Una interpretació d' "És inútil sublevar-se?" de Michel Foucault (José Luis Prado)
Michel Foucault |
BURN, BABY, BURN
En torno a Inutile de se soulever?, de Michel Foucault
All’round the world
Little children being born to the world
Got to give them all we can till the war is won
Then will the work be done
Help them to learn
Songs of joy instead of “burn, baby, burn”
Let us show them how to play
the pipes of peace NOTA 1
Este artículo de Foucault es, como casi todos sus textos, de una claridad extrema. Se trata en él de un asunto primordial de filosofía política: definir qué es el poder y qué es la sublevación, y una cosa, en la perspectiva de Foucault, no puede hacerse sin la otra. Foucault maneja unos conceptos de “poder” y de “sublevación” que ciertamente no son los más ordinarios ni acostumbrados (ni siquiera para los lectores de Foucault), pero él esclarece perfectamente en qué consisten tales conceptos. Pone la (así llamada) “revolución iraní” como ejemplo porque encuentra en ella una ocasión inmejorable para sacar a la luz esos dos conceptos en la acepción que él pretende dar de ellos. Y, finalmente, ante la relativa sorpresa que pudo suponer para la izquierda progresista intelectual francesa su “simpatía” hacia el movimiento islamista que derrocó al Sah de Persia (relativa y, en todo caso, centrada en la oportunidad que le brinda para el ya señalado esclarecimiento), utiliza los conceptos de poder y de sublevación que ha explicitado para defender su posición como intelectual y, por tanto, su propia concepción del trabajo intelectual y de lo que debe ser un intelectual. Esto último queda tan claro que dicha “teoría del intelectual” consiste justamente en situarlo (al intelectual) con respecto al poder (con el cual debe ser intransigente) y con respecto a la sublevación (a la cual debe respeto incondicional).
Para comprender por qué el intelectual debe ser “intransigente frente al poder” es suficiente comprender qué es, tal y como queda definido en este artículo, el poder para Foucault. Como consideración previa a este asunto hay que decir que, a diferencia de lo que sucede en La voluntad de saber y en muchos textos posteriores, en este artículo no queda ninguna duda de que el poder al que Foucault se refiere es el poder político, ya que llama todo el tiempo “política” al campo de ejercicio del poder (de ese poder del que el artículo trata). En los términos de este artículo (que son a los que yo me atendré), la noción foucaultiana de “poder” no está atravesada por las diferencias históricas que él ha establecido en otros lugares (por ejemplo, la diferencia entre sociedades de soberanía y sociedades de disciplina o “bio-políticas”), y en todo momento parece que se trata de una noción aplicable en principio a todo poder político, independientemente de su adscripción histórica. Su definición del poder, en este sentido, se mantiene en todo momento en el terreno de los hechos, y es más “operativa” que esencialista. Define el poder por sus mecanismos, no por sus fines, sus orígenes, su forma o sus leyes. Y es en este contexto en el que declara que el poder, por sus mecanismos, es infinito. Y deja bien claro lo que significa “infinito” y lo que significa “mecanismos” de poder. Que sea infinito no significa, aclara, que sea “omnipotente” o “absolutamente absoluto”. Significa que, por sus mecanismos, tiende a desbordar toda limitación, a apoderarse de todo, a expandirse, a aumentar, a ampliarse.
De ahí que, en sus propias palabras, siempre sea peligroso ejercer el poder. El peligro es exactamente esa extensión infinita, ese desbordamiento de todo límite. Precisamente porque (fácticamente y por sus mecanismos) el poder tiende al infinito, el poder es aquello que esencialmente necesita límites, aquello para lo cual ningún límite es suficientemente limitador y aquello con respecto a lo cual el intelectual debe estar siempre vigilante, debido al mentado peligro. Es verdad que Foucault, en otros textos, se ha opuesto a la imagen “clásica” del intelectual que “vigila” al poder y representa (en el espacio público) sus límites. Y también lo es que, en cambio, en este artículo Foucault da la impresión de jugar a aceptar esa definición del intelectual, que el público lector de Le Monde tiene en general por la definición estándar. En esa definición estándar, las razones por las cuales el intelectual “vigila” las extralimitaciones del poder son razones morales (y morales son, en definitiva, los límites que el intelectual desea imponer al poder). Estamos hablando, para que nos hagamos idea, de un tiempo en el cual, cada vez que el gobierno francés (o alguno de sus aliados) hacía algo que, aun siendo legal, era considerado inmoral por la comunidad de los intelectuales, las calles de París se llenaban de Yves Montand, Simone Signoret, Sartre (que aún vivía en aquel tiempo), Beauvoir… Y, desde 1966, Foucault acudía también en primera fila a esas manifestaciones. Pero es igualmente cierto que, cuando Foucault se pregunta (en este artículo) si los límites del poder deben obedecer a razones morales, él mismo se responde con un evasivo Peut-être, e inmediatamente se desplaza hacia otro tipo de razones que no se sitúan en el terreno de la moralidad sino, una vez más y como el poder mismo, en el de la facticidad (Question de réalité, sûrement, en donde el “seguramente” o “con toda seguridad” de la realidad se opone al “quizá” de la moralidad). Digamos, aunque sea adelantar acontecimientos y aunque ya lo he contado en otro sitio, que ciertamente cuando Sartre & Co. se manifestaban en París por razones morales se consideraban a sí mismos portadores de los principios universales en los que se sustentaban dichas razones, que apuntaban a un fundamento de “derechos naturales” del tipo de los derechos humanos de la Declaración Universal. Eran, para ellos, razones que podrían llamarse “reales” (reales porque morales, podríamos decir, porque la realidad moral también es real, aunque su realidad sea la de lo ideal, no la de lo fáctico). Foucault, que como toda la primera fila de las manifestaciones también estaba en ellas avalado por su obra, no podía —precisamente por su obra que, por así decirlo, le precedía— compartir enteramente con sus camaradas de la comunidad intelectual parisina aquellas mismas razones morales o principios universales, ya que su posición frente a la “declaración universal” era mucho más compleja (como diría Innerarity) o más barroca (como había dicho Derrida de sí mismo en 1978, cuando tuvo que invocar los derechos humanos contra su detención tras el telón de acero) y en general más ambigua que la de Sartre & Co. Como esto situaba a Foucault (y al resto de los neonietzscheanos) en cierto modo aparte de los “intelectuales ilustrados universalistas” con quienes compartía cabecera de manifestación, la cosa se puso bastante complicada con ocasión del asunto de Irán, que hizo que algunos de aquellos intelectuales herederos de la ilustración universalista presentasen a Foucault como un “relativista” capaz de defender el islamismo contra la ilustración y, por ejemplo y sobre todo, contra la emancipación de las mujeres. Así que Foucault quería dejar claro que él no era islamista ni contrario a la emancipación de las mujeres, no sólo porque no quería quedar mal (para que siguieran quedando bien los Sartre & Co., que como se sabe defendieron a veces causas bastante dudosas), sino también porque no quería ser instrumentalizado por los “islamistas”, que en Francia ya tenían alguna fuerza y alguna implantación y que, desde luego, eran una “contestación” a la ilustración y sus herencias no siempre limpias. Por esta razón era urgente, para él, para aclarar su imagen como intelectual y no malbaratar el prestigio (intelectual) que constituía el capital que invertía al acudir a aquellas manifestaciones, dejar bien sentado que él también era un intelectual, y que, como tal, también acudía a esos pronunciamientos en defensa de principios universales de los cuales, como intelectual, se consideraba portador. ¿Sus razones eran también morales? Quizá. Es decir, puede que sí o puede que no (es una cuestión que, para Foucault, debe permanecer al menos abierta, porque podría tratarse de “otra moral” distinta de las de Sartre & Co.), pero en todo caso se trataba también de razones universales, universalizables. Puede ser incluso (“quizá”) que Foucault compartiese con los otros protagonistas intelectuales de las manifestaciones el rechazo a ciertas conductas o la indignación hacia ciertas actitudes. Pero lo que había que aclarar es que él no lo hacía en nombre de los mismos principios (aunque los suyos fueran igual de universales), que sus razones se apoyaban en otro lugar que no eran los “derechos naturales”, ni siquiera entendidos como los Derechos de la Declaración Universal, porque sus razones iban más lejos o más al fondo que las de los demás, y ello precisamente por coherencia con su obra. En su caso, estas razones tienen que ver, como explica en el artículo, con esa doble actitud del intelectual frente al poder y frente a la sublevación. Él, además de invocar principios universales, los apoyaba en una realidad, no en una idealidad (como los derechos naturales) y, por tanto, no vivía su presencia en las manifestaciones como un “testimonio” (el testimonio que presta el intelectual a favor de los principios universales de la Razón Ilustrada ante la humanidad, es decir, ante L’Humanité, el periódico del Partido Comunista Francés), sino como una (modesta y discreta) sublevación ante el poder. Por eso, como tantas veces se ha dicho y yo ya he comentado en otros lugares, Foucault estaba en las manifestaciones mucho más tenso que el resto de los intelectuales, especialmente con la policía. Estaba allí, desarmado y a cara descubierta, para desafiar al poder, no para testificar contra él esperando que rectificase. Pero recuperemos el hilo.
