A favor d'un nihilisme "amigable".
Según mucha gente, tanto desde dentro de la filosofía académica como desde fuera de ella, no solo es que el nihilismo esté vigente, sino que el nihilismo es algo así como el modo de pensamiento más propio y más característico de nuestra época. Pero, como digo en el libro, el nihilismo es más bien una filosofía huérfana, porque prácticamente no hay ningún filósofo o filósofa que se haya definido como nihilista, y en cambio son legión aquellos que intentan ayudarnos a «superar» el nihilismo o a «enfrentarnos» a él.
Por otro lado, la imagen habitual del nihilismo me parece demasiado sesgada e injusta. En principio, el nihilismo consiste en una tesis bastante simple y, en nuestros días, cuasi-trivial: que no hay la más mínima base racional para pensar que el mundo, la vida y la existencia sean el tipo de cosa que tiene, ni debería tener, algo así como un «propósito» o un «sentido», sobre todo si concebimos este «propósito» como algo trascendente. En este sentido, podemos identificar el nihilismo con lo que Max Weber llamó, hace ya más de un siglo, el «desencantamiento del mundo», resultado por una parte del triunfo de la concepción científica y naturalista de la realidad, y por otra parte, del auge de la democracia liberal, que se basa en la idea de que el orden político no se puede fundamentar en ninguna concepción determinada y excluyente del «bien supremo». En cambio, tanto quienes critican el nihilismo, como la mayoría de quienes de algún modo lo han adoptado, añaden a esa sencilla tesis otras ideas que, en mi opinión, no se siguen en absoluto de la primera: por ejemplo, la idea de que el nihilismo nos obliga a tener una actitud tenebrosa y desilusionada ante la vida, o la idea de que negar la existencia de valores trascendentes y absolutos implica inevitablemente la destrucción de «las cosas buenas de la vida», etcétera. Esta última idea en particular me resulta especialmente molesta: seguro que la sociedad actual tiene problemas muy graves, claro que sí, pero no hay ninguna prueba de que esos problemas estén causados por algo así como «el nihilismo», y en realidad, lo que muestra la historia es que la vida en las sociedades del pasado, que no eran nada nihilistas, fue por lo general muchísimo más penosa que en nuestra época.
Lo cierto es que, hasta hace muy poco, nunca había pensado en mí mismo como un nihilista, pues, como casi todo el mundo, tendía a asociar ese concepto con su habitual caricatura derrotista, cínica y autodestructiva. Pero al leer el año pasado varios textos «contra el nihilismo de nuestro tiempo», en los que, en gran medida, se identificaba ese nihilismo con el positivismo y el relativismo ético, que sí que llevo mucho tiempo defendiendo, me di cuenta de que, en realidad, yo sí que era un nihilista. Repito, nihilista en el más elemental sentido de no aceptar que la vida tenga un propósito, ni, sobre todo, que tenga por qué tenerlo, ni que tenga que ser un drama el hecho de que no lo tenga. Al pensar esto, caí también en la cuenta de que, quien se considera nihilista porque encuentra muy deprimente el hecho de que la vida carece de sentido, en realidad no es un nihilista hasta sus últimas consecuencias. Porque si eso lo encuentra deprimente, es porque en el fondo todavía piensa que la vida «debería» tener algún sentido trascendente para poder vivirla con alegría… ¡Y es justo esto último (la necesidad de un sentido) lo que el nihilismo niega!Quizás la más certera imagen del nihilismo contemporáneo fue la que ofreció Nietzsche con su fábula del «último hombre»: esa clase de seres humanos que solo se preocupan por el consumo y el bienestar. Al fin y al cabo, si hemos dejado de creer en la necesidad de valores trascendentes, son los valores inmanentes (o sea, materiales, concretos, de aquí y ahora) los que más nos van a atraer. Podemos llamar «consumismo» a eso, o «materialismo», si queremos. Aunque no necesariamente «egoísmo», porque uno puede preocuparse porque toda la sociedad goce del mayor bienestar material posible. Tampoco quiere decir que solo nos motive el consumo de «bienes materiales», pues para el materialista no es que no exista lo espiritual, sino que lo que llamamos «espiritual» es en realidad igual de material que todo lo demás: es parte del funcionamiento biológico de nuestra psique. O sea, que uno puede ser «consumista» y querer «consumir» placeres como los de la buena música, la buena conversación, la buena literatura, la contemplación de un hermoso paisaje, incluso la meditación (los servicios de un buen maestro de meditación no dejan de ser un bien de lujo, al alcance de pocos bolsillos).
