La democràcia i la paradoxa sorites





Antonio Váguez vive en una ciudad en la que están claros los resultados de las elecciones: según las encuestas, va a ganar el candidato que se presenta por el Partido Agrupado y además lo hará con mayoría absoluta. Además, él quería votar a la Agrupación de Partidos, que ni siquiera va a conseguir concejales. ¿Pasa algo si el 28 de mayo se queda en casa?Un voto sirve de bien poco por sí solo. Incluso cuando se habla de “circunscripciones reñidas” y de “escaños (o concejales) que bailan”, rara vez se baja de miles de votos de diferencia, y cuando sucede se trata de excepciones comentadísimas (o de municipios muy pequeños, claro). Podríamos decir que nuestro voto no va a cambiar nada y el de Antonio Váguez aún menos.

‌Pero algo sí que cambia. Lo podemos explicar con la paradoja de sorites. Sorites viene del griego soros, que significa montón, y su origen es incierto aunque se supone que se remonta a los siglos IV o V antes de Cristo. ¿Un grano de trigo como un montón de trigo? No, a no ser que seamos muy optimistas. ¿Dos granos de trigo son un montón de trigo? Tampoco ¿Y tres? No. Pero al final diez mil granos de trigo sí son un montón. ¿En qué momento pasan los granos de trigo individuales a ser “un montón”? ¿Tenemos ciento catorce granos, pero a partir del ciento quince ya tenemos un montón de grano?

‌No hay ningún grano que marque la diferencia. No podemos añadir uno en concreto y cambiar la naturaleza del montón. Es decir, ningún grano es imprescindible. Pero eso no significa que todos sean prescindibles porque si empezamos a quitar granos al final dejamos de tener un montón, y no sabemos cuál es el que hace que deje de ser un montón.

‌Pensamos en categorías y no por grados. Pero en la vida real hay muchísimas cosas que dependen de grados, de procesos. No hay una altura exacta a partir de la cual seamos altos o bajitos. Y no hay un pelo —pido perdón a los afectados—, que se caiga y le deje a uno calvo del todo.

‌Esto también ocurre cuando hablamos de la responsabilidad personal y la colectiva. Por ejemplo, si no cogemos el transporte público porque pensamos que por un coche más no se va a notar. O si no reciclamos una botella de plástico, tampoco pasa nada, porque solo es una botella. Pero, como dice Peter Singer, si causamos daño de manera colectiva, aunque no nos pongamos de acuerdo de forma deliberada y la contribución de cada individuo no suponga una diferencia al daño hecho, cada uno de nosotros es cómplice de este daño y responsable de él. Puede que por una colilla en el suelo no pase nada, pero hace falta cada una de esas colillas en el suelo para convertir la ciudad en un cenicero. (Fumadores, no tiréis colillas al suelo, por favor).

Podemos ilustrar lo que dice Singer con un ejemplo del filósofo británico Jonathan Glover: imagina una aldea muy pobre en la que viven cien personas que se disponen a comer de cien cuencos que contienen cien judías cada uno. En ese momento entran cien bandidos y cada uno coge un cuenco, dejando a los aldeanos sin nada que llevarse a la boca.

‌La semana siguiente, los bandidos se disponen a hacer lo mismo, pero uno de ellos tiene dudas. Le parece mal dejar a esa gente sin sus judías. Otro de los bandidos tiene una idea que le tranquiliza: cada uno de ellos cogerá una única judía de cada uno de los cien cuencos. A nadie le afecta que le quiten una judía y quedarse con 99, así que no están haciendo ningún mal a los campesinos. Así lo hacen: al final, claro, los aldeanos se quedan sin nada —aparte de la sorpresa por la precisión de los asaltadores— y cada bandido acaba con sus cien judías, pero con la conciencia tranquila porque solo han robado una a cada uno de los campesinos, que no es nada.

‌De nuevo, la conclusión absurda nos muestra que aunque personalmente hagamos un daño muy pequeño, las consecuencias colectivas son importantes y todos tenemos nuestra parte de responsabilidad que no podemos eludir. Cuando hablamos de acciones colectivas o sociales, lo racional no es pensar en nuestro impacto marginal, aislado, sino pensar en nuestra contribución a un esfuerzo colectivo. Que para ser colectivo también necesita de nuestra participación individual.

‌Es decir, puede que un voto no marque la diferencia, pero si muchos pensamos lo mismo, al final sí hay una diferencia colectiva que se ha decidido por muchas acciones individuales en apariencia inocentes. Podríamos encontrarnos con un escenario en el que nadie ha votado y cada acción por separado es racional, lo cual no tiene ningún sentido.

‌Además y aunque al final alguien siempre vota, una participación baja afecta a la legitimidad de las elecciones. El voto es una forma de decir que queremos defender el sistema democrático. Y no solo eso: también damos ejemplo. Si vamos a votar, estamos enviando un mensaje a la gente que tenemos alrededor y les estamos diciendo que votar es importante, al menos para nosotros.

‌En resumen, nuestras acciones tienen consecuencias. Que no podamos evaluar de forma exacta el impacto de cada grano de arena antes de añadirlo no significa que no tenga ningún efecto. Nuestro voto solo es un grano, pero sin cada uno de esos granos, el montoncito deja de existir.

¿Significa eso que el voto debería ser obligatorio? Sobre esto hay debate, pero yo diría que no. La abstención puede ser un modo de expresar una opinión política, en este caso de rechazo, aunque tiene que ser consciente, no por pereza. No llega a desobediencia civil, porque no se desobedece nada: el voto es un derecho, no una obligación. Pero sí muestra oposición al sistema. 

‌Un ejemplo: en un episodio de Los Simpson, los extraterrestres Kang y Kodos se presentan a las elecciones, haciéndose pasar por Bill Clinton y Bob Dole. A pesar de que el día antes de votar Homer descubre su identidad a los estadounidenses, las elecciones se celebran con normalidad y gana Kang, que esclaviza a la humanidad. Y Homer dice eso de: “A mí no me mires, yo voté a Kodos”. Conociendo la identidad real de los candidatos, ¿no habría sido mejor no votar que votar al que le parecía menos malo? Por ejemplo, el filósofo Jason Brennan defiende en The Ethics of Voting que votar sin motivo o por las razones equivocadas impone riesgos innecesarios en los demás.

‌La abstención puede ser un modo legítimo de participación política, o de no participación, pero aun así hay muchos argumentos a favor de un deber ético de votar. Por ejemplo, podríamos decir que es el ejercicio de una virtud cívica. Aristóteles decía que esta virtud cívica consistía en promover la cooperación participando en el gobierno de la polis, de la ciudad.

‌El voto no es la única forma de ejercer esta virtud cívica. Podemos colaborar con asociaciones de vecinos del barrio, por ejemplo. O, volviendo a Los Simpson, Homer podría haber ejercido su virtud cívica participando de manera más activa y presentándose a las elecciones para que no hubiera que escoger solo entre un candidato malo y uno peor.

Pero votar es una actividad cívica que es compatible con el resto de acciones. Tiene un coste, como decíamos, pero este coste es mucho menor que el de otras formas de participación. Es decir, si colaboramos con una asociación de vecinos del barrio, también podemos encontrar tiempo para votar, incluso aunque consideremos que esta forma de participación es menos importante.

Jaime Rubio Hancock, ¿Pasa algo si no voto?, Filosofía inútil 24/05/2023

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