Res no hi ha més útil per a l´home que l'home (Spinoza).



El Tratado Teológico-Político fue publicado a principios de 1670: apenas unos meses después de la muerte de Adriaan Koerbagh. Fue publicado sin mencionar el nombre de su autor y con un falso pié que indicaba su impresión en Hamburgo. pero pronto quedaron pocos que dudaran de que Spinoza el maldito era su autor y de que había sido editado en Amsterdam por el librero Jan Rieuwetsz. En las Provincias Unidas, en Alemania, en Inglaterra, en Francia... fue leído desde el mismo 1670 y, desde ese año, aparecieron refutaciones y panfletos escritos en su contra. El propio Spinoza -que ha trasladado su residencia a La Haya- no esconde, al menos inicialmente, su autoría. Así, en 1671 se ofrece a Leibniz para enviarle un ejemplar si aún no lo tiene y “si no le incomoda” (otra cosa pasará más adelante: cuando la Ética esté concluida no querrá que llegue a su poder); a pesar de ello en 1671 escribe a Jelles para impedir la publicación de una traducción de la obra al neerlandés: en 1667 Jan de Witt había conseguido un cierto grado de estabilidad frente a las críticas de los orangistas cuando la flota holandesa destruyó parcialmente la inglesa, pero un nuevo deterioro de la situación política entre 1671 y 1672 lo cambia todo. Los enemigos exteriores de Holanda calculan los avatares de las tensiones políticas y dan pasos para apoderarse de su potencial económico. De nuevo, por tanto, precaución en política interna: los partidarios de la casa de Orange mueven sus alianzas y juegan fuerte.

Francia e Inglaterra, que habían firmado en 1670 un pacto secreto para atacar simultáneamente los Países Bajos, deciden lanzarse a la conquista y, en 1672, declaran la guerra. Aunque la flota holandesa detiene a los barcos ingleses, no consigue frenar a las fuerzas francesas que avanzan a lo largo del Rin y ocupan en pocos meses la mitad del territorio de la República. La resolución de los conflictos se precipita: como de Witt temía, el ataque francés es aprovechado por el joven Guillermo de Orange y sus partidarios. Se producen revueltas y atentados diversos y, en uno de ellos, el 20 de agosto, Comelius y Jan de Witt son asesinados.

Guillermo hizo declarar nulo el decreto que suprimía el cargo de estalúder, se hizo investir como tal por Holanda, Zelanda y Utrecht, fue designado jefe militar tanto del ejército terrestre como de la marina de los Países Bajos y prosiguió la guerra contra ingleses y franceses (aliándose con España frente al rey de Francia en la fase final). Alguno de los biógrafos de Spinoza cuenta -dato incontrastable- que al conocer la noticia del asesinato de los de Witt quiso salir a las calles a pegar o colocar carteles expresando su rabia contra los que llamaba “ultimi barbarorum".

En cualquier caso, tras el derrumbe de la república en cuya supervivencia, mal que bien, cifraba la garantía de la libertad de expresión y de pensamiento, Spinoza debió sentir como perentoria la exigencia de precaución y cuidado (“caute”). Es fácil pensarle desde la imagen transmitida -de nuevo la historia mítica del personaje- por el relato biográfico: entregado al estudio y entreteniendo las horas en la contemplación de guerras entre moscas y arañas en la casa del pintor Van der Spyck en una de cuyas habitaciones se alojaba. Seguía puliendo lentes y acrecentando su fama en la materia, ya sin agobios financieros. Llevaba una vida frugal y austera y contaba con una pensión anual que heredase en 1667 a la muerte de su amigo Simón de Vries. Una vida, quizá, un tanto solitaria: a la muerte de de Vries y de Adriaan Koerbagh se añade en septiembre de 1672 -año desastroso para Spinoza, como para la misma República- la de Johann Koerbagh. Van den Enden se ha trasladado a París, donde ha abierto nueva escuela (y, quién sabe si también el camino que le llevará a la Bastilla y a la horca) y de los viejos amigos sólo parecen quedar Jaris Jelles y Lodewyk Meyer (el médico que le atendió en las últimas fases de la enfermedad que le llevaría a la muerte). Algún documento parece sugerir que quizá intentase a principios de 1673 conseguir asilo en la ciudad Toscana de Livorno, pero lo que es seguro es que en febrero de ese mismo año rechazó un ofrecimiento formal del elector palatino para enseñar filosofía en la Universidad de Heidelberg arguyendo que no quería de ningún modo restringir o comprometer su libertad de filosofar. Es muy probable que siguiera contando con buenos contactos entre gentes influyentes, como permite colegir la carta que en 1675 envía al joven Albert Burgh para reprocharle su conversión al catolicismo y el dolor provocado con ello a su familia, o un extraño viaje a Utrecht, en 1673, en plena guerra, al mismísimo cuartel general de las tropas del gran Condé por invitación de Stoupe (que había hecho referencias críticas al TTP en una colección de cartas que publicó con el título de La religión de los holandeses): parece que algunos holandeses le habrían acusado de traición al enterarse de tal visita... aunque no parece haber sido molestado por las autoridades por esa cuestión.

Sea como fuere, Spinoza permanece en La Haya y sigue trabajando: contestando cartas que ahora no preguntan tanto por Descartes como por el TTP, preparando -sin duda- nuevas impresiones de la obra (en 1672 apareció una segunda edición y, desde 1673, empieza a ser publicada con títulos falsos) y, sobre todo, completando la redacción inacabada de la Ética.

El desarrollo del TTP no sólo ha permitido a Spinoza intervenir desde una perspectiva militante en la disputa política que sacude las Provincias Unidas sino que, haciéndolo, le ha proporcionado un laboratorio teórico en el que poner a prueba la capacidad explicativa de la tesis inmanentista sobre los asuntos humanos: frente a la concepción metafísico-confesional que entiende al hombre desde la primacía de un plan de Dios y también frente a ese pensamiento liberal que sustituye la ley divina por el nuevo absoluto laico de la razón, entendida como esencia común a todos los hombres que, por eso, debe convertirse en norma de actuación y en fundamento del derecho (primacía de la racionalidad que. aunque no como fundamento de la ley, funcionaba en último término también en Hobbes como determinante del pacto. Es la razón la que aconseja pactar y es el pacto el que -al romper con la situación de naturaleza- termina con la irracionalidad del estado de guerra).