Si Foucault se sitúa en el terreno de la facticidad antes que en el de la moralidad es porque es en él en donde se encuentran los “mecanismos” del poder, mecanismos que, como espero que se concederá con la simple lectura del texto, son siempre mecanismos de coacción cuyo modelo es la amenaza (respaldada por la fuerza), la amenaza de muerte. Este es el mecanismo central del ejercicio del poder, y por tanto es el “miedo a la muerte” lo que en definitiva “obliga” a los súbditos de este poder a obedecer (NOTA 2). Es preciso comprender esto para comprender a su vez por qué, para Foucault, la sublevación es el límite real (fáctico) de ese poder que potencialmente tiende al infinito y al absolutismo por sus mecanismos. Es obvio que Foucault, como él explica con toda nitidez, llama “sublevación” al acto por el cual alguien decide que es preferible morir antes que seguir obedeciendo (NOTA 3). Si el mecanismo central del poder es la amenaza de muerte, si el poder es en el fondo (por sus mecanismos) poder de matar, su límite fáctico es sin duda el punto en el cual esta amenaza deja de ser efectiva, en el cual las ametralladoras ya no pueden nada por muchas que sean y por muchas balas que tengan, porque a ese poder de matar se contrapone ahora un poder de morir que de hecho desarma al poder y hace inútil toda su fuerza de coacción, ya que los súbditos que se le enfrentan han dejado de temer a la muerte (NOTA 4). Ahí quedan inutilizados, desactivados, todos los mecanismos del poder, porque se ha desarmado el mecanismo central.
Y es manifiestamente por esta razón por la que Foucault considera tan importante la consigna “estamos dispuestos a morir a miles”. Es en ese momento cuando el poder, por muy grande que sea su tendencia al infinito, se encuentra con un límite infranqueable. Como Foucault es un autor que mide con una extremada precisión sus palabras, no es nada casual que relacione esta consigna con una cierta ebriedad. Es esa especie de hybris por la que alguien se desprende de su “egoísmo” básico y, sin protección alguna, se coloca voluntariamente delante del pelotón de fusilamiento desafiándolo a que dispare: el sublevado —dice Foucault— arroja a la cara del poder su “vida desnuda”, pero “arrojar a la cara” (el guante) es lo que se hace para efectuar un desafío, para obligar al contrario a un “duelo”(NOTA 5) (en el poema del Mío Cid se llama a este desafío “tacha de menos valer”, es decir que el desafiante tacha al desafiado de “valer menos que él”, de tener menos valor, ya que él está poniendo su vida en riesgo y el otro todavía no se ha mostrado dispuesto a hacerlo: sólo se pondrá a su altura si acepta el desafío en el campo del honor, si se atreve a disparar y a ser disparado, pues en caso contrario habrá reconocido su derrota, su “menos valer”, su falta de valor). La ebriedad del desafiante (contra la que San Agustín alguna vez advirtió a los cristianos que hacían cola para ir al martirio como atajo para una entrada rápida en el cielo), su inexplicable poder para “dar la vida”, desafiando así las amenazas del poder, es lo que hace de esa vida “desnuda” o “física” un valor “metafísico” que, en el momento mismo del desafío, supera al valor de quienes empuñan las ametralladoras, dejándoles inermes incluso aunque disparen (o precisamente porque lo hacen, porque tienen que disparar y gastar munición, porque no les basta con amenazar, y porque además el hecho de disparar no aumenta el valor de sus amenazas posteriores, sino que en este caso, paradójicamente, lo disminuye). Como decía Nietzsche en la Genealogía de la moral, y como repite su discípulo Foucault, «es así como la subjetividad entra en la historia y le presta su aliento». Gracias a ella escuchamos algo más, en la historia, que los monótonos rodamientos de la mecánica del poder.
La ebriedad de la muchedumbre que acude a las manifestaciones contra el Sah jugándose la vida se debe, como la de los mártires cristianos de los que hablaba Agustín de Hipona, a una intoxicación religiosa: «Promesses de l'au-delà, retour du temps, attente du sauveur ou de l'empire des derniers jours, règne sans partage du bien», «le formidable espoir de refaire de l'islam une grande civilisation vivante» «aux confins du ciel et de la terre, dans une histoire rêvée». Se podría pensar que esto, para Foucault, no es lo importante, que estas motivaciones aparentemente “delirantes” que el denomina «los contenidos imaginarios de la revuelta» son “lo de menos” (lo importante es la sublevación). Pero esto no es del todo cierto. El hecho de que se trate de una sublevación religiosa o “espiritual” es, para Foucault, absolutamente decisivo para mostrar la naturaleza impolítica del movimiento (empleando aquí esta palabra en un sentido no necesariamente coincidente con el uso que de ella hace Exposito, sino en su acepción más inmediata y general). La sublevación de Irán, por este peculiar contenido imaginario, se sitúa fuera de la “era de las revoluciones” que ha marcado la historia occidental de los últimos doscientos años y, por eso, en cierto modo, se sitúa fuera de la historia, al margen de ella. La historia, explica Foucault, es siempre la historia del poder, de los poderes (primero vino Reza Jan, luego Reza Pahlevi, luego Jomeini, luego Ali Jamenei, luego Ahmadinejad…), pero la historia no registra las sublevaciones. Mejor dicho, las registra pero falseadas como revoluciones, es decir, como intentos de tomar el poder (como la Sublevación de Jaca o el 23-F). Este es el sentido en el que alguien puede decir (y es lo que a Foucault le subleva) que “las sublevaciones son inútiles”: inútiles porque se trata de intentos de tomar el poder, porque en ellas no hay más que política (continuación de la política por otros medios, como alguien diría, o cosa de amigos y enemigos, de camaradas, de los tuyos o de los míos, etc.), poder, porque en definitiva la sublevación es reducible al poder (es un quítate tú para ponerme yo), es reducible al deseo de poder y, por tanto, controlable, planificable, profesionalizable y enganchable a la “larga cadena de razones” mediante la cual la historia se continúa infinitamente a sí misma gracias a la mecánica del poder (aunque los perros tengan distintos collares).
