Diferents formes de 'democidis'.
La democracia es mucho más que atender reuniones públicas locales, mantenerse al día con las últimas noticias o votar. Una democracia que funcione bien requiere una sociedad libre de violencia, hambre y humillación. Democracia es decir no a la arrogancia descarada de los crueles empleadores que maltratan a los trabajadores, que los ven como mercancías y les niegan el derecho a formar sindicatos independientes. La democracia, por lo tanto, no es compatible con el capitalismo desenfrenado: pues, como lo señaló hace tiempo Karl Polanyi, la mercantilización sin restricciones de los seres humanos y sus entornos naturales conduce inevitablemente a la “destrucción deliberada de la sociedad”. Tanto el autogobierno popular como el capitalismo requieren que se proteja la vida social de los estragos de la producción de mercancías, el intercambio y el consumo.
La protección de la sociedad en contra del poder depredador también implica el rechazo al racismo, la misoginia, el prejuicio religioso y de casta, y a todos los demás tipos de indignidad humana y no humana. La democracia es amable con los niños, respetuosa con las mujeres y el derecho a ser diferente. La democracia es humildad. Es la voluntad de admitir que el carácter transitorio del mundo hace que toda vida sea vulnerable, que al final nadie es invencible y que las vidas comunes nunca son ordinarias. La democracia es vivir sin miedo a la violencia policial, al asesinato o a morir por adicción a los opioides o por un corazón roto. Es tener un transporte público decente y atención médica para todos y sentir compasión por aquellos que han quedado atrás. La democracia es el libre acceso a la información y una sensación de asombro por el mundo. Es la habilidad cotidiana de manejar las situaciones inesperadas y emitir juicios razonables.
Vivir democráticamente es rechazar el dogma de que las cosas no pueden cambiarse porque están grabadas “en piedra”. La democracia transforma las experiencias de temporalidad. El presente y el futuro se vuelven a alinear; los horizontes de expectativas se estiran. Hay momentos en que la democracia implica insurrección: la negativa a tolerar las formas cotidianas de injusticia e hipocresía, idolatría y acoso, esnobismo y adulación, mentiras y estupideces y otras formas de degradación social.
... la cruda verdad es que la indignidad social socava la aptitud de los ciudadanos para tener un interés activo en los asuntos públicos. El lento camino hacia la democracia no termina ahí, porque cuando un gran número de personas sufre de indignidad social, en otras palabras, cuando crecen las filas de quienes se sienten “menospreciados”, como escribió James Baldwin, a los gobiernos se les otorga una licencia para gobernar de manera arbitraria. Hambrientos de tiempo, recursos y autoestima, los humillados se convierten en una presa fácil. Les dan la espalda a los asuntos públicos. Con frecuencia, los oprimidos y abatidos no hacen nada más que revolcarse en el lodo de la resignación. El descontento cínico engendra servidumbre voluntaria.
Cuando el tejido de la sociedad civil se hace tirones y se rompe, los menospreciados pueden anhelar alternativamente políticos redentores y un gobierno con mano de hierro. Los ciudadanos sin voz pueden incluso unirse a los más privilegiados para desear un mesías que prometa arreglar las cosas empoderando a los pobres, asegurando la abundancia de los ricos, librando al país de políticos corruptos, de noticias falsas, de terroristas, de inmigrantes ilegales y otras personas sin sentido de pertenencia. La demagogia en su pleno. Al explotar el resentimiento público, los líderes como el presidente Kaïs Saied dejan de preocuparse por las sutilezas de la responsabilidad pública y el reparto del poder constitucional. Prefieren los decretos, con los que alardean de cambiarlo todo, de devolverle la dignidad al “pueblo” y ayudar al país a recuperar su antigua gloria. Pero en sus manos la democracia comienza a parecerse a la máscara elegante que usan los depredadores políticos con dinero. De modo lento, pero seguro, el Estado asfixia a la sociedad civil. Animados por periodistas que actúan como perros falderos, prospera el gobierno de mano dura de los magnates poderosos y los mesías populistas. La democracia fantasma se convierte en la nueva realidad.
Hay efectos antidemocráticos del saqueo de nuestro planeta que se pueden observar de manera más inmediata. Las inundaciones, los incendios, las pandemias y las sequías extremas son malas para la democracia porque los ciudadanos sufren lesiones y mueren (los desastres naturales se han quintuplicado durante el último medio siglo y ahora en promedio les roban la vida a ciento quince personas cada día). El miedo devora sus almas. Los sobrevivientes son puestos en cuarentena, se les dice que se mantengan alejados de los demás, se les empuja fuera de sus hogares bajo la supervisión de la policía, el ejército y las unidades de servicio de emergencia. En estos entornos de emergencia, los ciudadanos de corazón de ópalo hacen todo lo posible para enfrentar los desastres: comparten alimentos y ropa, consuelan a los ancianos y a los niños, hacen sonar ollas y sartenes y cantan canciones de solidaridad durante los encierros. Los desastres pueden sacar lo mejor de los ciudadanos, pero, como Tucídides hizo notar cuando describió cómo la plaga de tifus que mató a casi un tercio de los ciudadanos de la Atenas democrática causó estragos políticos, los impactos ambientales pueden profanar la democracia.
Durante sucesos ambientales extremos las maniobras de poder también prosperan. Se normaliza el estado de emergencia: es lo que se debe soportar durante un tiempo y lo que por “necesidad” se espera en el futuro. En consecuencia, la gubernamentalidad se instala en los ciudadanos: lento pero seguro, en nombre de su “seguridad” y “protección” se alienta a las personas para que se acostumbren a la permanente administración de sus vidas. Se normaliza lo que Leszek Kołakowski llamó “solidaridad obligatoria”, un tipo degradado de solidaridad, dada su imposición coercitiva.
El distinguido sociólogo Norbert Elias observó una vez que, en materia de poder y violencia, la forma política conocida como democracia es especial. Se “requiere un grado de autocontrol de las personas, que no es fácil de introducir y que supere con creces las demandas comparables de un régimen dictatorial”. Cuando se ve con esta perspicacia, entendemos que la destrucción de la democracia es el triunfo del poder sin ataduras que unos pocos ejercen sobre otros y los biomas en los que habitan. El repentino fin de la democracia debido a un golpe de Estado militar, el desmantelamiento gradual del autogobierno, en ocasiones a manos de demagogos que actúan en nombre del “pueblo”, y la violencia social en cámara lenta que los ricos y poderosos oligarcas infligen a los ciudadanos son algunas de las múltiples formas y ritmos en que ocurre el democidio.
Pero lo que los demócratas más deberían temer es el democidio en adagissimo. Sin duda, la democracia perece cuando los ciudadanos se ven obligados a sufrir la arrogancia de los generales del ejército, los operadores políticos traicioneros, los demagogos populistas y los capitalistas. Las democracias también juegan a los dados con su propia desaparición cuando los ciudadanos y sus representantes ignoran ciegamente, sin pensar, no solo los efectos antidemocráticos de los fenómenos meteorológicos extremos, las extinciones de las especies, las pandemias y otras emergencias ambientales. Corren igualmente el riesgo de una muerte lenta cuando los ciudadanos no logran comprender que la democracia, el ideal más antropocéntrico jamás concebido, no tendrá futuro a menos que sus ideales y prácticas se liberen del arraigado prejuicio de que los “humanos viven fuera de la naturaleza”, cuyos propios ritmos de vida y de muerte ahora claman por reconocimiento democrático.
John Keane, La muerte (rápida y lenta) de las democracias, Letras Libres 01/05/2023
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