Qui són els sofistes? (José Luis Pardo).


Pero, ¿quiénes son los sofistas? Tenemos, a este respecto, cierta confusión: ya dijo Platón que el sofista resulta difícil de capturar, que se desvanece a cada intento de atraparle. Y es que del sofista tenemos dos imágenes aparentemente contrarias: por una parte, le vemos como alguien afanado en discusiones meramente verbales y vacías, discusiones de palabras (decimos), de esas que a menudo tildamos de “académicas” (para ridiculizar a los académicos y mostrar hasta qué punto les consideramos sofistas, con mayor o menor motivo), porque al mantenerse obstinadamente en esos argumentos de palabras se alejan del plano de las cosas, que es el que importa y en donde finalmente se juega la partida de verdad. Por otra parte, sin embargo, le vemos como la astucia personificada, el hechicero que sabe cómo mover a los hombres para hacerles actuar de tal o cual manera, para conseguir sus votos o su dinero, su aplauso, sus doncellas, sus donceles o su hacienda, el encantador de las multitudes cuya palabra tuerce a placer las voluntades ajenas (y, en ese sentido, se parece mucho más a un “poeta” —o, diríamos hoy, a un político o a un periodista— que a un “académico”). Para comprender que esas dos imágenes no son en realidad contradictorias tenemos que comenzar por hacer la precisión de que el sofista no es un pensador que defienda algún tipo de doctrina. Él es un maestro (nosotros, que ya no tenemos semejante institución, sólo podríamos compararle con un “asesor”) que enseña a los hombres libres de la polis a ejercer como tales mediante el instrumento de tal ejercicio, a saber, la palabra. En este sentido, el sofista se ve obligado —por imperativos profesionales, podríamos decir— a hacer abstracción, en primer lugar, de aquello de lo que el discurso trata, y de ahí que pueda aparecer como alguien que sólo se ocupa de “palabras” y no de “cosas”. Quien toma la palabra en una asamblea lo hace para persuadir al mayor número posible de alocutarios a votar a favor de su propuesta o de su candidato, como quien lo hace en un proceso judicial intenta con ello convencer a sus jueces para que decidan tener por buenas sus pretensiones. Y eso es lo que el sofista tiene la obligación de enseñar a hacer a quienes contratan sus servicios. Será responsabilidad de estos contratadores si, en el uso de la palabra en la asamblea o en el tribunal, deciden sacrificar la verdad (es decir, la correspondencia de las palabras con las cosas) a su objetivo de hacer triunfar su opinión (en el bien entendido de que el triunfo de la opinión es todo menos un asunto verbal o “académico”, ya que inmediatamente se traduce en términos de conducta), del mismo modo que el estratega aconseja al jefe político sobre las mejores tácticas para ganar una batalla o una guerra, pero es este último quien tiene que decidir si pone o no la victoria por encima de la justicia . Lo cual, naturalmente, no evita que, cuando el filósofo se enfrenta al sofista (pues ambos rivalizan por la educación de los ciudadanos), éste último esté dispuesto a convertir en “doctrina” (o sea, en un saber superior y autónomo) lo que sólo era en su origen una técnica subordinada a una finalidad externa, presentándose a sí mismo como “amo” u “hombre libre”, dueño de su palabra y defensor de argumentos, cuando sólo es un criado, un servidor que en rigor no dice nada, sino que asesora a otros acerca de cómo deben hablar (pero sin entrar en la cuestión de acerca de qué), si bien podría suceder que —sobre todo visto el asunto desde nuestra contemporaneidad— en ese “servilismo” y en esa aparente “neutralidad” resida justamente la inmensa potencialidad de su poder.

José Luis Pardo, Fragmentos de una enciclopedia.

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