La revuelta de Irán, precisamente debido a sus “contenidos imaginarios”, es irreductible a una revolución en este sentido “histórico-político”, y por ello pone al descubierto la naturaleza auténtica de la sublevación, que durante dos siglos ha permanecido enterrada en Occidente por la lógica de la historia política, que es la lógica de las revoluciones. Las reivindicaciones “delirantes” de la multitud iraní son la prueba de que lo que esa multitud quería no era el poder, la prueba de la irreductibilidad de la lógica de la sublevación a la lógica del poder (la consigna que a Foucault le admira decía “Estamos dispuestos a morir a miles para que se vaya el Sah”, es decir, para que se vaya el poder, no decía “Estamos dispuestos a morir a miles para que venga Jomeini”; es verdad que luego, en la interminable historia del poder, vino Jomeini, ese clérigo integrista con su régimen sanguinario, y que fue tan inteligente como para utilizar la revuelta para autentificar —es el término que utiliza Foucault— su poder y así desactivar la sublevación, pero aunque una cosa y la otra vayan seguidas en el tiempo, dice Foucault, se trata de fenómenos «de una naturaleza completamente distinta»). Lo que hace la política es aprovechar ese inmenso capital, ese valor (que antes llamé “metafísico” para aludir al modo como, aparentemente, de lo físico sale algo “espiritual”) que genera quien lanza al rostro del poder una “tacha de menos valer”, o mejor, lo que hace la política es robarlo e invertirlo (en los dos sentidos del verbo) en el poder. Lo que Foucault quiere hacer es devolvérselo a sus dueños legítimos, los sublevados, que son ajenos a la lógica del poder político.
He aquí por qué, aunque intransigente con el poder, el intelectual ha de ser “respetuoso” con la singularidades sublevadas, a las que debe escuchar atentamente, intentando comprender la intensidad con la que viven las revueltas y lo que “tienen en la cabeza” quienes se sublevan. Toda sublevación —entendida en este sentido extremo elegido por Foucault— es irreductible a una pretensión de tomar el poder, porque quien arriesga su vida la da ya por perdida, y por tanto no puede aspirar a “detentar” en el futuro el poder que ha contribuido a derrocar. El sublevado es alguien que rompe con la cadena de razones de la historia porque rompe con la lógica del poder, que es la lógica del miedo. El sublevado es el que ha dejado de tener miedo, y por eso se ha vuelto tan “poderoso”, tan peligroso para el poder. La sublevación, como diría el innombrable, es lo imprevisible que ningún poder puede codificar, impedir o anticipar, lo que siempre le pilla por sorpresa (como Mayo del 68). El intelectual ha de respetar incondicionalmente la sublevación (ha de estar de entrada con la sublevación y contra el poder) no sólo porque esto resulta mucho más estético (¡mira que está feo tomar partido por el poder y contra los sublevados!) sino porque, cuando el poder se enfrenta a la sublevación, «le pouvoir enfreint l'universel». Ya antes recordé que Foucault había abogado por la figura del “intelectual específico” frente a la del “intelectual universal” (representado entonces, en Francia, por Sartre), pero el caso es que —antes he explicado un poco por qué— ahora asigna al intelectual la defensa de lo universal, que el poder infringe o tiende a infringir, cosa que también forma parte de la imagen estándar (la compartida por la mayoría de los lectores de Le Monde) del negocio del intelectual tal y como lo administraban Sartre & Co. en sus testimoniales manifestaciones parisinas. Foucault no deja dudas respecto a la cuestión de que lo que debe señalar al poder esos “límites” que por sus propios mecanismos es incapaz de reconocer son unos “principios universales” (cuya vigilancia tiene encomendada el intelectual). Podría dar la impresión de que Foucault mezcla aquí desordenadamente dos escenarios distintos: por una parte, el de la facticidad (la facticidad de los mecanismos del poder que tienden al infinito y la facticidad de la sublevación, que muestra al poder su finitud), y por otra el de los “derechos” y los “principios” (que es el de lo universal).
Pero Foucault no es desordenado. En realidad, para él, el poder es lo único que cae siempre del lado de la facticidad, del lado de la historia y sus “largas cadenas de razones”, de la revolución y su instrumentalización de la sublevación como un medio para continuar la historia del poder potencialmente hasta el infinito; el poder es siempre poder fáctico, puesto que su fundamento es la facticidad de la coacción irresistible; la sublevación, por el contrario, aunque sea una facticidad histórica, es una clase muy extraña de facticidad que, por así decirlo, consiste en la no-facticidad: no opone un poder fáctico (más o menos grande) a otro, sino que opone a la presunta coacción irresistible de la facticidad del poder algo así como la resistencia incoercible de la absoluta entrega desnuda a la muerte, y por ello representa algo «de tout autre nature», el principio universal de que el poder nunca puede codificar, prever, impedir o hacer imposible la sublevación (y ello constituye una limitación efectiva de su potencialidad infinita o absolutizadora, no solamente una “razón moral”). El poder es potencialmente infinito, pero sólo puede actualizar esa potencia mediante la coacción fáctica cuya amenaza está respaldada por la fuerza; la sublevación es una posibilidad que el poder nunca puede descartar del todo, y por ello se ve obligado (contra su tendencia natural) a limitarse, aunque desde luego este “poder de limitación” permanecería también en lo potencial si no hubiese de vez en cuando sublevaciones (como el poder del poder sería sólo potencial si no se disparase de vez en cuando una ametralladora), de ahí la “función universal” que cumplen las sublevaciones concretas. Hay en ellas algo universal, por muy particulares que sean sus condiciones históricas o sus motivaciones (de hecho, Foucault reserva el término “particular” para aquello de lo que se ocupa el estratega, mientras que el de “singular” afecta a lo que respeta el intelectual). La singularidad del sublevado se pone de manifiesto en esta frase de Foucault: «On ne fait pas la loi à qui risque sa vie devant un pouvoir». En esta frase, la ley no representa lo universal, sino únicamente la facticidad de un poder consolidado; por el contrario, el que “arriesga su vida ante un poder” (y, por tanto, contra ese poder) no es alguien a quien la ley le sea aplicable: escapa a ello por su singularidad (que consiste en sublevarse, en arriesgar su vida contra el poder, que es como los hombres infames se singularizan en la historia, aunque sea sólo durante el último minuto de su vida, antes de que les corten la cabeza), pero esa misma singularidad, al desbordar al poder que esgrime contra él su ley positiva, fáctica, histórica, política, se sitúa en el orden de lo universal de toda sublevación, más allá de toda circunstancia fáctica, política o histórica particular, más allá de toda ley promulgada.