A lo largo del TTP asistimos al despliegue de las dinámicas constituyentes de la cooperación: los seres humanos componen sus fuerzas “sean bárbaros o cultos” para sobrevivir más fácilmente. Aunque en este tratado la multitud de los hombres que cooperan es presentada casi siempre como “vulgo”, como fuerza -reactiva- a la que es preciso hacer obedecer para salvaguardar la supervivencia de la sociedad, no por ello deja de ser cierto que ese “vulgo” es el mismo que. cooperando para sobrevivir, ha dado origen a la asociación humana que despuésestablece un pacto para guiar racionalmente los asuntos comunes; el pacto no es, pues, constitutivo de sociedad: la sociedad existe ya cuando sus miembros pactan establecer el mecanismo que mantenga su existencia más eficazmente; y existe ya porque desde la exigencia “natural" de buscar la supervivencia, los hombres cooperan unos con otros: no porque la socialidad forme parte de la naturaleza humana, sino porque uniendo las fuerzas de cada uno con las de los demás los hombres consiguen aumentar su potencia (común) de actuación.

El análisis racional nos muestra que los hombres han formado la sociedad siguiendo al hacerlo una exigencia natural, pero eso no significa que el hombre sea un “ser social por naturaleza” ni que sea la razón la que mueva a la cooperación y la socialidad... o la que determine las formas institucionales que ésta pueda adoptar en cada momento. No es un cálculo racional el que mueve a los hombres a cooperar sino el despliegue inmanente de las leyes naturales que les exigen buscar la supervivencia. La racionalidad no es, por tanto, la norma natural de conducta: es en todo caso, una estrategia que aporta a la exigencia natural un mayor grado de eficacia. E insistir en esto nos permite entender la novedad radical de una presentación que introduce en el centro de la reflexión la afirmación del carácter productivo (y productivo de realidad humana, de sociedad) de las dinámicas de la imaginación, porque el encuentro natural y fortuito con el orden del mundo, sin necesidad de que la razón nos lo diga, exige buscar la cooperación para sobrevivir. Nos permite también entender que no es un simple recurso retórico la presentación en nada negativa que el TTP hace de la religión pese a la clara apuesta anticonfesional que Spinoza ha hecho a lo largo de su obra (y de su vida): el discurso de la religión no es una mentira -difícilmente podría serlo, puesto que carece de contenido- ni su función es el engaño, sino un mecanismo (un mecanismo privilegiado) por el que la sociedad da forma imaginaría a su cohesión permitiendo la garantía de su permanencia; la religión, vale decir, es un dispositivo teológico-político de identidad colectiva. Otra cosa son los efectos (también ideológico-imaginarios) que induce: discurso para el vulgo, adaptado al vulgo y generador de dinámicas de subjetividad que (re)producen la existencia del vulgo como vulgo (que determinan, esto es, la existencia de los hombres como súbditos de las supremas potestades)... y que, en este sentido, (re)producen la precariedad del lazo social dejando siempre abierta la puerta al funcionamiento de las tendencias disgregadoras: por eso los ritos y ceremonias deben ser regulados por el Estado, y éste debe permanecer atento a las prédicas de los pastores y a las disensiones que pueden provocar aparentando motivos religiosos. Otra cosa, también, es su eficacia: no permite por sí misma la supervivencia de la sociedad sino que debe ir acompañada de la dirección racional de los asuntos públicos, la racionalidad de los cálculos de las supremas potestades y (también por eso) que no ordenen cosas absurdas.

El TTP ha introducido una vía novedosa de análisis por la que la distinción entre la imaginación y la razón como dos formas distintas de conocimiento, se ve claramente matizada: en los márgenes del razonar “more geométrico” una nueva consideración (no excluida de él. pero sí surgida fuera de sus dominios) se impone sobre el proyecto inicial de la Ética (hablar sobre Dios, sobre la relación de las cosas con su causa primera y sobre el conocimiento) y provoca una nueva entonación discursiva. No un cambio de dirección, porque en las perspectivas nuevas no hay contradicción con lo dicho, pero sí una ampliación del ámbito de la mirada: no ya una mera filosofía sino una filosofía consciente de ser, además, otra cosa: de no tenerse que medir sólo con la razón sino, fundamentalmente, con aquella imaginación cuya necesidad el entendimiento parecía poder conjurar. Por eso, a partir del TTP, el tratamiento y el análisis de la razón y de la imaginación no seguirá el camino de la distinción cognoscitiva sino el de sus consecuencias prácticas, sus efectos constituyentes.

No se trata, ciertamente, de una novedad absoluta. Entre 1664 y 1665, en su correspondencia con Pieter Balling y con Guillermo Blyenbergh, Spinoza tomaba ya nota del carácter no meramente cognoscitivo de la cuestión: en la carta a Balling (recogiendo algo que -con otras palabras- estaba también en la proposición 36 del libro II), para intentar explicar efectos puramente imaginarios como los presagios, Spinoza aludía al modo en que la imaginación “concatena y conecta entre sí sus imágenes siguiendo un determinado orden, como hace el entendimiento en sus demostraciones” y en la correspondencia que mantiene con Blyenbergh vemos a Spinoza reconocer la irreductibilidad de la mirada confesional ante los argumentos racionales y, así, caer en la cuenta de la impotencia de la razón frente a las dinámicas de la imaginación, de la incapacidad, por tanto, de la racionalidad para “reformar” el entendimiento y suprimir el error.

No hay contradicción entre la temática abierta en el TTP y lo que se señalaba en el libro II, pero el peso de la nueva perspectiva es tal que, a partir del libro III, la Ética parece cambiar radicalmente de objeto y, abandonando la perspectiva metafísica, se adentra en la consideración de asuntos más estrictamente éticos que aquellos que venían exigidos por la necesidad de exponer una filosofía propia, distinta y diferenciada de la metafísica cartesiana.

El prefacio del libro III parte de la negativa a considerar al hombre al margen de las leyes de la naturaleza, cual imperium in imperio, y de la exigencia de entender su actuación a partir de esas leyes y reglas universales. Explícita, además, una apuesta programática de primer orden: “trataré de la naturaleza y fuerza de los afectos, y de la potencia del alma sobre ellos, con el mismo método con el que en las partes anteriores he tratado de Dios y del alma, y consideraré los actos y apetitos humanos como si fuese cuestión de líneas, superficies o cuerpos”; un espectacular afincamiento en la inmanencia explicativa donde el discurso había establecido ya la inmanencia ontológica. Siguiendo el camino que el libro II había dejado establecido, Spinoza asienta el discurso en la corporalidad de lo real: el cuerpo humano puede ser afectado de muchas maneras por las que su potencia de actuación puede aumentar, disminuir o permanecer inalterada.