Pero fijémonos en la inconsistencia que suele esconderse tras las acusaciones de «nihilismo»: por una parte, para Nietzsche el ser humano consumista y preocupado únicamente por el bienestar material sería la apoteosis del nihilismo; pero, por otra parte, el propio Nietzsche y sus seguidores también acusan de nihilista a cosas como la metafísica de Platón y la fe cristiana, para las que el consumismo contemporáneo sería más bien una aberración moral. En realidad, creo que lo que se esconde tras esta paradoja es la tendencia a usar «nihilista» como un mero insulto que significa «todo aquello que no me gusta de la sociedad actual».
En realidad, un nihilista no necesita (¡naturalmente!) creer en la existencia de algo así como «criterios objetivos de progreso». Para el nihilista no existen valores absolutos, pero sí que existen las valoraciones y los criterios o preferencias subjetivos de cada cual, y, desde ese punto de vista, cada uno juzgará si ciertos procesos históricos han constituido o no un progreso. También es cierto que casi todos los casos que a alguien le puedan parecer «un progreso» contendrán también cosas buenas que se hayan perdido, y unos las juzgarán más importantes y otros menos. A mí, personalmente, me parece que la mayoría de la humanidad vive ahora bastante mejor que como se había vivido hasta hace cien o doscientos años; si a esto queremos llamarle «progreso a la occidental» o «progreso positivista», pues no me pelearé por las etiquetas. Pero entiendo que haya a quien le parezca que lo que ha desaparecido era más valioso que lo que hemos logrado, y que, por tanto, no ha habido algo así como un «progreso en términos netos», o que otras formas de progreso serían preferibles. Tampoco pretendo que a todo el mundo le guste la misma música que me gusta a mí.
Lo que está claro es que casi todas las culturas humanas han basado su comprensión del mundo en algún tipo de religión, y que, hasta hace relativamente poco, casi nada de lo que llamamos «cultura» habría existido, o habría sido igual, sin esas religiones. Es solo a partir de finales de la Ilustración, y sobre todo a partir del siglo XIX, cuando la sociedad empieza a tolerar primero, y a hacer muy popular después, la idea de que «se puede vivir como si no hubiera dioses». Como decía al principio, esto es parte del proceso de «desencantamiento del mundo», y a día de hoy, al menos en los países occidentales, casi todo el mundo acepta que las creencias religiosas no pueden tomarse como base para las decisiones públicas, en especial para las decisiones sobre qué podemos tomar como conocimientos públicamente certificados. Personalmente, pese a las frecuentes lamentaciones de muchos que dicen que «cuando se abandona la religión, cualquier otra cosa se puede convertir en religión» (o que «si dios no existe, todo está permitido»), me parece bastante obvio que nuestro actual pacto social, que dice que la religión no debe inmiscuirse en las decisiones públicas y la búsqueda de conocimiento (y que en ese sentido, hemos de organizar la sociedad «como si dios no existiera»), ha permitido que vivamos bastante mejor que cuando las religiones eran el pilar que sostenía el orden social y la visión del mundo. Creo que la mejor definición de ateísmo es precisamente esa, la de aceptar vivir sin dioses, y en ese aspecto creo que el triunfo del ateísmo ha sido de las mejores cosas que le han pasado a la humanidad.
Sobre si «necesitamos creer en algo», el nihilismo no niega el relevante papel que tienen nuestras motivaciones y nuestras ilusiones para el éxito de nuestros planes y actividades. En este sentido, seguramente es importante que la gente viva ilusionada (no confundir con que se haga ilusiones), pero lo que nos ilusiona no tiene por qué ser el tipo de entidades o realidades fabulosas que pululan por el imaginario de las diversas religiones, pueden ser cosas completamente «materiales», como encontrar un buen empleo, convertirse en un autor de éxito, ser afortunado en el amor, hallar una explicación científica solvente de un fenómeno físico, o diseñar un buen sistema de transporte público. Podemos llamar «fe» a la ilusión que tiene alguien en poder conseguir alguno de estos fines, pero estaremos haciendo trampas en nuestros argumentos si suponemos que esa fe es el mismo tipo de «fe» de la que hablamos cuando hablamos de religión.
David Lorenzo Cardiel, entrevista a Jesús Zamora Bonilla: "La imagen habitual del nihilismo me parece demasiado sesgada e injusta", ethic.es 03/05/2023
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