Hay un momento en que Foucault pregunta si la revuelta tiene o no razón. Es una pregunta muy extraña, primero porque Foucault ya la ha descartado (ha dicho que la sublevación es siempre inexplicable, irreductible a la lógica del poder y a las largas cadenas de razones de la historia). Se diría que, nada más formularla, se nota que no es la pregunta de Foucault. Es la pregunta que se hacían, a su lado en las manifestaciones, Yves Montand, Simone Signoret, Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre: consideraban que ellos tenían derecho a protestar porque el poder había infringido una norma universal de la moral, ellos tenían que dar testimonio de esa infracción, dejar constancia de ella ante el tribunal del mundo (es decir, ante Le Monde). Si Foucault tomase en serio esta pregunta, estaría preguntando si hay algo así como un derecho de sublevación. No dice que lo haya. Tampoco que no lo hay. Dice que quizá. Que hay que dejar la cuestión abierta. Es el mismo quizá que responde a la pregunta sobre la naturaleza moral o no de los límites de la política. Y en los dos casos, al rozar este terreno, Foucault reacciona desplazándose inmediatamente desde el orden de los derechos al de los hechos. La cuestión, viene a decir Foucault, no es si la rebelión es o no legítima, si hay derecho o no a sublevarse, la sublevación no es un derecho, es un hecho, la gente se subleva (y no parece muy eficaz contra la rebelión decirles: cuidado, no tenéis derecho —si las metralletas no les hacen efecto, calcula el que les hará esta advertencia…—). Lo que pone límites al poder no es exactamente un derecho (porque entonces estaría en el ámbito de lo histórico y de lo político), aunque fuera el derecho a la sublevación (acerca del cual Foucault ha dejado la pregunta abierta); lo que pone límites al poder es el hecho de que la gente se rebela, se subleva. Esto es lo que al poder le da miedo (ya que el del miedo es el único lenguaje que entiende). Si este hecho, sin embargo, no tiene medida común con los “hechos históricos” que se narran en las crónicas de los poderes políticos a lo largo del tiempo, si es irreductible a tales hechos y es, por tanto, lo único que puede poner límites a esa larga cadena de hechos y de razones histórico-políticas, es porque es un hecho no-histórico y no-político: que a veces la gente, contra toda lógica histórica y política, decide arriesgar la vida contra el poder. Este es, dice Foucault, el verdadero punto de anclaje de todos los derechos y libertades, lo que obliga al poder a hacer concesiones, y no unos supuestos “derechos naturales” (los derechos humanos): Foucault actúa coherentemente con su intención de “invertir” el punto de anclaje “liberal” de las libertades y los derechos (punto de anclaje que normalmente se encuentra en la Constitución garantizada por el Estado y su poder de coacción): no es el poder de matar del Estado lo que garantizaría, si es preciso mediante la fuerza de la coacción legítima, su ejercicio, sino el poder de morir de unos cuerpos desnudos, capaces, en su impotencia, de desarmar a todo poder y de crear un valor que supera al del Estado en universalidad. La sublevación, como hecho singular, interrumpe la historia (no es histórica, está “por debajo” de la historia); el principio universal de la sublevación —que se encarna en esas ocasiones excepcionales— limita la política (no es político, está “por detrás” de la política). Pero la historia es verdaderamente historia (es decir, deja en el cristal de los hechos “el aliento de la subjetividad”, aunque sea su último suspiro antes de caer aniquilada por el poder) porque algo interrumpe la sucesión cronológica de los poderes y porque algo limita su crecimiento infinito. El intelectual debe acechar esas interrupciones (escuchar a las singularidades que se hurtan a la historia en la facticidad de la revuelta) y vigilar que ningún poder infrinja el “principio universal” de la sublevación pretendiendo codificarla, controlarla, hacerla imposible.
Y hay una última consideración. Me refiero al momento en el que Foucault, tras haber dado una definición general de la sublevación, hace una matización importante: la sublevación de la que aquí se trata no es «la de los grandes hombres, sino la de cualquiera». Si fuera la de los grandes hombres Foucault sabe que sucederían dos cosas. La primera, que el concepto de sublevación incluiría —como de hecho incluye— todos los pronunciamientos militares de caudillos más o menos importantes, todos los golpes de Estado y similares, que previsiblemente no serían en su mayoría buenos ejemplos de lo que Foucault quiere contar. La segunda, que sería muy difícil diferenciar a estos “grandes hombres” de aquellos que Hegel llamaba, en la Introducción a sus lecciones de filosofía de la historia, “individuos histórico-universales”, que también gozan de un “derecho” ultrajurídico y metahistórico a gobernar el curso de la historia y a decidir sobre la vida y la muerte de los individuos y de los pueblos. Y no es en eso en lo que Foucault está pensando. Como él dice, está pensando en el loco que se subleva contra su encierro, en el preso que se subleva contra los abusos de los carceleros, en la muchedumbre anónima que se levanta contra el Sah de Persia. Es el hálito anónimo de la ebriedad momentánea de estas pequeñas subjetividades el que empaña el vidrio transparente de la historia, no el nauseabundo aliento de borracho de los Jefes militares o de los Emperadores corrompidos. Y eso porque, como decíamos hace un momento, la subjetividad que alienta en la historia, la que sostiene los derechos y las libertades, es la de los impotentes y los pequeños, no la de los grandes y poderosos.
Creo, honradamente, que esto es lo que Foucault dice en su artículo, solamente con algunos breves comentarios por mi parte. Lo que yo podría, ahora, decir del artículo de Foucault ya lo he dicho, y seguramente repetido, a lo largo de la polémica y sería inútil volver a reiterarlo ahora. Sólo lo recuerdo mínimamente.