Spinoza llama afectos a los efectos que producen en el hombre los “encuentros” que tiene el cuerpo humano con los cuerpos exteriores. En la clave compositiva que se ha desarrollado en los lemas físicos del libro II, cada uno de esos encuentros o “choques” produce un efecto en el cuerpo (induciendo una “composición” o una “des-composición”) en cuya virtud aumentará o disminuirá su potencia de actuar y generar, a su vez, efectos. Si podemos ser causa adecuada de alguna de esas afecciones, dice Spinoza, la consideraremos una acción y si sólo podemos ser su causa inadecuada o parcial la consideraremos una pasión. La diferencia entre acciones y pasiones tiene que ver, entonces, con el grado en que podamos ser, por nosotros mismos, la causa de una afección del cuerpo. Y esa misma diferencia es la que cabe establecer entre obrar y padecer, obramos cuando en nosotros o fuera de nosotros ocurre algo de lo que somos causa adecuada (que puede entenderse clara y distintamente en virtud de nuestra sola naturaleza) y padecemos cuando de eso que ocurre somos sólo causa parcial. Actuamos, por tanto, cuando somos -en virtud de nuestra sola naturaleza- causa de algún efecto, de algo que ocurre, y padecemos o estamos sometidos a la fuerza de los afectos en los demás casos. Partes de la naturaleza que somos, sometidas en todo a las leyes de la naturaleza, la consecuencia es clara: “el hombre está sujeto siempre, necesariamente, a las pasiones, y sigue el orden común de la naturaleza, obedeciéndolo y acomodándose a él cuanto lo exige la naturaleza de las cosas” (Ética,IV, prop. 4. cor.).

El hombre está sujeto al orden de la naturaleza y, por ello, también a las pasiones. Y sin embargo, el hombre actúa y de su actuación se siguen efectos. Efectos de los que quizá sea causa adecuada y de los que seguramente será causa inadecuada: dependerá de hasta qué punto tenga la suficiente potencia, de hasta qué punto pueda originarlos por sí mismo. Pero, si la actuación humana sigue en todo el orden de la naturaleza ¿es posible pensarla al margen de la pura pasividad reactiva, al margen del puro determinismo mecánico? ¿Es posible pensar la actividad humana como actuación efectiva? No, desde luego, si el modelo desde el que medimos la actividad es el del libre albedrío o el del dominio de la mente sobre el cuerpo. No, desde luego, si entendemos las pasiones como impotencia que ofende a la dignidad humana, como mal que una vida moral debiera conjurar. Las pasiones son un determinado modo de ser afectado el cuerpo y, en tanto que tales, se siguen de la necesidad de la naturaleza y no hay en ellas nada de negativo. ¿Es posible, en todo caso, no moverse arrastrado por la necesidad de las causas exteriores? ¿Es posible un ámbito de actuación en el que el hombre no esté constreñido a la más absoluta de las impotencias? Porque lo realmente importante, lo decisivo, es la posibilidad de eliminar la servidumbre o la impotencia: no una supuesta dignidad del alma (pensada como libertad o indeterminación y por encima del orden de lo real) ni el dominio absoluto de las pasiones, sino la potencia del cuerpo (y de la mente, va de suyo), su capacidad para generar efectos: la capacidad de sobreponerse a las necesidades y de garantizar la supervivencia: poder -poder hacer- más cosas. El hecho es, dice Spinoza, “que nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede el cuerpo” (Ética, III. prop. 2, esc.).

Aumentar nuestra potencia: la potencia de nuestro cuerpo, que es también, necesariamente y al mismo tiempo, de nuestra mente (“la idea de todo cuanto aumenta o disminuye, favorece o reprime la potencia de obrar de nuestro cuerpo, a su vez, aumenta o disminuye, favorece o reprime, la potencia de pensar de nuestra mente”; Ética, III, prop. 11) pasando entonces a tener una mayor perfección. Y para referirse a esa modificación de la potencia Spinoza introduce unos conceptos que utilizará ampliamente: alegría, dice, es toda pasión por la que el alma pasa a una mayor perfección; tristeza es aquella por la que pasa a una perfección menor; además, estableciendo un hilo de continuidad que no puede pasar inadvertido a quien haya leído la obra de Epicuro, Spinoza aclara que cuando es referido a la vez a la mente y al cuerpo el afecto de alegría se denomina regocijo o placer y el de tristeza se llama melancolía o dolor. La actuación humana se despliega entonces como un intento de escapar al dolor para lograr el placer. Deseo, pues, de evitar los dolores y búsqueda del placer: persecución de aquellos encuentros -corporales, físicos- que aumenten la potencia del cuerpo, que generen afectos alegres. Una ética materialista: actuamos para satisfacer nuestras necesidades. Una ética de la que quedan excluidos los absolutos (las nociones de Bien y Mal son sustituidas -y no es sólo un cambio semántico- por las de bueno y malo) y en la que las pasiones no son entendidas como el peligro a conjurar sino como la materia con la que se teje nuestra vida. Una ética que atiende al despliegue inmanente de nuestra actuación y que muestra la complejidad de lo humano como resultado de su actuación efectiva.

Una ética sin mistificaciones en la que, excluidos los prejuicios antropocéntricos y la centralidad temática de supuesto problema del libre albedrío, Spinoza muestra dos vías por las que el hombre acomete la exigencia de aumentar su potencia de actuación y, así, liberarse de la servidumbre: una que recorre los caminos de la guía de la razón y otra que se detiene a considerar el carácter “pasional” de los afectos; no dos vías que se excluyen sino que confluyen necesariamente.

Decíamos mis arriba que el “mecanismo” de composición de los individuos no puede ser entendido en Spinoza en clave puramente mecánica, que las cosas naturales se relacionan unas con otras y afectan unas a otras según una causalidad que no es meramente lineal y, así, que la totalidad de lo real tiene que ser entendida como una complejidad cuyas regularidades puede conocer el entendimiento pero que no se reduce a regularidades ni se puede pensar como simple efecto: siendo efecto, es también variabilidad y productividad absoluta: de todo cuanto existe se siguen efectos: todo cuanto existe expresa la potencia de lo real (la potencia de Dios) y su existencia, en consideración de su naturaleza misma, tiene además (Ética, II, def. 5) una duración indefinida.

Insertas en la totalidad de lo real, dice Spinoza, las cosas que existen siguen existiendo y actuando mientras alguna causa exterior a ellas no las destruya; y esa “perseverancia en el ser” es la primera expresión de su potencia de generar efectos. Nada hay en las cosas singulares en cuya virtud puedan ser destruidas. y por eso sólo pueden ser destruidas por cosas exteriores: “cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en el ser” (Ética, III, prop. 6). Este conatus -la palabra latina que traducimos como “esfuerzo”- no es la expresión de algún tipo de intención o voluntad pensada al margen del orden de lo real, sino la esencia misma de cada cosa, su carácter productivo o generador de efectos: potentia sive conatus (potencia o esfuerzo) dice Spinoza. También en el hombre: en él ese esfuerzo se llama voluntad cuando lo referimos a la mente y apetito cuando lo referimos al mismo tiempo a la mente y al cuerpo; apetito... o deseo (porque deseo -señala nuestro autor- es el mismo apetito cuando está acompañado de la conciencia del mismo).

