Els humans som ostatges de la ficció (Jorge Volpi)
Verdad de Perogrullo confirmada por las ciencias cognitivas: todo el
tiempo, a todas horas, no solo
percibimos nuestro entorno, sino que lo recreamos, lo manipulamos y lo
reordenamos en el oscuro interior de nuestros cerebros; no solo somos testigos, sino artífices de la
realidad. Como espero detallar más adelante, reconocer el mundo e inventarlo
son mecanismos paralelos que apenas se distinguen entre sí.
No podría ser de otra manera: si nuestro cerebro evolucionó y se ensanchó a
grados monstruosos –al amparo de cabezotas deformes, nacimientos prematuros y
atroces dolores de parto–, fue para hacernos capaces de reaccionar mejor y más
rápido ante las amenazas exteriores. De otro modo: nos hizo expertos en generar
futuros más o menos confiables. (Dices no estar de acuerdo; en tu opinión, casi
siempre erramos al predecir el futuro. Tal vez aciertas cuando te refieres a
las sutilezas de lo humano –nuestra civilización es demasiado reciente–, pero
en cambio fíjate cómo atrapas esta pelota, cómo huyes de este tigre o cómo
esquivas esta bofetada sin necesidad apenas de pensarlo.)
Más adelante, este mecanismo dio un insólito salto hacia adelante y, de una
manera que ninguna otra especie ha perfeccionado con la misma intensidad, de
pronto nos permitió mirarnos a nosotros mismos y convencernos de que, en alguna
parte de nuestro interior, existe un centro, un yo que nos estructura, nos
controla, nos vuelve quienes somos. El yo habría surgido, en tal caso, como una
especie de controlador de vuelo, de capitán de barco.
Si, como afirma Francis Crick,
en el fondo no somos otra cosa que nuestro cerebro –«sorprendente hipótesis»,
tan previsible como escalofriante–, deberíamos concluir que eso que llamamos la
Realidad, con todo cuanto contiene, se halla inscrita en los millones de neuronas
de nuestra corteza cerebral. El universo entero, con sus serpenteantes galaxias
y sus constelaciones fugitivas, sus humeantes planetas y sus esquivos
satélites, su sobrecogedora profusión de plantas y animales, cabe todo allí
adentro, aquí adentro. Todo, repito, y eso incluye irremediablemente a los
demás. A mis semejantes –a mi familia, mis amigos, incluso a mis enemigos– y,
sí, también a ustedes, queridos lectores. (Espero que, no por ello, abandonen
estas páginas.)
¡Menuda invención evolutiva! Yo no soy sino una ficción de mi cerebro. O,
expresado de manera más precisa, mi yo es una fantasía de mi cerebro. Eso sí,
la mayor y más poderosa de las fantasías, pues se concibe capaz de generar y
controlar a todas las demás. El yo me
da orden y coherencia, estructura mi vida, me confiere una identidad más o
menos nítida; pero no existe ningún lugar preciso en el cerebro donde sea
posible localizar a ese esquivo fantasma, a ese omnipresente y omnipotente
animalillo que es el yo.
El escenario resulta inquietante y, sin embargo, conforme uno medita sobre
sus consecuencias, el horror se desvanece. Frente a esta hipótesis, primero
comparece el vértigo: ¿ello significa que la Realidad no existe? ¿Que yo no
existo? No exactamente: la única realidad que conoceremos –y que, en el mejor
de los casos, está levemente emparentada con la Realidad– es la realidad de
nuestra mente, la realidad que percibimos y luego recreamos sin medida. No es
este el lugar para empantanarnos en discusiones filosóficas de mayor calado: nuestro
sentido práctico, esa facultad que nos ha permitido sobrevivir y dominar el
planeta, nos indica de modo natural que debemos hacer como si la realidad de nuestra mente en efecto se correspondiera
con esa Realidad inaprensible que nos es sustraída a cada instante.
La idea de la ficción, como puede verse, yace completa en ese pedestre y
desconcertante como si. El como si que nuestro cerebro aplica a
diario para que nuestro cuerpo se mueva razonablemente por el mundo, para que
descubra nuevas fuentes de energía y consiga salvaguardarse de depredadores y
enemigos. El como si que nos impide
tropezar a cada instante, que nos mantiene en equilibrio y que no nos deja
estrellarnos contra una ventana o caer de una escalera. El como si que nos permite relacionarnos con los espectros ambulantes
de los otros.