1. Creo que no se puede decir más claro de lo que Foucault lo dice que, para él, es el hecho de arriesgar la vida ante un poder (sean cuáles sean los motivos de quien la arriesga y sea cual sea el poder contra el que lo hace) lo que constituye la esencia de la sublevación. Foucault pregunta: ¿tienen razón los que se rebelan o no? Pero, ¿cómo podríamos responder a esa pregunta? ¿Qué pregunta: si tienen razón todos los que se rebelan, los iraníes contra el Sah, Franco contra la República, los de Jaca contra Alfonso XIII, Tejero y Milans del Bosch contra la Monarquía Parlamentaria, los terroristas de ETA contra el Estado español? «Dejemos la cuestión abierta», dice Foucault. ¿Qué cuestión es la que hay que dejar abierta, la de si hay o no razón para rebelarse en general? ¿La de si tuvo razón Jomeini rebelándose contra el Sah o la de si tuvo razón el padre de Su Majestad Imperial cuando se sublevó en la Persia de 1921? «La gente se subleva, es un hecho». Pero la pregunta es: ¿el hecho de que la gente se subleve significa que la gente tiene derecho a sublevarse, que toda sublevación es legítima por el simple hecho de enfrentar la vida desnuda contra el poder, independientemente de los “contenidos” (y no sólo los imaginarios) del poder y de la sublevación? El hecho de dar la vida por algo, o contra algo, o el hecho de estar al menos dispuesto a hacerlo, no tiene un valor particular ni aumenta el de la causa de quienes luchan contra ese algo ni disminuya el valor del algo en cuestión, el poder no siempre son los malos y los sublevados no siempre son los buenos; el derecho universal a la sublevación me suena a la apelación a la guerra santa o a la justificación del tiranicidio con las que los teólogos atizaron el fuego de las guerras religiosas durante siglos en Europa, antes de la era de las revoluciones (que, desde luego, también ha tenido sus buenas sangrías). La opción de “dar la vida” por una causa no cae fuera del principio de intercambio y de la inversión a largo plazo que rige la lógica del sacrificio. El dolor o la muerte no autentifican nada (y, por el contrario, sospecho que pueden falsearlo casi todo). Sobre la cuestión de que, para el sublevado, «la vida no se canjea» (que decía Foucault), la polémica ha evolucionado. Yo interpreté esta afirmación de Foucault en el contexto en el que se encontraba (considerando el poder como anclado en la coacción y dependiente del miedo), de tal modo que significaba que quien no está dispuesto a canjear su vida no está dispuesto a que le perdonen la vida a cambio de obedecer al poder, pero yo argüía que también quienes se apuntan a esta no-canjeabilidad en el contexto religioso-teológico de la revuelta iraní están canjeando su vida, aunque en este caso su vida mortal por la vida inmortal. Después de que yo presentase esta objeción en el sentido de que el martirio también es una inversión a largo plazo de la que se espera obtener un beneficio aumentado (la vida eterna), se ha intentado soslayar mi objeción interpretando la “no canjeabilidad” de la vida en el sentido de que en la sublevación la vida no se canjea “por otra mejor” ( pensando en la eterna, sin duda). Pero como a continuación, y como ya he recordado, se trae a colación toda la cantidad de sangre que ha constituido el precio de las “prácticas de libertad” en el mundo (o de las libertades adquiridas), se arruina el argumento, al mostrar que se trata en definitiva de precios (aunque sean elevadísimos), de intercambio y de equivalencias. Pero que la causa sea buena no elimina el hecho de que haya canje. Es costumbre, cuando se habla sobre el precio de la libertad en sangre, poner sobre la mesa los cuerpos descompuestos de unos cuantos millones de comunistas muertos por el derecho. Alguien lo hizo alguna vez con la clara intención de meterme miedo (porque esto de matar y de morir a mí me da bastante miedo; por cierto que creo que uno de los valores inequívocos del comunismo —desde luego en la época de la Unión Soviética, supongo que ya antes, e incluso ahora cuando casi no es más que un insulto, como “maricón”, o una invocación religiosa, consiste en que mete bastante miedo —se puede leer sobre esto la biografía de Eduard Limónov escrita por Emmanuel Carrère y traducida en Anagrama, en la cual he encontrado esta perla del historiador Martin Malia: «El socialismo real no es un ataque contra abusos específicos del capitalismo, sino contra la realidad. Es una tentativa de abolir el mundo real, una tentativa condenada a largo plazo, pero que durante un determinado período consigue crear un mundo surrealista definido por esta paradoja: la ineficacia, la penuria y la violencia se presentan como el bien supremo», lo cual sin duda da mucho miedo). Yo, desde luego, me asusté bastante al ver a todos aquellos muertos sobre la mesa. El fuego se apagó bastante rápido y, aunque los muertos permanecieron sobre la mesa, dejaron en seguida de ser comunistas (o se transformaron en una extraña clase de comunistas asesinados por otros comunistas que al parecer no defendían exactamente el derecho) para convertirse en pura y simplemente muertos, lo que no mejoró mucho la atmósfera de la sala pero fue suficiente para reponer mi argumento, a saber, que es completamente legítimo luchar por el Derecho (y en esa lucha, creo, todos nos encontramos en el mismo bando), pero que lo que es completamente ilegítimo es intentar contabilizar a nuestro favor todos los muertos de la Historia (o al menos un número muy sustantivo de ellos), como si a fuerza de añadir cadáveres hiciéramos al Derecho mejor de lo que es o salvásemos a los muertos del atroz despachurramiento de sus vísceras. Mucha gente ha muerto (casi toda, descontando a los pocos que quedamos sobre el planeta, que según dicen con toda razón los demógrafos ya somos demasiados), y si hablamos de los que han muerto por la acción directa de otros hombres, seguramente es en las guerras (y similares, porque en esto es cierto que el siglo XX ha marcado un hito) donde más lo han hecho (porque están organizadas sistemáticamente para eso). Pero que en todas las guerras los muertos lo hayan sido por el Derecho, eso ya es otra cosa. Han muerto muchos comunistas, sin duda (y muchos de Murcia, y muchos nacional-sindicalistas, y muchos cristianos, y muchos musulmanes), pero el hecho de que hayan muerto no es una prueba de que murieron por el Derecho, y a mi modo de ver esto de querer apuntarse los muertos a nuestro favor es una cochinada parecida a la que hacen unos y otros cuando intentan capitalizar a las víctimas de ETA (o las del 11-S, o las que sean) para extraer de ese atesoramiento una “legitimidad moral” que les permita aparecer como “buenos” mientras se cargan a los “malos”. No creo que este tipo de polémicas sirvan para dilucidar qué es el verdadero comunismo (o el verdadero marxismo) o el verdadero foucaultianismo y así salvar a los que murieron por la buena causa y condenar al resto de los cadáveres a pudrirse en las alcantarillas de la historia, para edificar sobre la tumba de los buenos nuestra henchida legitimidad moral (esto se parece mucho al fanatismo).
2. La distinción entre los grandes hombres y los pequeños me parece torticera y estéril: sería curioso tener que decir que Franco era un “gran hombre”, con lo bajito que era, ya que seguramente su estatura histórica no habría superado a la de cualquier secundario de las películas de serie B de no haber triunfado su sublevación. Sería tedioso investigar si Lenin era grande o pequeño, si la Revolución de Octubre o la Francesa fueron cosa de grandes hombres o de muchedumbres anónimas o de hombres infames. El razonamiento de Foucault para con los pequeños hombres que se sublevan es exactamente el mismo que el de Hegel para con los “individuos histórico-universales” que irrumpen en la Historia como vendavales, y conduce inevitablemente a la idea de que todo el que se subleva se merece el respeto del intelectual, porque arriesga su vida (y por tanto no puede dudarse de la autenticidad de su sublevación), como la arriesgaron (y la perdieron) los cabecillas de la Sublevación de Jaca, que fueron fusilados por el General Berenguer. Como la arriesgaron el General Franco y los suyos cuando se levantaron contra la República en el Alzamiento Nacional (que también fue una sublevación, claro que, como esta salió bien a lo mejor no vale como ejemplo, porque parece claro que lo que los sublevados querían era el poder, ya que se lo quedaron en cuanto tuvieron ocasión y no lo soltaron hasta que se murió el viejo, si bien en este caso podría ocurrir como con Jomeini, que a lo mejor la sublevación era buena sólo que luego llegó el acoplao del Generalísimo y se aprovechó de la autenticidad de la Falange, o de la FAI, y de su sublevación —la de los falangistas y los de la FAI— para apoyar su poder, que este cuento también lo tengo yo bastante oído).