El deseo, pues, es la esencia del hombre: una tendencia a conservar la existencia que se sigue “naturalmente” de nuestra inserción en la totalidad de lo real y que se afirma siempre frente a las causas exteriores que pueden acabar con nuestra vida. Somos, pues, afirmación de nuestro propio ser en resistencia frente a las cosas exteriores con las que “chocamos” y que pueden acabar con nosotros; y somos además conscientes tanto de esa precariedad de nuestro existir cuanto de nuestro afán por seguir existiendo. Nuestra vida se despliega siempre, por eso, como una estrategia en cuya virtud intentamos proveemos de todo cuanto pueda aumentar nuestra capacidad de supervivencia y actuación -a lo que llamamos bueno- y apartar cuanto la disminuya -a lo que llamamos nudo-. Y lo hace “naturalmente”: una estrategia del conatus (tomo la expresión de Laurent Bove) por la que buscamos siempre, como decía el TTP, el bien propio. Una estrategia que tendrá mayor o menor éxito, que será más o menos efectiva, en función de la potencia con la que resistamos a la del mundo o consigamos componerla con la nuestra para aumentarla, pero que, en cualquier caso, se manifestará siempre produciendo efectos que dan forma a nuestro mundo (transformando el mundo físico o articulando relaciones interhumanas).

En el libro II, Spinoza señalaba que cuando conocemos a partir de ideas adecuadas nuestra mente se determina por sí misma. En este mismo sentido, cuando seguimos el sólo dictamen de la razón, la causa de los afectos que nuestra actuación provoca debe ser atribuida a nuestra naturaleza y, desde ese punto de vista, esos afectos no serán pasiones sino acciones.

En la Ética se habla de los afectos que son acciones. Todos ellos, dice Spinoza, remiten a la alegría y al deseo y se caracterizan por la fortaleza de la mente que se esfuerza en conservar su ser por el sólo dictamen de la razón: tienen la ventaja de aumentar siempre nuestra potencia de actuación... aunque sólo fuera porque se formulan a partir del conocimiento del orden de lo real y, así, permiten el cálculo de las causas y efectos de las distintas actuaciones. Cuando actuamos según la guía de la razón, efectivamente, buscamos componemos -con conocimiento de causa, cabría decir- con aquello que aumenta nuestra potencia y evitamos lo que la disminuye... y lo hacemos más eficazmente que en ausencia de ese conocimiento (por ejemplo, evitando los venenos y procurándonos alimentos beneficiosos para el cuerpo o, en otro orden de cosas, evitando insolaciones excesivas u otras situaciones de peligro). En la medida en que la mente entiende las cosas como necesarias (Ética, V, prop. 6) tiene un mayor poder sobre los afectos y padece menos por su causa y si, además, se entiende también a sí misma -y no sólo las cosas exteriores-, de manera clara y distinta, en el marco del orden de relaciones que es la totalidad de lo real, puede calcular de la manera más eficaz y alcanzar el mayor grado de perfección en el conocimiento de nuestra pertenencia al orden de la totalidad de lo real: en eso se cifraría el amor Dei intellectualis que caracteriza el tercer género de conocimiento, la ciencia intuitiva, del que hablaba Spinoza en el libro II y cuya potencia muestra el libro V de esta manera: el goce de la ciencia, podríamos decir, que permite la máxima potencia de liberación frente a la servidumbre y que, más allá de esa consideración, Spinoza inserta en una cierta perspectiva de eternidad en tanto que nuestra mente, si la consideramos sin relación a la existencia del cuerpo -eso dice el escolio de la prop. 40 del libro V, pero sabemos que tal posibilidad sólo existe como abstracción o como recurso retórico-, es un modo eterno del pensar y es, en ese sentido, también eterna.

Pero la razón tiene su origen en el mismo esfuerzo por perseverar en el ser al que se aplica el hombre movido por las pasiones. Ya lo señalaba el libro II al advertir que el proceder de la mente es tan natural y tan legítimo cuando imagina como cuando conoce.

Es posible dirigir las acciones por la sola guía de la razón del mismo modo que el conocimiento racional es posible (y Spinoza sigue pensando ese amor intelectual a Dios como ideal de vida del sabio), pero la mayor parte de las veces los hombres se relacionan con las cosas exteriores en el orden fortuito en el que éstas Ies afectan: sometidos a la facticidad de los encuentros y, así, imaginando. Y por eso, el libro III de la Ética, que tiene por objeto explícito tratar “del origen y naturaleza de los afectos”, no se limita a enumerarlos o a ensayar una posible clasificación sistemática: el orden de la exposición geométrica, en sus demostraciones, corolarios y escolios, no deja de señalar, en primer lugar, que la mayor parte de los afectos dependen de la manera en que el cuerpo es afectado por los cuerpos exteriores y, además, que esos afectos producen un aumento o disminución de nuestra potencia y que lo hacen induciendo una determinada constitución de la subjetividad humana. Los “encuentros” que afectan a nuestro cuerpo son motivos por los que nuestra mente produce imágenes e ideas, pero, además y fundamentalmente, son otros tantos elementos desde los que se construye nuestra subjetividad: no de manera mecánica (porque en el encuentro de un cuerpo exterior con el nuestro se producen efectos que son distintos en función de la naturaleza del cuerpo exterior y, también, de la disposición de nuestro propio cuerpo: las cosas exteriores no afectan a todos por igual ni afectan igualmente en cualquier circunstancia) pero sí de forma efectiva. Una subjetividad construida que, además, es subjetividad que genera efectos: desde ella buscaremos lo que imaginamos nos afecta de alegría y pretenderemos alejarnos de cuanto imaginamos nos afecta de tristeza. 

Como el hombre es una parte de la naturaleza y como, además, necesariamente, la potencia de la naturaleza es superior a la nuestra, estamos sujetos a las pasiones. Una sujeción que no puede ser evitada y contra la que la misma razón, en tanto que razón, nada puede: no sólo porque el orden de la imaginación sea irreductible ante los razonamientos sino porque un afecto que es causado por la presencia insoslayable de una cosa con la que nos hemos “encontrado” sólo puede ser reprimido o suprimido por otro “encuentro” que sea contrario y más fuerte que aquél. Sólo si una causa (física, corpórea) provoca en nosotros un afecto mayor, más fuerte y de sentido contrario al que inducía nuestra impotencia podremos alcanzar una perfección mayor y aumentar nuestra potencia. 

