Estoïcisme: condemnats a escollir allò que no té remei.


Zenón de Citio (333-264 a.C.) funda la Stoa o "Pórtico" en el 300 a. C., escuela que pasa por ser una de las primeras corrientes universales y cosmopolitas de nuestro pequeño mundo occidental, más o menos seis siglos antes de la hegemonía del cristianismo histórico. De hecho, el estoicismo extiende su dominio en el mundo greco-latino, culturalmente muy superior al nuestro, durante más de cinco siglos. El pensador Séneca, nacido en la Bética del imperio romano, todavía es estoico.

Más enérgicamente que en Aristóteles, para la Stoa el hombre es parte integral del universo físico, del cosmos gigantesco de la physis, una naturaleza omnipresente y espiritualizada que se confunde con los dioses. Según los estoicos la razón (logos) humana está indisolublemente unida al logos universal, al orden del devenir natural. Todo en el cosmos está sujeto a una ley o cifra que el hombre puede conocer y hacer suya. Como la naturaleza humana es parte de la naturaleza cósmica, vivir conforme a uno mismo y a la razón es para los estoicos, a diferencia de nosotros los modernos, vivir conforme a la naturaleza. La razón, aquello de lo que el hombre está más orgulloso, es un instrumento que debe servirnos para desvelar el lugar que el cosmos nos ha reservado, la cifra que nos explica, que da la clave nuestro ser más profundo.

Dicho en nuestro lenguaje, el intelecto estoico es un instrumento para regresar, no para escapar de lo natal. Digamos, un medio para lograr que el cerebro entienda las razones mudas del corazón, lo que las entrañas ya habían dicho sin palabras. Por delante la intuición, dirá mucho más tarde Nietzsche: detrás la razón, cojeando.  

Fijémonos en que el estoicismo arranca entonces de una revelación doble, al mismo tiempo reconfortante y temible. De una parte, una verdad luminosa: aunque seas el último despojo, tienes un lugar en el orden universal de las cosas. Por otra, una revelación sombría: aunque seas poderoso, tu cifra está enterrada y es obligado, tanto ética como corporalmente, buscarla. Seas amo o esclavo, lo más íntimo de cada uno de nosotros es la vez lo más lejano.

Cada hombre, por difícil que sea su personalidad, tiene un lugar reservado en el universo, una morada (ethos) que puede y debe encontrar. Pero también, lo quiera o no, cada hombre está destinado a descubrir ese lugar, a aceptar la cifra que le viene de algún modo prescrita. Aunque esto sólo se sabe al final. Como es algo tan inmenso, y tan profundamente propio, que no se puede hablar de ningún determinismo, de ninguna fatalidad: son tus entrañas lo que descubres como destino.

Tenemos toda la vida para hallar esa cifra. La vida del hombre es larga, difícil, extraña. Tal vez por esto, en otra más de sus ironías, Borges dice al final de su vida: “Pronto sabré quién soy”.

La virtud es para los estoicos conformarse con lo que la naturaleza le ha destinado a cada uno, cosa que no es nada fácil ni se logra sin un duro esfuerzo. Virtuoso es quien no se parece a esto o a lo otro, sino el que logra alcanzar esa razón que explica un lugar intransferible en la enormidad del mundo. Por esto mismo, la virtud es autosuficiente y ha de buscarse por  misma. El hombre feliz es el hombre virtuoso, el que ha encontrado su sitio en el cosmos. Todo lo demás (riqueza, salud, honores, placeres) es secundario y se debe subordinar a ese bien supremo de alcanzar y comprender la singularidad de un destino.

Lo histórico, la identidad civil y social, las riquezas y el poder, es relativo (diríamos hoy) a ese absoluto de la más íntima decisión, única y casi inconfesable en cada hombre. Al mismo tiempo, esa absoluta individualidad es lo que nos hace semejantes, pues todos somos (incluso ante la propia conciencia) abismalmente distintos. Seamos famosos o pobres pastoras de cabras, estamos obligados a darle forma a lo que no hemos elegido. De ahí la piedad estoica, una hermandad (príncipes o lacayos, somos hijos de la misma zozobra) que después pasa al cristianismo.

Los estoicos creen firmemente en el destino de un tiempo circular, que se cumple en cada momento de revelación y nos obliga a volver a un origen irremediable, una infancia que nunca se supera. Por eso se cuenta la historia del hombre que, huyendo de un anterior encuentro, se encuentra de nuevo, en el otro extremo del mundo, a la muerte que le espera. "Gracias por acudir a la cita", dice ese personaje: el hombre creía alejarse y se estaba acercando. Pero lo importante, como en Colón, es mantener un rumbo.

Para los estoicos (Deleuze y Zambrano intentan seguir este mandato) no existen los accidentes. Como el hombre está en el mundo igual que el mundo está en él, lo que nos rodea nos envía continuamente señales de lo que uno es. Velad: El hombre debe estar atento para no equivocarse al interpretar los signos. Que todo esté escrito es algo que aparentemente es ajeno a la idea occidental de libertad, pues la tarea más alta del hombre es el amor fati: regresar, poner el pensamiento a la altura de lo que te ha tocado, aquello que ha ocurrido y de lo cual provienes. En otras palabras, ser fiel al presente, sin sacrificarlo constantemente por un supuesto futuro. Es posible que para la Stoa fuésemos nosotros, encadenados a un presente programado por un futuro que deciden otros, los esclavos.

El destino de ellos no obliga por fuera a nadie: es lo que ya eres. Fijémonos en que la Stoa defiende el universalismo de la individualidad. Cada hombre, rico o pobre, está obligado a la tarea humilde y paradójica, que inspira compasión, de tener que darle forma a un destino, de aceptar y querer una intimidad profunda que nadie ha elegido. Pero esto es lo que también hace que todos seamos iguales. Señores o esclavos, estamos empujados a elegir lo irremediable.

Somos empleados de la cifra que nos toca, empujados (lenta o bruscamente ) a querer un ser que no podemos cambiar. Mejor dicho, el cambio, la revolución incluso, está en aceptar tu ser. Nietzsche otra vez: "En todo hombre de carácter hay una vivencia típica y propia que retorna siempre".

No se puede entonces hablar de un destino fijo, como una maldición que nos espera inamovible, pues lo que nos toca no está escrito por nadie en ningún sitio en particular. Sólo cada hombre puede descubrir su logos a tiempo. Y además, luchar, equivocarse, descubrir y aceptar ya significa cambiar. Una tontería, un error que puede regresar eternamente ya no es la misma tontería ni el mismo error. Los estoicos no son precisamente conformistas. Más bien nosotros, con nuestra obsesión por adaptarnos a la sociedad, seríamos conformistas para ellos.

Ignacio Castro Rey, La subversión actual del estoicismo (I), fronteraD, 07/02/2015

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