3. Foucault pretende mitigar las consecuencias de la afirmación de que la ley no afecta a quien arriesga su vida contra el poder (ya que afirmar tal cosa equivale a la “despenalización” de todo crimen, siempre que tal crimen tenga como enemigo al poder e implique, por parte de quien lo comete, la aceptación del riesgo de morir), pretende, digo, mitigar estas consecuencias cuando habla, a continuación, de lo que hay de universal en un preso, un loco o un pueblo oprimido que se rebelan contra los abusos de poder: su argumento tiene aquí el mismo “fallo” que cuando hablaba, al principio, de quien se subleva “contra un poder que estima injusto” (pues en tal caso se da por admitido que podría haber un poder justo y que la “justificación” de la rebelión tendría que ver con la injusticia del poder, no con el hecho de que el rebelado arriesgue su vida); ahora está considerando la sublevación contra los abusos de poder (en la cárcel, en el manicomio o en el Estado), pero es que si puede hablarse de abuso de poder es porque se entiende que hay un poder “no abusivo” y, por tanto, un poder que conoce límites —de derecho— antes de que la sublevación venga a recordárselos, no un poder infinito que tiende por definición a traspasar todo límite. En el lenguaje de Foucault, “abuso de poder” es un pleonasmo (todo poder es abusivo por la naturaleza de sus mecanismos). Es porque el poder es de hecho ilimitado e infinito por lo que no se le pueden poner límites a la sublevación (cuando el poder muestra su rostro auténtico, que es el del poder de matar, y cuando la rebelión es igualmente auténtica, es decir, cuando consiste en arriesgar la propia vida, excluyendo así que se trate de un instrumento para lograr el poder [porque los muertos mandan más bien poco]) y por lo que existe, a su modo de ver, un derecho universal a la sublevación (y una sospecha universal contra todo poder).
4. No creo que pueda separarse el estar dispuesto a morir a miles del estar dispuesto a matar a miles, y creo además que cuando se hurta esta inseparabilidad es para resultar menos antipático, porque el “principio” así enunciado sería más obviamente inuniversalizable que el de “estamos dispuestos a morir a miles”, que también es absolutamente inuniversalizable. Que muchos estén dispuestos a morir (todos los que acuden a las manifestaciones jugándose la vida) parece difícil como impulso espontáneo y sin ebriedad. Sin embargo, cuando alguien pronuncia la consigna “Estamos dispuestos a morir a miles” (alguien que es uno, no muchos, aunque obviamente habla en nombre de esos muchos) lo hace como un desafío. Un desafío a un poder injusto y extralimitado. Está haciendo saber al poder que no puede nada contra esa multitud. Está oponiendo el poder de los impotentes al poder de las ametralladoras que, hasta ese momento, lo podían todo (o eso creían). La “ebriedad” podría ser, por tanto, la ebriedad de la multitud cuando, a través de un líder, se convierte en un desafío al poder y, por tanto, en una auténtica sublevación con conciencia de serlo. Una pregunta interesante sería, en este punto, la que interrogase si, al decir “Estamos dispuestos a morir a miles” quien lo dice no está ya “extralimitándose” (y, por tanto, ejerciendo un cierto poder, una cierta amenaza) al disponer libremente de la vida de otros. La ebriedad consiste, a mi modo de ver (estoy haciendo un esfuerzo por interpretar las palabras de Foucault, no intentando oponer mi interpretación a la suya), en que el líder puede preguntar a la muchedumbre congregada: “¿Estamos dispuestos a morir a miles para que se vaya el Sah?”, y en que la multitud, entusiasmada, responda unánimemente “¡Sí!”, como un solo hombre (aunque es posible que en esa afirmación unánime se pierda el silencio de quienes no están tan ebrios ni por tanto tan dispuestos, y no responden efusivamente a la pregunta, o incluso la vocecilla de alguno que diga, por lo bajinis, “No”, o incluso, como decía el poeta, “vuelve a llamarme cuando estés sobrio”).
5. Que Foucault conciba el poder como un continuum indiferenciado en el que no se pueden trazar fronteras, límites o distinciones no me parece algo que simplemente se le pueda reprochar a Foucault, sino justamente lo más interesante de su posición, porque ahí —como cuando Deleuze y Guattari presentan su concepción del “deseo” como un flujo descualificado e indiferenciado— está expresando (lo diré con sus palabras) un peligro propio del poder moderno: el continuum natural-político del “derecho natural” hobbesiano-spinoziano que, desde luego, las formas modernas de despotismo y de totalitarismo (y de neoconservadurismo y de neopopulismo) ponen de rabiosa actualidad. Es verdad que todo indica que Foucault no parece tener interés alguno en conjurar ese peligro, sino que más bien parece consagrarlo universalmente como aquello que obliga a conceder “derechos” a la sublevación como contrapeligro equilibrador. Si lo que Foucault quiere decir es que, ante un Estado totalitario, hay que jugarse la vida (vaya, es que ni siquiera es una opción, en un Estado totalitario uno se juega la vida simplemente por existir, ya que el Estado puede disponer libremente de ella cuando le plazca y sin condiciones previas), y que en tales casos no sólo puede uno apuntarse a la Resistencia, sino incluso a la guerra, procurando hacer todo lo posible por los niños que nazcan en esa situación y luego, cuando haya pasado la guerra, procurando enseñarles a fumar la pipa de la paz en lugar de a empuñar las antorchas incendiarias, pues, en fin, para ese viaje no necesitábamos alforjas foucaultianas de ningún tipo, con el cursi de Paul McCartney, que no terminó sus estudios de bachillerato, ya nos llega. Pero seguramente no es esto lo que Foucault quiere decir, porque si quisiera haberlo dicho lo habría hecho, ya que, como digo, es más claro que el agua expresándose. El peligro, sin embargo, no parece conjurarse sosteniendo que los derechos y libertades del Estado de derecho se sustentan sobre trastiendas o subterráneos prepolíticos que podrían subvertirlos cuando lo estimaran conveniente. Dicho de otra manera, claro que el poder político moderno se sustenta en la Constitución y en la garantía del Estado y su fuerza coactiva para hacer cumplir las leyes, y que evidentemente quien se considera “liberado” del pacto social sólo puede hacerlo invocando un principio político “más alto” que el contrato social mismo, a saber, un poder espiritual que tiene jurisdicción política, como es siempre el caso en los Estados confesionales (en los europeos, que los hubo a mogollón —España fue un Estado confesional hasta 1978—, y desde luego en las teocracias islámicas); es por eso que Foucault encuentra fascinante, y conceptualmente distintivo, el hecho de que los manifestantes iraníes invocasen principios trascendentes, religiosos, ultramundanos, para “justificar” su sublevación. Esto no significa que no existan o que no se puedan invocar “fundamentos morales” del poder político, pero nunca se les puede reconocer, en tanto que morales, jurisdicción política propiamente dicha, o sea, jurisdicción política directa (pues ello comportaría el retorno más o menos velado al Estado confesional, ya sea que se invoque la voluntad de los caudillos muertos, la inmutabilidad de las leyes religiosas, los principios fundacionales del Movimiento o la Gloriosa Revolución del Pueblo). Lo que no parece posible es exorcizar los peligros objetivos de ese continuum del poder “moderno” sin concederle al pacto social —y digo al pacto social, no al pacto sagrado con los dioses o con sus representantes en la Tierra— el estatuto de contrato originario, como hace Kant, un estatuto de idea de la razón pura que, en cuanto procedimiento normativo, pulveriza toda pretensión de que existe un “conflicto” entre la moral y la política. Y esto no es lo que hace Foucault.