En este punto -y no es casual porque es en la reflexión política donde Spinoza ha construido esta perspectiva (no en vano se ha dicho que la Ética está construida more político más que more geométrico) en la Ética se produce un retomo a las temáticas que se abordaron en elTTP. 

La “servidumbre” -tal como señala el prefacio del libro IV- consiste en nuestra impotencia para intervenir sobre la fuerza de los afectos, de modo que vivimos bajo la jurisdicción de la fortuna y, aún viendo qué es lo mejor, nos sentimos obligados a hacer lo peor. Frente a ella, se trata de conseguir una mayor potencia del cuerpo. Encontrar el modo de poder más cosas contra la potencia del mundo exterior: componer nuestro cuerpo con otros cuerpos. Componerlos en sentido estricto: por ejemplo, alimentándonos (a este respecto, Ética, IV, cap. 27) pero también abandonando la esfera puramente individual en la que la reflexión hasta ahora se venía moviendo, esto es, formando con otros hombres un individuo compuesto: “hay muchas cosas fuera de nosotros que nos son útiles y que, por ello, han de ser apetecidas. Y entre ellas, las más excelentes son las que concuerdan por completo con nuestra naturaleza. En efecto: si, por ejemplo, dos individuos que tienen una naturaleza enteramente igual se unen entre sí, componen un individuo doblemente potente que cada uno de ellos por separado. Y así, nada es más útil al hombre que el hombre; quiero decir que nada pueden desear los hombres que sea mejor para la conservación de su ser que el concordar en todas las cosas, de suerte que las mentes de todos formen como una sola mente, y sus cuerpos como un solo cuerpo, esforzándose todos a la vez, cuanto puedan, en conservar su ser, y buscando todos a una la común utilidad" (Ética,IV, prop. 18, esc.). 

Siguiendo la estrategia del conatus (no, por tanto, porque lo dictamine la razón, sino de manera totalmente “natural”), el hombre busca lo que le es útil... y nada es más útil al hombre que el hombre: nada pueden desear los hombres que sea mejor para aumentar su perfección que componer la fuerza de sus cuerpos y la potencia de sus mentes concordando en todas las cosas (como un sólo cuerpo, como una sola mente) y siendo juntos doblemente potentes. Ningún espacio es más apto para el aumento de la potencia, de ninguna forma puede el hombre ser más libre, que en sociedad. Y por eso los hombres se aplican a construirla y a conservarla. 

En algún momento, el desarrollo de la argumentación de la Ética parece arrastrar a Spinoza a establecer una restricción por la que sólo mediante la guía de la razón llegan los hombres a establecer una sociedad (a fundar, pues, en la racionalidad el origen de la relación social), pero el escolio de la proposición 35 del libro IV excluye esa posibilidad de lectura y reintroduce los presupuestos con los que trabajaba el TTP afirmando nuevamente la raíz antropológica común de los procedimientos racionales e imaginarios: como lo que no tiene nada en común con nuestra naturaleza no se puede componer con nuestro cuerpo y nos resulta perjudicial (la ingesta de veneno, por ejemplo, a diferencia de los alimentos que sí son compatibles con nuestro cuerpo), para que algo nos resulte bueno (para que algo pueda producir un aumento de nuestra potencia) es preciso que tenga algo en común con nosotros y, como los hombres sujetos a las pasiones y sometidos a unos afectos que no dominan, no sólo son volubles e inconstantes sino que pueden ser contrarios entre sí, la proposición 35 establece que sólo en la medida en que viven bajo la guía de la razón -en la medida en que actúan en virtud de las leyes de su naturaleza- los hombres concuerdan entre sí de manera continuada (sólo en la medida en que viven bajo la guía de la razón concuerdan siempre). Pero la razón no es ni una facultad ni un previo de la naturaleza humana: cuanto más busca el hombre su propia utilidad y más se esfuerza en conservarse, cuanto más busca su propio interés, tanto más dotado está para actuar según las leyes de la naturaleza y para vivir racionalmente (Ética, IV, prop. 35, cor. 2). La vía de la razón y la vía de la imaginación, por tanto, confluyen necesariamente como formas del mismo esfuerzo por perseverar en el ser... y su diferencia en tanto que formas distintas de conocimiento se hace irrelevante a la hora de entender la actuación constituyente de la naturaleza humana. La centralidad del discurso gnoseológico se ha diluido totalmente poniendo en primer plano la reflexión sobre las dinámicas del conatus, y la razón deja de ser entonces el punto central en el que se apoya el desarrollo del discurso: pierde los privilegios y la superioridad que tiene en las filosofías que piensan el conocimiento como el ámbito por excelencia de lo humano y deja de entenderse como una facultad fundante. Es el cuerpo el que ocupa ese lugar: su potencia y el esfuerzo por perseverar en el ser en el que consiste su esencia: las dinámicas de la constitución material de la realidad se elevan al primer plano de la dignidad filosófica. La posibilidad del conocimiento racional arranca del aumento de la perfección que se produce en la búsqueda del útil propio, una mayor perfección cuya norma está en la composición con otros cuerpos por la que son posibles las nociones comunes: la racionalidad es resultado de esa estrategia del conatus que se procura afectos alegres y sólo es superior a la imaginación en función de su mayor eficacia. 

Sucede raramente que los hombres vivan según la guía de la razón y, con todo, difícilmente pueden soportar la vida en soledad. Los hombres, para resistir la potencia exterior que puede acabar con su vida, cooperan. Hasta los bárbaros -era la fórmula del TTP- cooperan: y forman una sociedad para poder más, para ser libres: “ríanse cuanto quieran los que hacen sátira de las cosas humanas, detéstenlas los teólogos y alaben los melancólicos cuanto puedan una vida inculta y agreste, despreciando a los hombres y admirando a las bestias; no por ello dejarán de experimentar que los hombres se procuran con mucha facilidad lo que necesitan mediante la ayuda mutua, y que sólo uniendo sus fuerzas pueden evitar los peligros que los amenazan por todas partes” (Ética, IV, prop. 35, esc.). Si los hombres fueran sabios la vida cooperativa se llevaría a cabo de manera totalmente natural y en ella se combinaría tanto la persecución del útil propio como la del bien común, pues ambos vienen a lo mismo. El bien que apetece para sí el que sigue la virtud, el que obra, vive o conserva su ser bajo la guía de la razón, lo deseará también para los demás hombres... y pondría en obra su derecho natural sin daño alguno para los demás; pero como los hombres están sujetos a afectos que superan con mucho la potencia o virtud humana se ven continuamente arrastrados en distintos sentidos y eso les lleva a ser contrarios entre sí a pesar de necesitar de la ayuda mutua. Para evitarlo es preciso que cedan su derecho natural y se presten recíprocas garantías (que realicen un pacto, aunque Spinoza no menciona expresamente esa figura en la Ética) de que no harán nada que pueda dar lugar a un daño ajeno. Y para asegurar la continuidad de la sociedad así formada ésta detentará el derecho de dictar leyes y garantizar su cumplimiento, determinando qué es justo o injusto y estableciendo cuanto sea preciso para garantizar la concordia: tanto para quienes son arrastrados por las pasiones (cuya obediencia debe ser garantizada utilizando los medios más eficaces, el temor y la esperanza) como para quienes se guían por los dictados de la razón (que obedecerán las leyes sin necesidad de constricción legal porque saben que es lo mejor y lo más útil). 

