"La post-veritat és pre-feixisme" (Timothy Snyder)
La posverdad desgasta el Estado de derecho y promueve un régimen basado en mitos. En los cuatro últimos años, los expertos académicos han debatido sobre la legitimidad y el valor de hablar de fascismo en referencia a la propaganda trumpista. Una postura cómoda es tachar esas menciones de comparaciones directas, consideradas tabú. El filósofo Jason Stanley ha hecho algo más productivo, tratar el fascismo como un fenómeno, como una serie de patrones que se observan no solo en la Europa de entreguerras, sino en otros lugares y épocas.
El poder de una gran mentira reside en que obliga a creer o dejar de creer en muchas otras cosas. Para justificar un mundo en el que las elecciones presidenciales de 2020 fueron fraudulentas hay que desconfiar de los periodistas y de los expertos, y también de los representantes de las instituciones locales, estatales y federales; desde los funcionarios electorales a los cargos electos, el Departamento de Interior e incluso el Tribunal Supremo. Y eso debe ir necesariamente acompañado de una teoría de la conspiración: pensemos en cuántas personas tendrían que haber participado en el plan y cuánta gente tendría que haber ayudado a encubrirlo.
La mentira electoral de Trump flota a la deriva, sin contraste con la realidad. No se basa en hechos, sino en afirmar algo que otro ha afirmado. El sentimiento es que hay algo que está mal porque siento que está mal y sé que otros sienten lo mismo. Cuando unos dirigentes políticos como Ted Cruz o Jim Jordan hablaron así, lo que querían decir era: ya que os creéis mis mentiras, me veo en la obligación de repetirlas. Las redes sociales ofrecen infinidad de supuestas pruebas para cualquier acusación, especialmente si la hace un presidente.
A primera vista, una teoría de la conspiración hace que la víctima parezca más fuerte: pinta a Trump resistiendo frente a los demócratas, los republicanos, el Estado profundo, los pedófilos, los satanistas. Sin embargo, si profundizamos, se invierten las posiciones. La obsesión de Trump por las presuntas “irregularidades” y los “Estados en disputa” se reducen a ciudades en las que viven y votan los negros. A la hora de la verdad, la mentira del fraude se refiere a un crimen cometido por los negros contra los blancos.
No es solo que nunca haya habido un fraude electoral cometido por los afroamericanos contra Donald Trump. Es que ha ocurrido todo lo contrario, en 2020 y en todas las elecciones que se han celebrado en Estados Unidos. Como siempre, los negros hicieron colas más largas que otros para votar y sus papeletas sufrieron más impugnaciones. Tenían más probabilidades de estar enfermos o morir de covid-19 y menos posibilidades de faltar al trabajo. La protección histórica de su derecho al voto quedó eliminada en 2013 por el fallo del Tribunal Supremo en el caso de Shelby County vs. Holder, y los Estados se han apresurado a aprobar medidas que disminuyen el voto de pobres y comunidades de color.
La afirmación de que a Trump le robaron la victoria es una gran mentira no solo porque desafía la lógica, hace una descripción mendaz del presente y exige creer en una conspiración, sino, fundamentalmente, porque trastoca el ámbito moral de la política estadounidense y la estructura básica de su historia.
Timothy Snyder, La mentira no desaparece con el mentiroso. Eso es lo malo de Trump, El País 17/01/2021
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