La historia de la ética divide las escuelas morales en dos amplios grupos. Por un lado, se encuentran aquellos que justifican las normas y valoraciones morales por su aptitud para producir ciertos bienes y, por otro, hallamos aquellas otras que consideran que las normas de la ética se imponen al ser humano por sí mismas, sin necesidad de recomendarse a una supuesta utilidad. Naturalmente,
Kant se encuentra en esta última clase. Para el filósofo alemán, las normas de la ética son imperativos incondicionados, categóricos. Cabría decir que obligan porque sí. Claro está que hay otros imperativos, todos ellos condicionados, que para adquirir fuerza obligatoria imponen una condición, el deseo de una determinada situación. De estos últimos imperativos se ocupan las diversas ciencias y técnicas. Si quiero que aumente mi patrimonio mobiliario o mejore mi salud, sé a quién debo acudir, a un asesor financiero (o al menos debería saberlo si la economía fuese una ciencia un poco másdura) o a un médico, respectivamente. Si
Sócrates hubiera deseado escapar de la prisión, donde esperaba al día en que se le obligase a beber la cicuta, tendría que haber conversado con un Houdini para que le enseñase el arte del escapismo. En vez de ello, prefirió dialogar con Critón y otros amigos sobre si era bueno escapar de la cárcel o permanecer en ella. En esos días, a
Sócrates no le preocupaba encontrar el mejor medio para lograr el fin de huir de su reclusión y escapar a la pena capital, sino que estaba ansioso por discernir cuál de dos fines opuestos era preferible: conservar la vida u obedecer la ley de Atenas. Y cuando surgen estas cuestiones, que son las auténticamente morales, no hay ciencia natural ni técnica que sirva, como cuando meramente están en juego los medios. Las cuestiones de fines son genuinamente cuestiones morales, es decir, filosóficas.
Juan José García Norro, Ética para todo y para todos, Revista de Libros, 19/01/2015
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