El vulgo, ciertamente, es terrible cuando no tiene miedo; por eso debe ser conducido para que viva según la guía de la razón, esto es, para que sea libre y disfrute de una vida feliz (Ética, IV, prop. 54, esc.), mientras que el sabio se conduce él sólo por esa misma senda. La Ética termina precisamente marcando esta diferencia (Ética, V, prop. 42. esc.): "es evidente cuánto vale el sabio y cuánto más poderoso es que el ignaro, que actúa movido sólo por la concupiscencia. Pues el ignorante, aparte de ser zarandeado de muchos modos por las causas exteriores y de no poseer jamás el verdadero contento del ánimo, vive, además, casi inconsciente de sí mismo, de Dios y de las cosas, y, tan pronto como deja de padecer, deja también de ser. El sabio, por el contrario, considerado en cuanto tal, apenas experimenta conmociones del ánimo, sino que, consciente de sí mismo, de Dios y de las cosas con arreglo a una cierta necesidad eterna, nunca deja de ser, sino que posee el verdadero contento del ánimo”. 

Ius sive potentia 

Entre el TTP y la última fase de la redacción de la Ética, la filosofía de Spinoza se ha encontrado con la centralidad de la cuestión política; no sólo como uno de los campos de reflexión posible sino como el ámbito de reflexión por excelencia. Es cooperando -es en sociedad- donde el hombre puede alcanzar la libertad y vencer la servidumbre, porque el hombre sólo puede limitar la impotencia y llevar una vida feliz (conjurar el dolor y construir el placer y la alegría) articulando con otros hombres la potencia colectiva. 

Pese a esta constatación -paradoja sólo para quien quiera soñar un mundo idílico- Spinoza ha vivido y pensado la política como campo de batalla: ante él han pasado los ejércitos contendientes y ha visto el dolor y la sangre: no podía ser de otro modo. Los bárbaros que imponen mediaciones a la socialidad y coartan el despliegue de su potencia -sean de los últimos o de los primeros- no son sólo enemigos de la paz y de la libertad sino también de la vida misma; pero de nada sirve enojarse por ello o dejarse arrastrar por la ira -pasión triste que conduce a la impotencia-: es preciso profundizar en el conocimiento de las cosas, conocer la necesidad con la que ocurren y acaso, para otra oportunidad, hacer mejor los cálculos que permitan anular la pulsión de muerte que aquellos propagan y azuzan. 

Cuando en 1675 Spinoza dio por cerrada la redacción de la Ética, pensaba aún en publicarla. En junio le anuncia a Oldenburg que está lista para la imprenta y en julio viaja a Amsterdam para ver si la publicación es finalmente posible. Inmediatamente desiste: se impone la precaución y, también, seguramente, se calcula la ineficacia de la apuesta. Poca opción queda pura una mirada republicana (Spinoza sabe ya -es indudable- de la ejecución de van den Enden y del desastre en que ha desembocado su loco plan -quizá la última esperanza, articulada con intrigas, espionajes y cálculo de la correlación internacional de fuerzas- para instaurar una república democrática en Bretaña). En julio los tribunales de Holanda condenan formalmente el TTP (junto al Leviathán y la Filosofía intérprete de la Sagrada Escritura que Meyer publicó anónima en 1667). Sólo queda el conocimiento: al fin y al cabo otra forma de aumentar la potencia propia. Salvo el paréntesis de la carta a Albert Burgh de enero de 1676, de nuevo a vueltas con Descartes, con el espacio y con el rigor de las demostraciones en las cartas que cruza con Tschimhaus; a vueltas también con la racionalidad y la Escritura en las que cruza con Oldenburg. Inicia entonces la redacción del Tratado Político

Nada tiene de extraño que después de la Ética Spinoza vuelva al campo de la teoría política; que vuelva cuando la cuestión no necesita ya ser planteada desde la urgencia del texto militante: eso, precisamente, permitirá sistematizar el contenido teórico del discurso; también reformular algunos aspectos cuya consistencia se ha descubierto precaria por el camino, dependiente, precisamente, de las urgencias de la redacción primera. Señalaremos básicamente dos... en cuya matización se juega buena parte de la precisión teórica que Spinoza busca, porque hay un cierto desajuste entre algunas de las cosas que se han escrito en el TTP y el resultado general al que conducen los desarrollos políticos de la Ética. Es hora de hacer precisiones: una tiene que ver con el tratamiento que Spinoza dio en el TTP -y en parte también en la Ética- al vulgo; y otra apunta en dirección a Hobbes: las dos vienen a confluir sobre el mismo asunto... porque la necesidad de matización procede del mismo sitio. 

En la Ética, decíamos, más claramente que en el TTP (de cuyo impulso se nutre, pero cuyo grado de complejidad teórica supera) Spinoza ha rastreado las dinámicas constituyentes de la acción humana y ha venido a descubrir el carácter productivo y estructurante de la subjetividad (de la imaginación): tanto la de aquellos que siguen la guía de la razón como la de quienes son movidos por las pasiones. Ese carácter productivo sigue la ruta “natural” del conatus: buscando la cooperación para garantizar la supervivencia. A este respecto, la diferencia entre el sabio y el ignorante estriba sólo en el modo en que cada uno obedece la norma que exige mantener la sociedad y no hay ninguna superioridad (moral ni de ningún tipo) de uno sobre el otro. Ambos forman parte, con los mismos títulos, de la multitud que coopera y une sus fuerzas. Es cierto que la obediencia de quien se mueve por las pasiones exige leyes y sometimiento y es cierto también que los mecanismos privilegiados por los que éste se genera siguen contando con la eficacia de la imaginación (porque el vulgo, voluble e inconsciente por definición, es temible cuando no tiene miedo), pero la insistencia del TTP en el carácter fundamentalmente disgregador de esa “masa" de hombres venía determinada por la forma en que Spinoza la identificaba con las masas seguidoras del calvinismo orangista. Cuando la perspectiva teórica se impone al impulso militante esa identificación deja de tener sentido y lo fundamental es la consistencia cooperativa y generadora de sociedad en la que consiste. En el TP, por eso, Spinoza no hablará ya de vulgo sino de multitud (multitudo) y ésta será presentada desde esa consideración productiva y constituyente.