6. Finalmente, imaginemos por un momento (Dios no permita que sea cierto) que Jomeini, en lugar de ser “un clérigo integrista y sanguinario”, como dice Foucault, hubiera recogido sin traicionarlas ni falsificarlas esas pretensiones utópicas de la muchedumbre sublevada: ¿es posible pensar que entonces su régimen habría sido menos sanguinario o menos horrible de lo que efectivamente lo ha sido (o acaso lo habría sido mucho más)? ¿No es esto —la desmesura de la multitud dispuesta a “morir a miles”— lo que constituye la temible ebriedad de la consigna y lo que impide dejar de considerar su inseparable reverso, la voluntad de “matar a miles”? Es más, esas pretensiones que el propio Foucault considera “quiméricas” (históricamente), tal y como él mismo reconoce, han sido la columna vertebral del poder europeo antes de la “era de las revoluciones”, en la época de las guerras de religión en la que, efectivamente, el poder político no se concebía sino como el suelo histórico de un poder espiritual más alto. Pero —me diréis— es absurdo pensar que Foucault estuviera defendiendo eso (un régimen auténticamente islámico para Irán o el retorno a la monarquía de derecho divino en Europa). Yo también creo que es absurdo, pero, entonces, ¿de qué se trata? ¿Qué régimen político post-revolucionario podría haber sido fiel a las consignas de los sublevados (pues evidentemente no se trataría del republicanismo francés)? Mucho me temo que para esta pregunta, considerando los términos en los que Foucault plantea el problema, no haya más que una respuesta: ninguno (que es lo mismo que ya se ha dicho: que el reino de Dios en la tierra no es ningún régimen político históricamente viable, ni seguramente tampoco deseable). Pero, entonces, esto equivale a decir que todo régimen político traiciona la autenticidad de la sublevación, no porque sea malo, sino simplemente porque es político. Y de esto, a su vez, se puede hacer una interpretación fuerte, que consiste en que todas las sublevaciones son buenas (incluso la de Jaca, porque al menos puso en cuestión la Dictadura de Berenguer) y todos los regímenes políticos malos (igual de malos, además), en la medida en que reponen los intereses de la historia y traicionan las aspiraciones de los sublevados, con lo que volveríamos a la utopía del “imperio religioso” como alternativa a la política; o bien se puede hacer una interpretación débil, en el sentido de que lo que la sublevación pone sobre el tapete es un imperativo moral que ningún régimen político puede realizar plenamente (aunque todos tengan la obligación de acercarse a él y unos lo hagan más que otros), con lo cual la posición de Foucault resultaría trivial (y estoy seguro de que Foucault nunca, y menos en 1979, quiso ser trivial).
7. De manera que sólo me queda una interpretación posible, que es horrenda, y que sin embargo menciono porque, curiosamente, el propio Foucault se refiere a ella en su artículo, como si estuviese acechando su propio pensamiento. Es ese momento en el que asegura: «Nadie tiene derecho a decir: rebelaos por mí, va en ello la liberación definitiva de todos los hombres». Nadie tiene derecho a decir eso, y por tanto tampoco Foucault lo tiene. La gente se rebela cuando está hasta la coronilla o, en todo caso, cuando quiere, nadie le puede decir a otro que arriesgue su vida por él, nadie tiene derecho a eso. Pero alguien, incluso aunque no sea su deber, puede hacerlo (y entonces será bueno buenísimo, tirando a santo). ¿No será eso lo que han hecho los iraníes, rebelarse por toda la humanidad, para recordar a todos los poderes históricamente existentes que tienen un límite, reforzando de esa manera los derechos y libertades de los cuales, sin necesidad de exponerse a ser asesinados (porque en las manifestaciones parisinas nadie, y menos los intelectuales de cabecera, corría peligro de que se le tocase un solo pelo de la ropa) y tranquilamente sentados ante la televisión de su apartamento de la rive gauche (o de la droite, nunca se sabe), gozan esos mismos intelectuales? Desde luego, lo menos que pueden hacer es agradecérselo con un poquito de apoyo mediático. ¡Claro que es útil la sublevación (de los iraníes)! No para ellos, pobres, a quienes sólo les ha valido para autentificar el régimen sanguinario del clérigo integrista que ahora les corta las manos como la Savak antes les cortaba las lenguas. La sublevación es útil para nosotros, nos viene de perlas (Burn, baby, burn), porque ahora miramos el Sena desde la ventana de nuestro apartamento con mucha mayor tranquilidad que antes, sabiendo que, gracias al sacrificio de esos miles y miles de infelices, el poder está un poco más convencido de que no le conviene tocarnos ni un pelo. Y que no se ponga farruco, que le mandamos a algunos de esos miles de hombres-bombas a sus autobuses. Por eso tenemos que estar con ellos, aunque sean musulmanes o precisamente porque lo son, ya que hoy día nada le pone más nervioso al poder que un musulmán (como antiguamente nada le daba más miedo que un comunista), que sólo Dios sabe lo que tendrá en la cabeza bajo el turbante. Pero esta es una de esas explicaciones que, como alguien dijo, no conviene demasiado decir en público. No sé si era esto mismo lo que quería decir Sartre con lo de los vietnamitas heridos en los arrozales, pero sobre eso ya he escrito otra soflama.
En algún momento del curso 2011-12, en el seno de uno de los seminarios del proyecto de investigación en el que participo en la UCM, comencé con otros colegas una larga polémica sobre un texto de Foucault (¿Es inútil sublevarse?), de la que aquí sólo reproduzco, naturalmente, mis intervenciones. Esta fue la última.
