Saber perdre.








Cuando perdemos, se activan las mismas áreas del cerebro que se ponen en marcha cuando nos damos un golpe físico. En cambio, las victorias hacen que suban los niveles de testosterona, tanto en hombres como en mujeres, y esto nos hace sentir más poderosos. También se libera dopamina, un neurotransmisor que participa en la función de recompensa ante estímulos placenteros.

De hecho, estamos programados para rehuir las derrotas. Como escribe el psicólogo Daniel Kahneman en Pensar rápido, pensar despacio, nuestra aversión a la pérdida supera con mucho nuestra inclinación a las ganancias. En un experimento, Kahneman propuso a los participantes una apuesta con una moneda: si salía cruz, perdían 100 dólares; si salía cara, ganaban 150. A pesar de que la apuesta parece ventajosa, la mayor parte de la gente la rechazaba. Es decir, no se trata solo de que nos guste más ganar que perder, sino que preferimos no perder a ganar.

Aprender a perder es un proceso largo, que empieza en la infancia. Por ejemplo, mediante los juegos, que ayudan a gestionar la frustración, la tristeza y la rabia. La filosofía también nos puede echar una mano. Los primeros filósofos que se nos vienen a la cabeza cuando pensamos en asumir las derrotas son los estoicos, de los que ya hemos hablado por aquí en alguna ocasión.

‌Esta escuela arranca en Atenas con Zenón en el siglo cuarto antes de Cristo y siguió siendo influyente hasta el siglo dos después de Cristo. Para los estoicos hay que aceptar el orden natural de las cosas sin juzgarlo. Epicteto decía que hay cosas que dependen de nosotros y otras que no. Ganar las elecciones no depende de Trias, pero sí desear ganarlas. Y como ese deseo puede hacernos infelices, es mejor ahorrárnoslo.

‌El estoicismo también nos enseña a ser más autocríticos. Es verdad que hay cosas que no dependen de nosotros, pero también hay muchas otras que sí. Al final, un político tiene que intentar ser el mejor candidato posible y dejar que los electores hagan el resto. Séneca decía que hay que encontrar valor en lo que hacemos, sin pensar en resultados ni consecuencias. Y no se puede encontrar valor en la mentira, por ejemplo, o en el insulto.

‌El estoicismo quiere que desarrollemos virtudes como el valor, el autocontrol y la justicia. Una de las consecuencias es que podemos ser más críticos con nosotros mismos y ver la diferencia entre lo que es responsabilidad nuestra y lo que no. 

Un político también podría aprender de la filosofía que el debate público no es un combate en el que hay ganadores y perdedores. El filósofo estadounidense Daniel Cohen recuerda que el modelo de discusión más habitual es el que llama dialéctico, donde importa la táctica más que la sustancia. Es lo que vemos en tertulias, en debates electorales y en Twitter: lo que prima es el zasca, dejar mal al adversario y quedar bien nosotros. Si lo que decimos es una mentira o una verdad maquillada, da un poco igual.

‌Este tipo de debate, dice Cohen, contribuye a la polarización, al nosotros contra ellos. Sobre todo porque no se nos hace muy difícil darle la razón a la persona contra la que debatimos de esta forma ni aunque la tenga. Y esto hace que sea cada vez más difícil negociar, llegar a un compromiso o colaborar.

‌Él propone que cuando estemos participando en una discusión, nos identifiquemos también con la audiencia, que puede ser imaginaria. Si participamos en un debate, nos duele perder, pero si somos parte de un público ideal, lo que queremos no es solo que ganen los nuestros, sino aprender. Para Cohen, quien realmente gana un debate o una discusión no es quien consigue imponer sus ideas gracias a trucos retóricos, sino quien termina con una visión del mundo más amplia y más compleja que antes de empezar. Si pierdes, en realidad ganas, porque has aprendido algo.

Otra lección filosófica que podrían tener en cuenta los políticos (y nosotros) después de unas elecciones es que las elecciones y el debate de ideas también contribuyen, o deberían contribuir, a una sociedad mejor.

‌Aristóteles decía que la virtud cívica consiste en promover la cooperación al participar en el gobierno de la polis, de la ciudad. Y es bueno que haya muchas ideas en la esfera pública porque así pueden competir con ellas, como decía John Stuart Mill. El debate público nos permite ver y debatir los méritos y defectos de cada una. Y un político, aunque haya perdido, también ha contribuido a este proceso. Ha dado voz a ideas de gente que no podía participar de modo directo.

‌Es bastante complicado que los políticos y los partidos tomen nota de todo lo que decían estos pensadores y los pongan en práctica, pero nosotros, los demás, tenemos una ventaja sobre ellos: no somos candidatos a nada. No estamos obligados a pelearnos en Twitter ni a presentarnos a las elecciones. Y aun así podemos contribuir a mejorar el debate público, adoptando las ideas de Cohen y de Mill, e intentando dar algo de ejemplo.

‌Podemos recordar también lo que escribe el filósofo Kwame Anthony Appiah en Cosmopolitismo: los debates, las discusiones, las conversaciones no sirven para convencer a nadie. Sirven para que nos acostumbremos a los demás y nos demos cuenta que las personas que piensan diferente no son malvadas ni estúpidas. Entender a los demás puede ser difícil, pero siempre es interesante. Y no hay ninguna obligación de llegar a un acuerdo. Yo puedo entender por qué alguien quiere bajar los impuestos o abaratar los despidos y seguir pensando que es un error.

Y en un escenario de este tipo, estar equivocado no es una derrota, sino una forma de aprender. Aunque siga sin gustarnos.

Jaime Rubio Hancock, Perder con filosofía (y sin que zurzan a nadie), Filosofía inútil 21/06/2023



















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