Por ese mismo carácter necesariamente cooperativo de la multitud y porque en la Ética el modelo de la cooperación es el de la composición que origina un individuo compuesto (como una sola mente, como un solo cuerpo), Spinoza tiene que prestar un cuidado especial al modo en que se piensa la composición y, sobre todo, la composición de potencias que comporta. Precisamente porque el reverso de su concepción política, el Leviathán hobbesiano, ha hecho -mucho más que el De cive- un particular uso de esa misma cuestión: marcándolo desde el dibujo mismo que aparece en la portada de la obra, Hobbes ha entendido la sociedad surgida del pacto como un individuo (artificial: construido por los hombres) que acapara todo el poder al que los súbditos han renunciado en el pacto. Decíamos ya que en el TTP se habla de pacto y que en él aparece una cesión de derecho que no comporta renuncia al mismo. En el TP Spinoza radicaliza y da coherencia a su propia concepción haciendo desaparecer la teoría del pacto (no hay en el TP pacto de ningún tipo) y eliminando las referencias a cualquier cesión de derechos. En la muy citada carta 50, en 1674, respondiendo a una pregunta de Jelles. Spinoza explícita ya hasta qué punto es consciente de la distancia que en esa cuestión le separa de Hobbes (“en lo que concierne a la política, la diferencia entre Hobbes y yo, por la cual me preguntáis, estriba en que yo siempre conservo incólume el Derecho natural y no pienso que a la Autoridad Política Suprema de ninguna ciudad le corresponda más derecho sobre sus súbditos que el que está en proporción con la potestad por la que aquella supera al súbdito, que es lo que siempre ocurre en el estado Natural”), pero ni en el TTP ni en la Ética ha dejado clara esta cuestión.

La desaparición de la teoría del pacto, tanto como el papel que adquiere la noción de multitud, así, son los principales efectos visibles de una profundización en ese principio articulador de la perspectiva ética que, colocando el conatus en el centro de la reflexión, permite entender la actuación humana como desarrollo de su inmanencia productiva. Sistematización que parte de una identificación inicial tan decisiva como aquella otra que sintetizaba en una fórmula la inmanencia divina (Deus sive natura): si el TTP había hablado del derecho de los individuos y la Ética, desde la centralidad del conatus, había recorrido los avatares de la potencia, el TP unifica ambas perspectivas productivas identificando conceptualmente -algo que ya estaba hecho en la práctica- la potencia con el derecho (ius sive potentia). Y esa precisión conceptual elimina algunas de las líneas de fuga que en el TTP acercan todavía a Spinoza a las posiciones de un cierto liberalismo político, sobre todo, las que insisten en pensar la dirección del Estado como pura racionalidad (técnica) afirmada como instrumento de control de dinámicas pasionales -o de fuerza- que se despliegan “en otro sitio”.

El TP se inicia con una explícita profesión de maquiavelismo: igual que hiciera el florentino en El príncipe, se trata de analizar, dice Spinoza, cómo funcionan los Estados... a fin de establecer cómo se debe organizar una sociedad en la que el gobierno es monárquico o aristocrático para que “no decline en tiranía y se mantengan incólumes la paz y la libertad de los ciudadanos”: estudiando los afectos a los que están sometidos los hombres con absoluta libertad de espíritu, procurando “no ridiculizar ni lamentar ni detestar las acciones humanas, sino entenderlas” y teniendo en cuenta los procedimientos por los que se puede gobernar a una multitud que -salvo en los sueños de los poetas- nunca vivirá según el mandato exclusivo de la razón.

Sin que la razón sea para ello determinante, los hombres se unen y forman una sociedad, de manera que las causas de la existencia del Estado no deben buscarse fuera de la condición común de los hombres. Ni sus causas, ni sus fundamentos: si una lectura superficial del TTP podría aún autorizar una interpretación “racionalista" del derecho (por cuanto el pacto, al fin y al cabo, establecía la obligatoriedad de la actuación racional de las supremas potestades)... hacer explícito este principio excluye definitivamente esa posibilidad interpretativa: no hay ningún fundamento legitimador de la actuación de los gobernantes sino que ésta (TP, cap. 4, I) “viene determinada por su poder”.

En el TTP y la Ética se habían realizado ya exposiciones en esta línea, pero aún se conservaba (en eso venía a consistir el pacto) la referencia explícita a la racionalidad como norma “pactada” para la actuación de las supremas potestades; la explicitación del principio introduce una nueva distancia con aquellos textos (a los que Spinoza, sin embargo, remite explícitamente como a su fuente) que elimina -con el pacto- un resto de sublimación de la actividad política: se decía allí que quienes detentan el poder no deben ordenar cosas absurdas para no provocar la discordia y la disgregación; ahora, la cuestión será averiguar cómo deben actuar los gobernantes... tanto si se guían por la razón como por la pasión, porque, tanto en uno como en otro caso, lo fundamental es evitar que se sientan (ellos, no los súbditos) “inducidos a ser desleales o actuar de mala fe”. Allí donde se trataba de controlar a la multitud se trata ahora de controlar a los gobernantes.

Apoyándose explícitamente en la constancia del conatus, Spinoza recorre el proceso “natural” por el que los hombres acometen el aumento de su potencia: nadie puede dudar que “el hombre, como los demás individuos, se esfuerza cuanto puede en conservar su ser” (TP, cap. 2, 7): como los demás individuos, porque nada le diferencia del resto; enfrentándose, como el resto, a la impotencia y, como el resto, intentando aumentar su potencia de actuación en la medida de lo posible. Los hombres lo consiguen sólo cooperando, de manera que sin la ayuda mutua, los hombres apenas pueden sustentar su vida y cultivar su mente (TP, cap. 2, 1S) y, por eso -no porque la razón lo aconseje o determine y aunque los hombres sean bárbaros que se ven arrastrados por las pasiones- forman una sociedad.

