La força de la mentida.




Para entender la relación de los políticos con la verdad podemos detenernos en "La mentira en política", un ensayo que Hannah Arendt incluyó en Las crisis de la república. La filósofa lo escribió después de que The New York Times y The Washington Post publicaran en 1971 los papeles del Pentágono, un informe secreto sobre la implicación militar y política de Estados Unidos en Vietnam entre 1945 y 1967. La lectura del informe dejaba claras las mentiras que los presidentes, en especial Lyndon B. Johnson, habían soltado con el objetivo de ocultar el alcance y el fracaso de la guerra.


Arendt usa este ejemplo para analizar cómo los políticos mienten, y empieza recordando que “la sinceridad nunca se ha contado entre las virtudes políticas, y las mentiras siempre se han visto como herramientas justificables en los asuntos políticos”. Solemos excusar los engaños, las medias verdades y las exageraciones de los políticos, a menudo en campaña y a menudo con la excusa de que todos lo hacen.


No debería ser así: deberíamos hacer más caso a Kant y recordar que cada mentira devalúa el valor de la palabra, y cada mentira política devalúa el valor del discurso público. Pero aquí estamos, por desgracia.


¿Y por qué es tan fácil mentir y que los mentirosos sigan contando con nuestro respaldo, sean o no políticos? Arendt recuerda que no hay ninguna declaración factual que pueda estar tan fuera de duda como decir que dos más dos son cuatro. “Esta fragilidad es lo que hace que la mentira sea hasta cierto punto tan fácil y tan tentadora”.


Además, los mentirosos saben lo que su público quiere oír y lo presentan de forma creíble. De hecho, la mentira puede resultar más atractiva que la realidad, que “tiene la costumbre desconcertante de enfrentarnos a lo inesperado, para lo que no estamos preparados”.


Aquí la filósofa se refiere, sin nombrarlo, al sesgo de confirmación: es decir, a la tendencia a buscar y encontrar pruebas que apoyan las creencias que ya tenemos, e ignorar o reinterpretar las pruebas que no se ajustan a estas creencias. 


Un ejemplo ya clásico es el de un experimento de la Universidad de Emory, en Estados Unidos, que recoge Michael Shermer en su libro The Believing Brain: en 2004 y antes de las elecciones, los experimentadores mostraron a votantes demócratas y republicanos declaraciones en las que tanto John Kerry como George W. Bush se contradecían a sí mismos. Tal y como se preveía, los demócratas excusaron a Kerry y los republicanos hicieron lo mismo con Bush.


La novedad del estudio era que a los participantes se les sometió a una resonancia magnética: esta prueba puso de manifiesto que las partes más activas del cerebro durante las justificaciones eran las relacionadas con las emociones y con la resolución de conflictos. En cambio, las asociadas con el razonamiento apenas registraban actividad. No solo eso: una vez se llegaba a una conclusión satisfactoria, se activaba la parte del cerebro asociada con las recompensas.


Es decir, reaccionamos de forma emocional a datos conflictivos y después racionalizamos esta decisión o valoración. Y, además, a veces nos gusta que nos mientan.


Un peligro de las mentiras políticas es que los mentirosos se las acaban creyendo. Esto es especialmente cierto, escribe Arendt, en el caso del presidente de Estados Unidos (o de cualquier otro país), a quien la información le llega filtrada por ministros, consejeros y asesores que interpretan el mundo para él, y que a menudo lo hacen a través de teorías, análisis y sistemas con los que lo intentan explicar todo. Para ellos, son los hechos los que tienen que adaptarse a la teoría y no al revés. Por culpa de esta tendencia, el mentiroso “pierde todo el contacto con su público, pero también con el mundo real". 


Aun así, la pensadora defiende que la mentira tiene un recorrido limitado, aunque pueda ser largo: la realidad se impone porque el mentiroso "puede sacar su mente del mundo, pero no su cuerpo”. Esto es más fácil en democracia y aquí la filósofa subraya la importancia de la prensa y la libertad de expresión. Pero ocurre también con los “experimentos totalitarios”. Llega un momento en el que nadie puede convencer a los ciudadanos, por ejemplo, de que no hay problemas de abastecimiento, cuando esos mismos ciudadanos hacen cola en tiendas casi vacías.


Cuando Arendt habla de cómo los mentirosos y quienes les creen viven en un mundo alternativo, está anticipando lo que luego llamaríamos posverdad. Aunque en la actualidad hay una dificultad añadida: quienes viven en estos mundos paralelos cuentan con más materiales en foros y redes para retroalimentar su fantasía con teorías, indicios o correcciones y para que la realidad siga adaptándose a su imaginación, aunque sea a duras penas. Recordemos que Trump sigue empeñado en que ganó las elecciones y que los antivacunas continúan convencidos de que las inyecciones de Pfizer y Moderna van a diezmar la población mundial en cuestión de meses, si es que no lo han hecho ya y nos lo ocultan. 


Todo esto no es muy esperanzador: a los políticos les resulta fácil negar la realidad, a nosotros a veces nos gusta creernos sus mentiras y cada vez lo tenemos más fácil para atrincherarnos en ellas.


Pero Arendt da claves para evitarlo, como la ya mencionada necesidad de una prensa libre. La filósofa también defiende, sobre todo en libros como Eichmann en Jerusalén, nuestra facultad de juzgar, nuestro juicio crítico, que enlaza con la idea de Kant de pensar por uno mismo, de modo independiente y sin prejuicios.


Por supuesto, los políticos no deben mentir, pero nosotros no podemos eludir nuestra responsabilidad y hemos de ser críticos con sus discursos. Si acabamos creyendo que la Tierra es plana también es por culpa nuestra.


Jaime Rubio Hancock, Mentiras y campañas, Filosofía inútil 05/07/2023



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