Descartes i la IA.






La inteligencia artificial como proyecto tecnológico lleva décadas desarrollándose. Aunque, como ya se ha mencionado, sus fundamentos llevan varios siglos de consolidación. El germen que hay detrás podría situarse en el racionalismo de la antigüedad. Pero la verdad es que no es hasta la modernidad cuando la forma de conocer y razonar que va a dar pie a esta tecnología comienza a difundirse y a imponerse como el modelo correcto y deseable de conocimiento, así como síntoma de la verdadera «inteligencia». Es fundamental para entender este proceso resaltar la figura de René Descartes (1596-1650), no es el único, pero su influencia y consideración por ser uno de los padres del pensamiento moderno lo convierten en un autor extraordinariamente significativo y relevante para la cuestión que nos incumbe.


En el Discurso del método Descartes considera que la esencia de la existencia y la inteligencia reside en un pensar desgajado de lo corpóreo. La unidad de la experiencia y el conocimiento individual quedan separados. De esta forma, no es de extrañar, que una comprensión de la vida psíquica escindida que busca empoderar a la mente desemboque en el desprecio y en el cuestionamiento del conocimiento que brota entre los humanos y su entorno. De ahí que Descartes estudie y desarrolle la creación de un implante artificial a través del cual guiar y dirigir la mente humana mediante una serie de protocolos accesibles a cualquiera en su aprendizaje. Este implante va a ser el famoso «método». Se podría decir, tal vez de una forma atrevida, que podríamos estar ante un dispositivo de inteligencia artificial primigenio con el que llevamos conviviendo y nos educan escuelas y universidades desde hace varios siglos.

Entonces, si llevamos siglos de formación y por lo tanto predisposición comprensiva ¿por qué este desconcierto? ¿No estamos preparados todavía? Se trata de una cuestión que, por supuesto, requiere de estudio reposado y es imposible de tratar aquí. No obstante, en esta breve reflexión, se pueden apuntar algunas cuestiones que pueden ser de utilidad a la hora de pensar nuestra relación con esta tecnología. Para este propósito, y sin abandonar la cuestión cartesiana, el estudio que realiza Javier Roiz en su obra El experimento moderno es de gran valía. Uno de los aspectos, en los que Roiz se detiene, es como el pensamiento de Descartes deja un poso muy importante en los hombres y mujeres de la modernidad con la equiparación entre la actividad mental y el pensamiento. Esta fórmula es uno de los pilares que sostiene la inteligencia artificial.

La equiparación y degradación de la actividad del pensar implica que todos los seres humanos se encuentran en una actividad permanente del propio pensar. Como bien explica Roiz esta confusión conlleva a que todo producto que surge de la mente, por llamarlo de una forma, se trata de un producto útil y creativo. Y, por lo tanto, esta lógica lleva a considerar que cuanta más capacidad de generar objetos producidos por la mente mayor posibilidad de creación. Pero, cómo bien podemos leer en El experimento moderno, la actividad mental se fundamenta únicamente en replicar lo existente. De esta forma, bien sabemos que no toda actividad de la mente produce pensamiento. Porque el pensamiento genuino tiene un carácter excepcional. De hecho, la mera actividad mental puede ser un bloqueo al propio pensamiento.

El hecho que refuerza que la inteligencia artificial como su propio nombre indica no representa la inteligencia genuinamente humana, única e irrepetible, aunque sea un producto humano, es la cualidad que hace a la actividad mental base de esta tecnología: su capacidad para ser objetivada y, por lo tanto, reproducida. Lo que estamos viviendo es la externalización de lo que la modernidad ha considerado como inteligencia creadora pero que, en el fondo, es un «pensamiento pilotado» con el que se gobierna el ciudadano tal y como apunta Roiz en su libro.

Por otro lado, el impacto agresivo de la inteligencia artificial en la sociedad se explica precisamente en su cualidad de objeto. Pues estos, no son sustancias neutras, sino acumuladores de significado humano (valores, intereses o intenciones). Y, en una sociedad, que también equipara el conocimiento al poder, la inteligencia artificial irrumpe como objeto que acaba fusionando en un mismo producto poder y conocimiento. De esta forma nos encontramos un objeto cargado de poder violento que amenaza con desestabilizar los escenarios actuales.

Esta transformación social en la que estamos inmersos muestra a un ciudadano sumido en el vacío. Hay que entender que el implante con el que ha estado funcionando se ha quedado obsoleto. Aquí se encuentra ante una importante tesitura: o bien actualiza el software con nuevos ingredientes (ética y perfección técnica) para seguir funcionado; o, por otro lado, decide abrirse y respirar una nueva tradición de pensamiento. Aquí reside el debate de la inteligencia artificial. Y no, perdernos en el laberinto de la ética o del intervencionismo público.

Finalmente, para concluir me gustaría resaltar que no es recomendable caer en el manido dualismo que arrasa nuestras sociedades de tener que posicionarse a favor o en contra con el objetivo de mantener la coherencia. Esta posición sería propia precisamente de la tradición que aquí estamos cuestionando. La inteligencia artificial innegablemente va a promover grandes avances en todas áreas de nuestra vida (medicina, ingeniería o la gestión administrativa), pero no podemos entregar ni sacrificar la inteligencia humana a coste de su desarrollo. Es el momento de reivindicar ese conocimiento que emerge desde nuestro mundo interno y que resulta difícil de cartografiar con la luz de la razón.

Gonzalo Laborda, La ensoñación moderna y la inteligencia artificial, ethic 24/05/2023

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