El jo que recorda i el jo que experimenta.
Daniel Kahneman |
Hay una particularidad reseñable en nuestro modo de registrar las
experiencias del dolor y placer: lo que suele importar más a los humanos no es
la suma del dolor experimentado, sino
el recuerdo de la experiencia. Y este
recuero suele quedar escorado si acontece un pico final de dolor en esa
experiencia. Daniel Kahneman,
psicólogo y a la vez premio Nobel de Economía en 2002, recuerda que, tras dar
una conferencia, alguien del público le contó algo que ilustraba este sesgo del
pico final. La persona en cuestión había estado escuchando una larga sinfonía
grabada en un disco, sin saber que la parte final del mismo estaba rayada.
Disfrutó unos 40 minutos de música pero el ruido chirriante del final “arruinó
toda la experiencia”, le confesó el oyente (Pensar
rápido, pensar despacio, pág. 496).
Este episodio inspiró a Kahneman
para distinguir dos yoes: el yo que experimenta y el yo que recuerda (…).
Una larga relación amorosa que concluye con un desgarrador divorcio hará
también que sobrestimemos los momentos finales y olvidemos el más largo periodo
de dicha matrimonial. (…)
Esta prueba confronta al yo que
experimenta con el yo que recuerda
y ayuda a predecir que este último tendrá más peso en las decisiones futuras. (…)
El yo que experimenta es el que ha pasado por veinte años de matrimonio
moderadamente feliz (digamos), pero el yo que recuerda es el yo contable que
hace el balance de costes y beneficios del mismo; un balance trastocado por el
sesgo del pico final y el olvido de la duración, que le hará evocar antes y con
más fuerza los momentos agrios agolpados en el tramo último del enlace (y
desenlace) matrimonial. Es este balance del yo que recuerda el que hará que sea
precisamente él quien se ponga al timón para tomar decisiones futuras sobre
asuntos similares, basándose en la contabilidad, distorsionada por los sesgos
de su memoria, de las experiencias pasadas.
Por la misma razón los postres revisten una importancia especial en una comida. Una cena en un restaurante a duras penas nos parecerá memorable si no está rematada por el colofón de unos buenos postres (…)
Esto significa que, si nuestras decisiones futuras están influidas por el
sesgo del pico final y el olvido de la duración, tenderemos a escoger situaciones
venideras en que la satisfacción experimentada a lo largo del tiempo no quedará
maximizada, algo que parece irracional. De aquí brota un conflicto entre la
selección natural y la selección racional, que Kahneman describe en estos términos:
Las decisiones que no producen la mejor experiencia posible y predicen
erróneamente los sentimientos futuros son malas noticias para quienes creen en
la racionalidad de la elección (…) En el diseño de nuestras mentes hay una
inconsistencia. Tenemos preferencias inequívocas respecto a la duración de
nuestras experiencias de dolor y placer. Queremos que el dolor sea breve y el
placer dure. Pero nuestra memoria … ha evolucionado para representar el momento
más intenso de un episodio de dolor o de placer (el pico) y las sensaciones que
tenemos cuando el episodio concluye. Una memoria que olvida la duración no
prestará un buen servicio a nuestra preferencia por el placer duradero y el
dolor breve (Pensar rápido, pensar
despacio, pàg. 500-501).
También a la hora de evaluar la felicidad de una vida entera nos vemos
afectados por el sesgo del pico final y el olvido de la duración. Recuérdese lo
que afirma Aristóteles en su Ética a Nicómaco (1101a5): que nadie
puede considerarse dichoso hasta que muere.
Por absurdo que pueda parecer, afirma Kahneman,
yo soy el yo que recuerda, siendo el yo que experimenta, el yo que da contenido
a mi vida, un extraño para mí (Pensar
rápido, pensar despacio, pàg. 507).
De ser esto así, deberíamos preocuparnos de manera especial del bienestar
de nuestros yoes futuros, y más aún de los postreros, pues ese bienestar
dependerá de manera desproporcionada, por el sesgo del pico final, la
evaluación que hagamos de lo satisfactoria que nos ha resultado nuestra
existencia al ser ésta recapitulada. Sólo el derecho reconocido a disponer de
una muerte digna nos permite cierto control sobre las últimas vicisitudes de
nuestra vida y, en consecuencia, sobre el valor que ésta haya tenido para
nosotros y nuestros más íntimos allegados.
Juan Antonio Rivera, El final
de Príamo, Claves de razón práctica nº 236, septiembre/octubre 2014
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