Si dos individuos se ponen de acuerdo y unen sus fuerzas tienen más poder y más derecho sobre la naturaleza que cada uno de ellos por sí solo; y cuantos más sean los que así estrechen sus vínculos, tanto más derecho tendrán todos unidos.

El surgimiento de la sociedad sigue, así, como en el TTP y en la Ética, el procedimiento de la composición de fuerzas a partir de la cooperación y la ayuda mutua. Llegados a este punto de la argumentación, los escritos anteriores de Spinoza introducían la necesidad del pacto para garantizar la continuidad de la sociedad y, sin embargo, el TP modifica aquí la dirección de la reflexión y, tras señalar que los hombres pueden ser enemigos entre sí cuando están sometidos a las pasiones, se pregunta cuándo un individuo es autónomo y cuando, por contra, es oprimido por otro. Las dinámicas de la composición de fuerzas no son, por tanto, sólo las de la cooperación: se produce también cuando uno se apropia de las fuerzas de los otros y, así, hay también “ayuda mutua” cuando esa “colaboración” se produce inducida por la fuerza. El poder de todos los individuos que componen la multitud dirigida “como por una mente” (TP, cap. 2,16) es, en ese caso, poseído por quien detenta la suprema potestad.

No sólo desaparece, entonces, la tematización del pacto, sino que es sustituido por una reflexión muy diferente según la cual las dinámicas de la agrupación están atravesadas por relaciones de poder y esas relaciones de poder se conservan en la forma institucional que cada sociedad adopta. Así, el poder del Estado es el poder mismo de la multitud (“el derecho de la sociedad se determina por el poder de la multitud que se rige como por una sola mente", TP, cap. 3, 7) porque es la suma del poder de todos los individuos que la componen, pero ese poder no es cedido post-pactum a las supremas potestades sino que éstas lo detentan desde el momento mismo en que la cooperación se produce en función de una correlación de fuerzas en la que unos poseen el poder de otros y, así, los mantienen oprimidos.

En el TTP, el tránsito de la potestad suprema de la sociedad a la forma institucional en la que es ejercido por las supremas potestades no era explicado: el “pacto” servía como “legitimación” de una institucionalización política de la cooperación social sin que cupiera la pregunta por la forma que la institucionalización adopta. Sea “uno, varios o todos”, decía Spinoza entonces, quien detenta la suprema potestad, las supremas potestades deben actuar racionalmente. La organización democrática era preferible al resto porque garantiza la mayor racionalidad y porque recoge más exactamente la propia articulación de la multitud. En el TP, sin embargo, la democracia es también preferible... pero porque en ella no se dan relaciones de dominio en el seno de la multitud misma: el poder del Estado se define por el poder de la multitud, pero sólo es una democracia si quien se encarga de los asuntos públicos lo hace “por unánime acuerdo” (TP,cap. 2, 17), esto es, si es “un Consejo que está formado por toda la multitud”.

En el TP, por eso, la desaparición del pacto y de la cesión de poder como origen de la institucionalización no es un simple cambio terminológico sino el síntoma de una mirada diferente a la realidad social: cuando la mirada militante (contra la revuelta conjunta de los calvinistas y la casa de Orange) es sustituida por la mirada explicativa, Spinoza descubre -más allá del carácter productivo de la imaginación- el carácter conflictual de la cooperación que articula las relaciones humanas. La carta 50 a la que aludíamos más arriba, de alguna manera, lo señalaba ya claramente: en ella no sólo se afirma que en la sociedad los individuos no renuncian a su derecho natural sino también, de forma explícita, que el derecho de las supremas potestades a gobernar la sociedad está en proporción con la potestad por la que supera al súbdito... como siempre ocurre en el estado de Naturaleza”.

La “física social” de la composición de individuos no es, entonces, una física de la composición de fuerzas iguales. La constitución del individuo compuesto en la que consiste la sociedad no es la unión amigable de individuos iguales en poder (o en derecho) sino la articulación de las fuerzas de individuos que “chocan", que, en el espacio de la impotencia, “se encuentran” (y no de cualquier modo) con la naturaleza, con las cosas exteriores y con otros individuos. Para que una sociedad sobreviva es preciso -sigue siéndolo- que las supremas potestades eliminen las causas de la disgregación y, también, que no dilapiden su “autoridad” haciendo cosas absurdas que podrían provocar la indignación, la ira y la revuelta, pero no ya porque de ello dependa la continuidad del lazo social sino porque lo que está en juego es la conservación de la forma institucional que la sociedad tiene en cada momento o. lo que es lo mismo, de la relación de poder que la hacer tener la forma institucional que tiene: una sociedad en la que sólo el temor impide a los súbditos tomar las armas no es una sociedad en paz sino en estado de guerra; una sociedad cuya paz depende sólo de la inercia de unos súbditos que se comportan como ganado “merece más bien el nombre de soledad que de sociedad” (TP, cap. 5. 4). Y esta consideración hace también que no quepa, sin más, hablar de “multitud” sin determinación alguna: la multitud tiene siempre alguna determinación en cuya función será una u otra cosa. Hay multitudes libres, y hay también multitudes sojuzgadas: una multitud libre se guía más por la esperanza que por el miedo, mientras que una multitud sojuzgada se guía más por el miedo que por la esperanza. Aquélla, en efecto, procura cultivar la vida, ésta, en cambio, evitar simplemente la muerte; aquélla, repito, procura vivir para sí, mientras que ésta es, por fuerza, del vencedor” (TP, cap. 5, 6).

Como hiciera Maquiavelo, también Spinoza decide analizar cuáles son las características de los distintos tipos de Estado y qué mecanismo utilizan para sobrevivir eficazmente. Así, los capítulos 6 y 7 del TP están dedicados a analizar lo que sucede en la monarquía y los capítulos 8, 9 y 10 lo que sucede en la aristocracia. El capítulo 11 inicia el análisis de la democracia y Spinoza, aunque reconoce que hay distintas formas posibles de Estado democrático, deja escrito que va a hablar de aquél en el que “absolutamente todos los que están sometidos sólo a las leyes de la patria y, además, son autónomos y viven honradamente, tienen derecho a votar en el Consejo Supremo y a desempeñar cargos en el Estado” (TP, cap. 11,3).

Pocas líneas más adelante (y los amantes de Spinoza agradecerían que se las hubiera ahorrado) el texto termina inconcluso.

Spinoza murió el 21 de febrero de 1677 y, por eso, el TP es una obra inacabada: el resto (el análisis de la democracia, de la manera de establecerla y conservarla) falta. Reliqua desiderantur.


Juan Pedro García del Campo, “Defender la libertad. Pensar desde la inmanencia”, en Spinoza o la libertad, Montesinos, Barcelona, 2008, pp. 158-186.

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