El secrets de la consciència.
¿El cerebro es la base de la consciencia o la consciencia existe también
sin cerebro? ¿Es un epifenómeno de fuerzas materiales, encerrada en
moléculas y neuronas, o sobrevuela todo eso, el cerebro, la misma
autoconsciencia? ¿Una mente invisible ampliada al mundo, como el punto
cósmico por excelencia que ha acompañado toda evolución de tierra y
hombre, más imperio lunar de los sensibles, místicos, intuitivos
neandertales que imperio solar de los tan lógicos como brutos
cromañones? ¿Una especie de consciencia pura, indiferenciada, sin sujeto
ni objeto, como la voluntad schopenhaueriana, el impulso vital
bergsoniano, aquel “yo que habita un espacio metafórico detrás de
nuestros ojos”, “el ojo abierto en la oscuridad, el oído alerta en el
silencio”, la posibilidad de la percepción sin la percepción misma, la
“consciencia sin pensamiento” de que hablaba Edward Carpenter?
Gary Lachman |
Gary Lachman, en Una historia secreta de la consciencia (Atalanta. Vilaür (Girona), 2013) habla de todos estos aspectos en un recorrido, sobre todo en la
tercera parte, deslumbrante, que ahonda en la cuarta con unas
perspectivas epistemológicas superadoras de la modernidad dualista, en
las que se muestra que lenguaje, pensamiento, realidad y mundo han
crecido evolutivamente juntos y no son en absoluto extraños, solo se han
vuelto tales para los modernos: “Desde siempre la consciencia participó
del mundo, en vez de ser como ahora una especie de fantasma que lo
ronda… nuestros pensamientos son parte de los fenómenos del mundo, como
las flores o las hojas de las plantas”. El evolucionismo no dice otra
cosa.
Y todo esto sin esoterismo alguno, y cuando se habla de él (Blavatsky,
Steiner, etcétera), se hace a distancia: Lachman no oculta lo
disparatado de partes de la teosofía de la Blavatsky, ni lo plomizo y
desbarrado a veces de la antroposofía de Steiner, ni el “esnobismo
espiritual de la peor especie” en aspectos de Bucke, por ejemplo.
Lachman no es un entusiasta, critica lo que él cree excesos, cosas
absurdas más que místicas, en este como en todos sus libros, bien claros
(recuérdese su obra sobre Rudolf Steiner).
“Lo importante es integrar aquello que la ciencia nos cuenta sobre
cerebro y mente en una perspectiva más amplia, en una imagen más grande
de la historia de la humanidad y en una visión más extensa de su
futuro”, nada más que eso quiere Lachman. Solo se trata de ampliar el
mundo más allá de lo obvio y la consciencia más allá de la materia: a
una consciencia que dé cuenta de esa clarísima oscuridad de mundo (está
muy claro que hay muchas cosas oscuras en el mundo). Está clarísimo que
“el mundo exterior que nos revelan nuestros sentidos solo es una versión
limitada del más amplio mundo interior”. Y que “ninguna explicación del
universo en su totalidad será definitiva si no contempla otras formas
de consciencia”, como decía W. James, con razón, aunque él, como muchos
otros entonces, las descubriera inhalando el famoso ácido nitroso.
No es tan secreta la historia de esta consciencia, más que
secreta, arrinconada. No se trata especialmente de la tradición oculta,
esotérica, espiritual o metafísica. Esta historia secreta de Lachman
comienza prácticamente a principios del siglo XX, cuando la consciencia y
sus posibilidades parecían ofrecer a la humanidad un nuevo futuro, una
nueva era, que decían que necesita urgentemente. “El comienzo del siglo
XX fue testigo de un extraordinario festín de nuevas ideas, una
combinación emocionante y optimista de política radical, reforma social,
creencia ocultista y visión evolutiva, que, en los años previos a la
Primera Guerra Mundial, creó un ambiente embriagador y efervescente
donde casi todo parecía posible”.
En el fondo el libro de Lachman habla de una galaxia de
pensamiento y experiencia que amplía la revolución kantiana: los datos
fundamentales de nuestra experiencia nos son proporcionados por nuestro
aparato perceptivo. ¿Y si ese aparato se amplía? La razón pura estalló:
geometrías no euclídeas, complementariedad de Bohr, indeterminación o
incertidumbre de Heisenberg, incompletitud de Gödel. Todo llevaba a un
mundo ampliado, participado, íntimo, más allá de la literalidad de la
razón o la lógica de los hechos de empiria fácil, de sensibilidad
básica. Más allá de la ciencia materialista. Todo sistema remite a algo
externo para validarse, la coherencia lógica no valida un sistema,
tampoco la autoconsciencia se valida a sí misma. Todo ello abría la
puerta a un universo más concordante con la cosmología de los antiguos y
menos compatible con el mundo mecánico-newtoniano del siglo XIX. Esos
conceptos no newtonianos sugerían de base que la humanidad se acercaba a
un cambio general de consciencia, la ciencia por sí sola no podía
ahondar lo suficiente en el verdadero carácter del mundo.
Si, según Kant, el espacio y el tiempo son nuestras herramientas
para percibir el mundo, si conseguimos mejorar el uso que se hace de
ellas mejoraría nuestra percepción del mundo. Es de cajón. La confianza
en un uso ampliado de esas herramientas supera ese escepticismo
epistemológico radical kantiano de fondo (el mundo existe más allá de
nuestra percepción pero es incognoscible) que constituye la premisa
fundamental de la filosofía moderna y que fue demoledor en cualquier
sentido. Pena que Kleist, que se suicida tras leer a Kant y perder toda
fe en el conocimiento, no hiciera más caso a Blake: “Si las puertas de
la percepción fueran purificadas todo se aparecería al hombre tal cual
es: infinito”.
Isidoro Reguera, Una nueva consciencia, Babelia. El País, 30/11/2013
Isidoro Reguera, Una nueva consciencia, Babelia. El País, 30/11/2013
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