes a un precio base de cinco mil setecientos euros. El coche, ahora comercializado en Europa, con precio final de siete mil quinientos euros, ha superado todas las previsiones de venta en Francia. A los que más ha atraído ha sido a los mayores de cincuenta años acostumbrados a comprar coches de ocasión. Después están los utilitarios chinos de bajo coste, con precios base todavía más reducidos. Faw Group Corporation ofrece un coche con motor de mil centímetros cúbicos y equipamiento básico a partir de cuatro mil euros, mientras que el grupo Jiangling Motors comercializa el Suv por sólo diecisiete mil euros, mucho menos de lo que piden los productores tradicionales por sus modelos análogos (los productores europeos objetan que algunos de estos coches no son sólo austeros: en las pruebas antichoque han revelado su fragilidad).
En Londres, en el sector hostelero, se han abierto los primeros hoteles de bajo coste que ofrecen, por unos euros por noche, un espacio básico a quien se contenta con una cama, una luz, poco espacio para ropa y maletas, y servicios higiénicos decentes. Ahora existen también los cruceros de bajo coste -recién lanzados por "easyCruise.com", la nueva aventura del empresario de origen griego Stelios, de treinta y ocho años, famoso por haber sacado a bolsa y triunfado con su compañía aérea easyjet-, que permiten a las parejas disfrutar de un crucero de una semana entre la Costa Azul y la Riviera ligur por unos ochenta euros al día.
Quien se obstine en producir u organizar modelos de oferta pensados para un consumidor que ya no existe quedará inevitablemente fuera de la escena. Es el caso de los grandes almacenes Sears, que tuvieron una crisis y fueron absorbidos por una cadena mayor, porque continuaron durante muchos años ofreciendo un binomio, producto de media calidad-precio más elevado, cuando los gustos de la mayoría de los consumidores en gran parte se habían movido al bajo coste de Wal-Mart y parecidos, y otra parte acomodada pero minoritaria había preferido, mientras tanto, la oferta más personalizada y de calidad de las cadenas tipo Neiman Marcus y Bloomingdales. Es evidente que se trata de pasos no inmediatos o instantáneos, pero también está claro que el movimiento hacia la sociedad de masas, al estar respaldado por un gran número de individuos deseosos de ganarse un puesto en el paraíso del bienestar, es difícil de parar.
Se trata de una tendencia de superación del mercado de masas, que también se entrevé en la elección de los grandes productores de bienes de consumo, que ahora ya segmentan las grandes masas en tantos mercados con marcas y publicidad orientadas hacia ellos. "Tide" para Procter&Gamble sigue siendo un detergente que, él solo, factura dos mil millones de dólares al año. Pero ya no es un producto "universal" con la misma publicidad en todo el mundo, como sucedía en los años sucesivos a su lanzamiento, en 1949: hoy existen mercados (sobre todo en el Tercer Mundo) que aún permanecen sensibles a una marca que, en cualquier caso, se percibe como garantía de calidad, mientras otros mercados más evolucionados las prefieren más "elitistas" ("Ivory", "Crest") o productos no tan reconocibles, pero que ofrecen la ventaja del precio.
También la publicidad sigue estos nuevos derroteros: en Estados Unidos, productos que antes se ofrecían a un público indiferenciado, a través de anuncios en las grandes cadenas de televisión nacional, hoy utilizan canales más limitados que apuntan a segmentos específicos del público. Para los jóvenes se usan, por ejemplo, las televisiones de circuito cerrado de la cadena de tiendas Foot Locker, mientras que, si se quiere dirigir a la comunidad negra o latina, se pone publicidad en Upscale, una revista distribuida en las peluquerías de la periferia y en las retransmisiones televisivas más seguidas en los bares hispanos.
Una confirmación de estas líneas de tendencia se encuentra en un reciente best seller de dos profesores de la escuela de dirección de empresas francesa INSEAD. Al diseñar la estrategia que deben seguir las empresas para adentrarse en lo que se llama "estrategia del océano azul", W. Chan Kim y Renée Mauborgne (Kim, Mauborgne, 2005) explican que, para tener éxito con la producción de un valor innovador, las empresas sólo tienen dos salidas: diferenciar la oferta y producir a bajo coste. El deseo de adquirir a buen precio determina, así, la exigencia de organizar la producción de manera original respecto al pasado.
Más adelante veremos cómo, con qué implicaciones y con qué incógnitas políticas. Mientras, nos ocuparemos, con datos en la mano, del desmantelamiento que se está llevando a cabo en las viejas clases medias occidentales, columna vertebral de la Revolución industrial y posindustrial y custodio en la defensa de los derechos de propiedad.
Massimo Gaggi y Edoardo Narduzzi, El fin de la clase media y el nacimiento de la sociedad de bajo coste, cultural.es 08/03/2007
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