El como si que nos permite
tolerar el universo imaginario de una novela es idéntico, pues, al como si que
nos lleva a asumir que la realidad es tan sólida y vigorosa como la
presenciamos. Si la ficción se parece a la vida cotidiana es porque la vida
cotidiana también es –ya lo suponíamos– una ficción. Una ficción sui generis, matizada por una ficción
secundaria –la idea de que la Realidad es real–, pero una ficción al fin y al
cabo.
No llegaré al extremo de insinuar que todo lo demás, incluidos ustedes, mis
lectores, mis hermanos, solo son
invenciones mías, tan predecibles o caprichosas como los personajes de mis
libros –un tema recurrente en tantas novelas y películas–, y que acaso yo estoy
loco o que solo yo existo, como en La amante de Wittgenstein, de David
Markson. El solipsismo extremo es, también, una invención literaria.
Sí me gustaría subrayar, por ahora, que el proceso mental que me anima a
poseer una idea de ustedes, lectores míos, mis semejantes, es paralelo al
mecanismo por medio del cual soy capaz de concebir a alguien inexistente y de
darle vida por medio de palabras: de ideas, con las que a fin de cuentas todos
hemos sido modelados. Podemos afirmar, con el bardo, que estamos hechos de la
misma materia de los sueños siempre y cuando no olvidemos que los sueños
también están hechos de retazos –a veces significativos, a veces inconexos– de
ideas.
El teatro, la ópera, el cine, la televisión, los videojuegos y, por
supuesto, la literatura –los diversos soportes de la ficción–, son todos
simulacros verosímiles de la realidad: los críticos más sagaces no se han
cansado de proclamarlo. Pero la acuciante necesidad que tenemos de sumergirnos
en ellos, desde sus ejemplos más elevados hasta los más vulgares, no se origina
en un capricho infantil y pasajero, en el ansia de evasión o en el puro y
calamitoso tedio, como sugiere el novelista neoyorquino. En cada una de estas
manifestaciones, el creador y el espectador no
solo invierten largas horas de esfuerzo –aun la peor ficción, como
veremos, resulta siempre demandante–, sino que parecen no cansarse nunca de sus
trampas y sus engaños, aun a sabiendas de que lo son.
¿Don Quijote y Pedro Páramo, Hamlet y Lulú, Darth Vader y Dumbo, Mario y
Luigi existen solo para transcurrir horas aciagas, para apresurar la noche y el
sueño, para impedir que –pobres de nosotros– nos vayamos a aburrir? Sonaría
inverosímil: una especie no gasta tanta energía, tanto dinero y tantos anhelos
en una actividad que apenas sirve para colmar las horas muertas.
Los humanos somos rehenes de la ficción. Ni los más severos iconoclastas
han logrado combatir nuestra debilidad y nuestra dependencia de las mentiras
literarias, teatrales, audiovisuales, cibernéticas. Pero ellas no nos deleitan,
no abducen, no nos atormentan de forma adictiva por el hecho de ser mentiras,
sino porque, pese a que reconozcamos su condición hechiza y chapucera, las
vivimos con la misma pasión con la cual nos enfrentamos a lo real. Porque esas
mentiras también pertenecen al
dominio de lo real.
Cuando leo las aventuras de un caballero andante o la desgracia de una
mujer adúltera, cuando presencio la indecisión de un príncipe o la rabia de un
rey anciano, cuando contemplo la avaricia de un magnate de la prensa o la caída
de un imperio galáctico o cuando lucho por sobrevivir a un ataque de invasores
alienígenas, mi mente sabe que me encuentro frente a un escenario irreal y al
mismo tiempo se esfuerza por olvidar o sepultar esta certeza mientras dura la
novela, la pieza teatral, la película o el juego de video. En resumen: la
conciencia humana aborrece la falsedad y, al menos durante el tiempo precioso
que dura la ficción, prefiere considerarla una suma de verdades parciales, de
escenarios alternativos, de existencias paralelas, de aventuras potenciales.
Como he señalado, la evolución convirtió nuestro cerebro en una máquina de
futuro, y esta reacciona con el mismo ahínco frente a la realidad y frente a la
ficción. Las cuitas y fracasos de un personaje de novela no pueden dejar de
conmovernos, igual que no resistimos simpatizar con ciertos héroes o despreciar
a ciertos villanos: nos enfadamos, nos sorprendemos, sufrimos y tememos con la
misma intensidad que en la vida diaria; y a veces más.