José Luis Pardo
NOTA 1
Como es sabido (por todos los lectores de la Wikipedia), Burn, baby, burn es, además del título de muchas canciones (la más reciente, creo, del grupo Ash) el eslogan de un locutor de radio norteamericano, Nathaniel Montague “el magnífico”; este eslogan se convirtió, en el verano de 1965, en el grito de guerra o la consigna-estrella de los sublevados del distrito de Watts, en los importantísimos disturbios (a veces llamados “raciales” —quizá algunos alemanes dirían volkish) de aquellas fechas. La gente lo quemaba todo, y no dejaban de echar leña al fuego. Como lo de Arde París tiene mucha tradición, los incendios le encantaron a Guy Debord, que vio en ellos una (otra) forma de potlach (la gente no robaba los televisores de las tiendas, los prendía fuego), como él mismo explica en El planeta enfermo
He dicho “sublevados”, y a lo mejor he exagerado. Tumultos, alborotos, revueltas, disturbios. Es menos que una sublevación, técnicamente hablando. Pero, ¿no puede ser, quizá, el modo de la sublevación allí donde la sublevación es imposible? Es decir, allí donde la sublevación está —o pretende estar— completamente codificada y “controlada” por el poder, según lo entiende Foucault. Disturbios locales, se dirá, pero también podrían ser puntos de resistencia que, si se conectasen, podrían alcanzar el grado de un “disturbio fundamental del presente”, de una perturbación global de la historia. (Como diría Ortega y Gasset), está por construir una verdadera teoría del disturbio. Después de 34 muertos y daños por valor de 40 millones (de dólares), el magnífico se asustó un poco (aunque no tenía nada que ver en el asunto, algunos titulares amarillistas le señalaban como “cabeza” o “instigador” de la revuelta) y cambió su eslogan por este otro: Learn, baby, learn (ay, ¿qué tendrá la educación que siempre es la solución?), una fórmula que después completaría Martin Luther King (Learn, baby, learn, so you can earn, baby, earn, que muy posteriormente compraron también las escuelas de negocios). Estas andanzas del Magnífico (y de lo que le rodeaba) explican la rima de la canción que Paul McCartney escribió en 1983 (o así, hablo de memoria), Pipes of peace, algunas de cuyas líneas he puesto en el frontispicio de este texto. Es muy posible que, llevados por los tópicos sobre McCartney, todos consideréis que es una cursilada, pero es una canción que se escribió para conmemorar la llamada tregua de Navidad de 1914 (sobre la que, como sabéis, se han escrito varios libros y hecho varias películas, la más reciente, creo, Feliz Navidad, en 2005, año en el que murió el último superviviente de aquellos sucesos, el escocés Alfred Anderson). No fue una tregua oficial, desde luego, sino un cese de hostilidades espontáneo que se produjo en varios lugares del frente occidental de la primera guerra mundial el 24 de Diciembre de 1914, principalmente en la tierra de nadie de las trincheras belgas, cuando los alemanes empezaron a cantar Stille Nacht y los escoceses respondieron tocando sus gaitas y acabaron intercambiando cigarrillos, whisky, chocolate, fútbol y fotografías de sus familias. Seguramente a esto tampoco se le puede llamar sublevación, ni en el sentido habitual de la palabra ni en el foucaultiano (porque el objetivo de aquellos soldados no era dar la vida por alguna causa, sino conservarla frente a todas, al menos por unos minutos), pero lo cierto es que a los mandos militares de los dos bandos les sentó peor que un tiro, y acordaron evitar fenómenos semejantes mediante el procedimiento —que siguieron a rajatabla en las navidades de los años de guerra siguientes— de bombardear las filas enemigas unos días antes de Nochebuena, para mantener alto el nivel de odio y de miedo y, en definitiva, la moral de combate. Algunos dirían que se trataba de una ilustración de la tesis de Carl Schmitt de que la enemistad política (elevada en este caso a su extremo militar, que es el propio) no es incompatible con la amistad personal, pero el caso es que, una vez que se hicieron amigos “en persona”, les resultó imposible volver a reanudar las hostilidades militares (o sea, políticas) —no encontraban el momento de volver a las armas— y sus superiores tuvieron que trasladar a las tropas que habían participado en el evento a otros frentes o incluso fuera del frente, a veces con consejo de guerra de por medio (¡Qué le vamos a hacer! La guerra no solamente es casi siempre una mierda, sino con frecuencia un auténtico coñazo). No creo que quepa calificar esto como “hecho histórico” ni que constituya una página especialmente gloriosa de la Historia Universal (sino todo lo contrario, como diría Foucault, es una interrupción de la Historia por parte de algo que le es extraño y ajeno, vaya usted a saber si será el aliento —a mí me gusta más aliento que soplo, aunque ya sé que los franceses son los maestros en el arte del soufflé— de la subjetividad). Y es posible que esto también sea una cursilada (lo que no parece es que sea ni una mierda ni un coñazo, pero tampoco estoy seguro). Pero vamos a lo nuestro.
NOTA 2
Como Foucault no especifica en ningún momento que esta idea obedezca a las peculiaridades de la sociedad iraní, parece en su artículo referida al “poder en general”, dando la impresión de que ese “derecho de muerte” es lo que subyace en el fondo a todo poder (incluso al moderno) cuando éste actúa “desnudamente” y sin otros revestimientos “jurídicos”, movido por la imprevisibilidad de los acontecimientos.
NOTA 3
La primera vez que Foucault, en su artículo, da esta definición, es la única que aparece en su texto la cuestión de la justicia. Dice que el sublevado «jette à la face d'un pouvoir qu'il estime injuste le risque de sa vie». Hablar de un poder que se estima injusto es, de algún modo, conceder que puede haber algún poder que se estime justo (y contra el cual, por tanto, no habría motivos para sublevarse), aunque esta cuestión desaparece totalmente en el resto del artículo, porque lo relevante de la sublevación, repito, no es que el poder contra el que se subleva sea injusto, sino que lo haga jugándose la vida. Lo cual es una forma muy artificiosa de estar aparentemente de acuerdo con Carl Schmitt en que esto de la política tiene que ver con matar y morir aunque, como ya he dicho en otros lugares, el modelo de Carl Schmitt es siempre el “Ministerio de la Guerra” (o “de asuntos exteriores”), mientras que el de Foucault es siempre el del conflicto entre súbditos y gobernantes (o sea, el del “Ministerio del Interior”, que como se sabe en Francia no es un Ministerio cualquiera). De todas formas, como luego veremos, en realidad el acuerdo con Carl Schmitt se acabará deshaciendo.
NOTA 4
He aquí, pues, lo que en otros lugares he considerado como la “escena originaria” de la filosofía política de Foucault (dicho agambenianamente): el enfrentamiento cuerpo a cuerpo del “poder soberano” y de la “vida desnuda” o el duelo de desigualdad manifiesta (“Máquinas y componendas”, en P. López y J. Muñoz (eds.), La impaciencia de la libertad. Michel Foucault y lo político, Madrid, 2000, pp. 23-84), sobre la que he vuelto en Esto no es música (“Fin”, Barcelona, 2007).
NOTA 5
Algunos recordaréis que, en Vigilar y castigar, Foucault sostiene que las ejecuciones públicas de las sociedades premodernas apenas ocultan su genealogía, procedente del “duelo” entre caballeros, aunque con el suplemento —que todo lo transforma— de que de un lado está el que todo lo puede (el poder de matar en persona) y del otro el que no puede nada (nada más que exhibir su poder de morir en persona). Ahí el poder se vuelve “físico”, cosa de cuerpos y, además, como ya he dicho, se convierte en duelo de desigualdad manifiesta.
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