Quan l'odi esdevé indiferència.


El odio es, dentro del espectro de los afectos humanos, uno de los sentimientos más difíciles de analizar psicológica, social y culturalmente. Llega con tantas descalificaciones que es difícil escribir sobre este sentimiento con alguna distancia. Como si la distancia fuese ya una especie de consentimiento del odio. Sin embargo, a pesar de su mala prensa, es, con diferencia, la emoción más extendida. Es difícil surfear un rato por las redes sociales sin sentirse aturdido por cuánto odio acumulado en el lenguaje hay por ahí. En la entrada en inglés de la Wikipedia, "hatred", se citan del libro de James Underhill Ethnolinguistics and cultural conceps: Truth, love, hate and war, el antiamericanismo y el invento de Reagan sobre el "imperio del mal" como dos políticas contemporáneas de odio (por cierto, la versión francesa, "Haine" es considerablemente superior informativamente). Pero no necesitamos que nos muestren ejemplos: vivimos en el odio permanente.

No voy a escribir ningún alegato contra el odio. En el mundo que nos rodea, predicar contra el odio es hacer como el cura que en Viernes Santo salpica de agua bendita con el hisopo el plato de cordero que se va a meter entre pecho y espalda murmurando, "eres pescado, eres pescado..." Si el odio es tan malo, ¿por qué está tan extendido y es tan persistente? Cabría responder "porque el hombre es malo y lleva dentro la semilla del mal". Es la tesis de la condición de caída de la condición humana que nace con la Biblia y que ha infectado todo el pensamiento y la cultura occidentales. Pero, sorprendentemente, el relato del Génesis no encuentra en el odio el origen del mal sino en el conocimiento. De Pablo de Tarso a Heidegger, la condición de caída humana se sitúa en otros lugares: el cuerpo o la memoria, pero no en la capacidad para odiar. Y a nadie se le oculta, por lo demás, que la religión ha sido uno de los medios de gestión del odio más efectivos a lo largo de la historia. Pero esta modalidad de la auto-deprecación de especie no me parece otra cosa que un resto del ancestral determinismo que impregna el pensamiento y la cultura.

Ortega, en sus Estudios sobre el amor (tengo que confesar que es uno de los libros suyos que más me ha costado acabar por la cantidad de estupideces sexistas que contiene), rechaza la tesis de Tomás de Aquino de que el amor y el odio son dos formas de deseo. De deseo de posesión en el primero, aclara, y de destrucción en el segundo. Ortega se dedica a continuación a refutar esta tesis y a mostrar que amor y deseo son dos cosas distintas, pero esa senda nos lleva en otra dirección. La tesis tomista de asociar el odio al deseo de destrucción del otro es interesante, y acierta en un componente esencial que no suele señalarse en la lexicografía. Así, en los diccionarios se suele reseñar la animadversión y antipatía hacia algo o alguien, pero raramente el deseo de destrucción.

El deseo de destrucción parecería ser lo que asimila tan rápidamente el odio a la violencia y a la guerra. De ahí que una actitud pacifista ante la vida lleve tan rápidamente al rechazo del odio: "haz el amor y no la guerra" es uno de esos lemas que definen una época. En el siglo XX definió la movilización contra la Guerra de Vietnam, pero no tardó en ser sustituida por la actitud contraria de la movilización contra el "Imperio del mal". Pero me parece que en toda esta constelación de asociaciones hay dicotomías que producen esta curiosa hipocresía que nos invade. Como ocurre con la ideología y con el mal aliento, se tiende a pensar que el odio siempre lo tiene el otro: los islamistas, los rojos, .... Es difícil ver el odio en el ojo propio.

Para comenzar, me parece equivocado oponer odio y amor. Primero porque es difícil saber qué es el amor y la oposición entre la animadversión del odio y la atracción del amor no me parecen demasiado relevantes, pero sobre todo porque lo que se opone al deseo de destrucción del otro no es el amor sino la compasión. La empatía contra la antipatía. Como ha explicado Judith Butler en Marcos de violencia y Quién merece ser llorado, la compasión es la actitud que protege y nos protege de la destrucción. Ahora bien, si lo pensamos con cierto cuidado, hay cierta distancia entre el deseo de destrucción y la destrucción del otro. En los incontables marcos de violencia que han ido construyendo nuestro tiempo, no ha sido la presencia del odio lo peor que ha ocurrido, sino más bien lo contrario: su desaparición. Cuando empieza la violencia en serio, el odio se ve sustituido por la indiferencia. Los genocidios pueden tener su origen en el odio, pero cuando comienzan están regidos por la indiferencia: la muerte del otro es una acción sin significado, como si se sacrificase a un animal en un matadero. Lo que realmente ha producido ese frío que nos recorre cuando examinamos nuestra historia ha sido esa invasión de la falta de sentimiento, de la muerte y la violencia sin odio, por pura costumbre. En la violencia de género, el maltratador deja de odiar, sólo ve un cuerpo frágil en sus manos por el que no siente otra cosa que una indiferencia instrumental. Esta desaparición del odio es lo que convierte a la violencia contemporánea en el paisaje más aterrador de toda la historia.

¿Significa eso que el odio no es malo? No, no quiero decir tal cosa, depende. El odio es una emoción que protege la identidad (personal, colectiva) bajo condiciones de conflicto. Es inútil combatir el sentimiento de odio sin considerar las raíces de los conflictos. Las políticas de gestión del odio no son efectivas si lo único que hacen es una llamada hipócrita a los sentimientos, como si los sentimientos no fuesen un modo de valorar nuestra relación con el mundo. La cuestión no es tanto el odio como el conflicto y, sobre todo, la gestión de sus expresiones. La forma de cultura que llamamos "civilización", que viene de "civites", ciudad y ciudadano, es un conjunto de barreras para permitir la convivencia: no escupir ni tirarse pedos en la mesa, o lavarse a menudo para no hacerse insoportable, pero también educar nuestra expresión hacia el otro para transformar el odio en formas de vivir juntos. Si la democracia es una forma de conflicto, lo que importa no es la desaparición del odio sino la gestión de la violencia. Porque cuando la violencia comienza el odio se transforma en indiferencia y sus expresiones afectivas en puros recursos rituales que se transforman en daño.

El modo de tratar el odio no es eliminarlo sino considerarlo como un síntoma o índice que un conflicto subyacente que hay que hacer explícito. El modo terapéutico de tratar el odio es convertir el grito en lenguaje, en una declaración explícita de daños y de reclamos. Si por algo consideramos superior la democracia a cualquier otra forma de orden social es porque elabora el conflicto en la esfera pública y hace que el odio se transforme en voz y argumento, porque evita que se enquiste en indiferencia, que es realmente la fuerza destructiva del otro. Por otro lado, el psicoanálisis y la antropología nos han enseñado cómo se construyen políticas de gestión del odio y de los deseos de destrucción mediante formas culturales de sublimación. De hecho, el yo se constituye sobre la tensión del eros y thanatos, cuando se internaliza la figura odiada, o se internaliza el miedo al odio (Melanie Klein). Y en todo caso, siempre queda el deporte.

Dejaré para otra entrada los matices de los sentimientos que consideramos positivos: las filias, la amistad, la fraternidad, la solidaridad.

Fernando Broncano, Contornos del odio, El laberinto de la identidad 19/07/2015

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