Hasta hace poco, la empatía era vista con cierto recelo, una especie de
campo magnético involuntario, una emoción deslavada y algo cursi. Hoy sabemos,
gracias a los estudios de Giacomo
Rizzolatti y sus colegas, que la empatía es un fenómeno omnipresente en los
humanos –al igual que en ciertos simios, elefantes y delfines–, que se origina
en un tipo especial de neuronas, las ya célebres «neuronas espejo»,
localizadas, para sorpresa de propios y extraños, en las áreas motoras del
cerebro. Desde allí, estas sorprendentes células nos hacen imitar los
movimientos animales que se atraviesan en nuestro camino como si fuéramos nosotros quienes los llevamos a cabo. Al hacerlo,
no solo reconocemos a los agentes que nos rodean, sino que tratamos de predecir
su comportamiento, en primera instancia para protegernos de ellos y, a la
larga, para comprenderlos a partir de sus actos. (En efecto: si miras por
televisión a un contorsionista o a un lanzador de bala olímpico, en tu interior
tú también te descoyuntas y también lanzas la maldita bola de metal lo más
lejos posible.)
Desde esta perspectiva, la ficción cumple una tarea indispensable para
nuestra supervivencia: no solo nos ayuda
a predecir nuestras reacciones en situaciones hipotéticas, sino que nos obliga
a representarlas en nuestra mente –a repetirlas y reconstruirlas– y, a partir
de allí, a entrever qué sentiríamos si las experimentáramos de verdad. Una vez
hecho esto, no tardamos en reconocernos en los demás, porque en alguna medida
en ese momento ya somos los demás.
Repito: no leemos una novela o asistimos al cine o a una función de teatro,
o nos abismamos en un videojuego solo para entretenernos, aunque nos
entretenga, ni solo para divertirnos, aunque nos divierta, sino para probarnos
en otros ambientes y en especial para ser, vicaria pero efectivamente, al menos
durante algunas horas o algunos minutos, otros.
«Madame Bovary, c’est moi», afirmó Flaubert, pero lo mismo podría ser expresado
por cualquiera de sus lectores.
Vivir otras vidas no es solo un
juego –aunque sea primordialmente un juego–, sino una conducta provista con
sólidas ganancias evolutivas, capaz de transportar, de una mente a otra, ideas
que acentúan la interacción social. La empatía. (…)
Si en verdad solo somos nuestro cerebro, como sugería Crick, en otro nivel es válido decir que solo somos un gigantesco
conjunto de ideas producidas y ancladas en ese cerebro: la idea del yo –ese incómodo testigo que al
presenciar los hechos nos separa de ellos– es, ya lo apunté, la más compleja y
la más frágil. Porque el yo siempre
se halla solo. Irremediablemente solo. Su única escapatoria consiste en
identificarse con ese otro conjunto de ideas complejas que son los demás, sean
estos reales o imaginarios. Y, paradójicamente, ese contacto virtual es nuestro único escape del
autismo o la demencia. Los humanos somos «símbolos mentales» obsesionados con
relacionarnos con otros «símbolos mentales». (Sé, amada mía, que no toleras que
te llame «símbolo mental» pero, desde esta perspectiva, llamarte por tu nombre
sería un encubrimiento). (…)
En una novela o un cuento nunca vemos a los personajes, sino que los
personajes, o más bien las ideas que forman a los personajes, nos invitan,
primero, a identificarnos con él y, solo después, a representarlo de manera
visual. Al imaginar a un personaje contamos con una libertad inusitada, pues
sus ideas se mezclan de maneras radicalmente distintas con las ideas (la
experiencia) de cada lector particular. Todos vemos a míster Kane con el rostro
iracundo y mofletudo de Orson Welles, mientras que cada lector inventa una Anna
Karénina distinta, sin que ello perturbe su esencia. A Kane lo miramos y solo
después nos metemos en su pellejo, a Anna Karénina le damos vida desde su
interior aun antes de reconocer sus atributos.
Leer una novela o un cuento no es una actividad inocua: desde el momento en
que nuestras neuronas nos hacen reconocernos en los personajes de ficción –y
apoderarnos así de sus conflictos, sus problemas, sus decisiones, su felicidad
o su desgracia–, comenzamos a ser otros. Conforme más contagiosas –más aptas–
sean las ideas que contiene una narración, sus secuelas quedarán más tiempo
incrustadas en nuestra mente, como las secuelas de una enfermedad viral o de
una fiebre terciaria. La única cura es, por supuesto, el olvido. Y la lectura
de otras novelas. (…)
La lectura de una ficción narrativa no es tampoco un placer sencillo,
aunque ciertos grandes o pésimos autores nos lleven a pensarlo. El cerebro se
comporta frente a una novela o a un cuento igual que frente al mundo,
realizando millones de operaciones mentales –las conexiones sinápticas
arrebatadas en una tormenta tropical–, midiendo cada situación, evaluándola, comparándola
con patrones preexistentes (eso que llamamos memoria), a fin de prever a cada
momento lo que ocurrirá a continuación. Por eso leer es tan fecundo y tan
cansado; como vivir. (…)
La mente no computa, en el sentido que solemos darle a este verbo en
informática: la mente sobrepone patrones a toda velocidad y solo se preocupa por dilucidar y ajustar los
cambios para responder a ellos de inmediato. Gracias a este truco, aunque
nuestras neuronas sean lentas como tortugas, somos capaces de resolver
problemas complejos mucho más eficazmente que las frígidas liebres de silicio.
