Les conseqüències de la desconfiança.
¿Por qué mantenemos una forma de vida que nos enferma? ¿Dónde está el sentido hoy? ¿Tenemos un sentido? ¿Cuál es nuestro horizonte? El cristianismo –lo queramos o no– sigue estructurando nuestra cosmovisión del mundo y orienta muchos de nuestros juicios y prejuicios, aunque creamos que nuestra sociedad, ya secularizada, se liberó hace tiempo de los cánones religiosos. No hemos sabido generar otro modelo; lo que quiere decir que, aunque Dios ha muerto, sigue entre nosotros lo peor de su fantasma. Lejos de afirmar la vida –como pretendía Nietzsche– lo hemos hecho con la lógica del rey depuesto: ¡el dios ha muerto, larga vida al dios!
En la lógica del rey depuesto sigue presente una de las funciones de la divinidad: la promesa de salvación y de protección ante la muerte, ante los otros, ante nosotros mismos. Sin Dios, como escribió Dostoievsky, ¿todo está permitido? ¿Quién nos salvará? ¿Quién nos perdonará? La respuesta en apariencia obvia es, por lo dicho, que nos salvaremos nosotros mismos. Pero ¿de qué deberíamos salvarnos? La respuesta no es tan obvia.
A diferencia de la esperanza –con la que suele confundirse– la confianza no se refiere a la creencia en lo bueno por venir, sino a la cesión del control sobre aquello que consideramos valioso en nuestra vida a alguien o algo debido a unas características que están ya presentes y que reconocemos. Confiar implica aceptar la propia vulnerabilidad de la que se es susceptible y, al mismo tiempo, otorgar a alguien la posibilidad de que haga uso de sus capacidades sin causarnos un daño cuando, expuestos, generamos un vínculo con él. No se trata, por tanto, de esperar lo que alguien puede hacer, sino del reconocimiento expreso de lo que alguien ya es. Por eso, la esperanza no puede traicionarse, como sí sucede con la confianza, que solo se hace visible cuando falta o se rompe.
Tenemos esperanzas en la tecnología y en marcos muy definidos de seguridad y protección porque no nos fiamos del ser humano. Confiamos en la ley y la seguridad porque desconfiamos de nuestros congéneres. Vivimos en una época de miedo creciente y allí donde este crece es donde, según Aristóteles, ha desaparecido la confianza. Lo que parecería la época de la exaltación del ser humano es, en realidad, la de mayor desconfianza: nuestra reacción ante la crisis climática, el desánimo, el auge de la ultraderecha, las reacciones ante el diferente o la situación no son sino síntomas de una carencia.
No nos perdonamos ni el más mínimo indicio de nuestra frágil naturaleza. La falta de confianza en el ser humano se materializa de tres maneras: a través de una tecnología que nos mejora con una promesa de inmortalidad o de ralentización del envejecimiento –nótese que si se trata de una mejora se parte de una noción en la que el cuerpo humano no es fiable porque falla físicamente como ser mortal–; a través de una tecnología externa que compense nuestros errores humanos o nos sustituya debido a nuestra falibilidad –fallamos intelectualmente como seres falibles e imperfectos–; a través de leyes coactivas y de una tecnología de control porque somos seres de naturaleza destructiva –fallamos moralmente porque somos seres egoístas–.
No confiamos en nuestras capacidades a nivel individual, pero tampoco en la posibilidad de un mundo más justo articulado en un nosotros en el que no medie la coacción de la ley o el control tecnológico. Y lo que aparenta ser construido para hacer la vida más cómoda y mejor, en realidad está ahí para corregir una naturaleza –la nuestra– de la que no nos fiamos y a la que no damos ni una oportunidad. Esto sucede en los gestos más nimios como cuando, por ejemplo, usted que me lee, en una conversación sobre cine confía en sí mismo y en su memoria, se da tiempo y paciencia para acordarse del nombre de un actor que inicialmente no le viene a la cabeza o si cuando le falla la memoria busca su nombre con el smartphone. En realidad, su memoria no le falla. Solo requiere más tiempo. No se trata de rechazar la tecnología, sino de aprender a confiar en nuestras capacidades, reconocerlas y aceptarlas. No debería olvidarse que nadie ama a quien teme. Emerge una nueva pregunta: ¿qué tipo de futuro puede esperarse de una sociedad en la que prevalece la desconfianza? ¿Qué nos cabe esperar?
Ana Carrasco-Conde, ¿Hemos perdido la confianza en el ser humano?, ethic.es 11/10/2021
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