(Te colocas frente al arquero y tiras a gol sin apenas meditarlo; un robot
necesitaría, en tu lugar, millones de líneas de programación para calcular el
peso del balón, la resistencia del aire, el ángulo de disparo, etc.). (…)
Dada nuestra naturaleza de animales sociales, la ficción literaria tampoco
podría ser entendida, sin embargo, como un mero instrumento para la
supervivencia individual. Una novela me permite experimentar vidas y
situaciones ajenas pero, como decía antes, también me transmite información
social relevante: la literatura es una porción esencial de nuestra memoria
compartida. Y se convierte, por tanto, en uno de los medios más contundentes
para asentar nuestra idea de humanidad.
Frente a las diferencias que nos separan –del color de la piel al lugar de
nacimiento, obsesiones equivalentemente perniciosas–, la literatura siempre
anunció una verdad que hace apenas unos años corroboró la secuenciación del
genoma humano: todos somos básicamente idénticos. Al menos en teoría,
cualquiera podría ponerse en el sitio de cualquiera. (Aunque, como veremos más
adelante, nuestra mente también es capaz de producir ideas que paralizan esta
tendencia natural a la empatía: el racismo, el sexismo, la xenofobia, la
homofobia, el nacionalismo, todas esas perversas exaltaciones de las pequeñas
diferencias.) (…)
No importa el lugar o la época, las diferencias sociales o las costumbres:
nuestro cerebro siempre nos impulsa a colocarnos en el lugar de los personajes
de un cuento o una novela. Todos somos capaces de ser Aquiles o Arjuna, Emma Bovary
o Aureliano Buendía, Hitler o Adriano, o un incluso un perro o un alienígena,
siempre y cuando sus actos nos permitan dilucidar en su interior algo similar a
una conciencia.
No quiero exagerar: leer cuentos y novelas no nos hace por fuerza mejores
personas, pero estoy convencido de que quien no lee cuentos y novelas –y quien
no persigue las distintas variedades de la ficción– tiene menos posibilidades
de comprender el mundo, de comprender a los demás y de comprenderse a sí mismo.
Leer ficciones complejas, habitadas por personajes profundos y contradictorios,
como tú y como yo, como cada uno de nosotros, impregnadas de emoción y
desconcierto, imprevisibles y desafiantes, se convierte en una de las mejores
formas de aprender a ser humano.
Desconfío, pues, de quienes se solazan al despojar a la ficción literaria
de su carácter de adaptación evolutiva. De su esencia práctica. Escribimos
cuentos y novelas no solo porque no podemos dejar de hacerlo, no solo porque
nos hagan disfrutar con la perfección de sus frases o la fuerza de sus
historias, sino porque los cuentos y las novelas nos han hecho ser quienes
somos. En los relatos del mundo se encuentra lo mejor de nuestra especie:
nuestra conciencia, nuestras emociones y sentimientos, nuestra memoria, nuestra
inteligencia, nuestras dudas y prejuicios, acaso también la medida de nuestro
albedrío. (Ello no excluye que también puedan almacenar lo peor: la maldad
gratuita, el odio, la intolerancia, la sevicia.) (…)
Mi hipótesis central: si la ficción es una herramienta tan poderosa para
explorar la naturaleza –y en especial la naturaleza humana–, es porque la
ficción también es la realidad. Una vez que las percepciones arriban al
cerebro, este órgano húmedo y tenebroso codifica, procesa y a la postre
reinventa el mundo tal como un escritor concibe una novela o un lector la
descifra. Aun si en la mayor parte de los casos somos capaces de diferenciar lo
cierto de lo inventado, su sustancia se mantiene idéntica. A causa de ello, la
ficción resulta capital para nuestra especie. La literatura no sirve para
entretenernos ni para embelesarnos: la literatura nos hace humanos.
Jorge Volpi, El cerebro
y el arte de la ficción, Revista Dossier nº 25
(Prólogo al libro Leer la mente
de Jorge Volpi, Alfaguara 2011)
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