Un Déu vengatiu, és un Déu inexistent.






Todos los días ocurre –guerras, matanzas, torturas– y Dios no lo impide. ¿Y luego qué? ¿Cómo pretende luego reaparecer como si tal cosa? Pues luego nada, se exaspera Ivan Karamazov. Nada. Luego Dios ya no puede hacer nada. Aliosha, su hermano, le recuerda que aún puede castigar y perdonar. Entonces Ivan contraataca feroz con esta paradoja insuperable: no, le rebate, de ninguna manera, porque –proclama– “no se puede castigar lo que no se puede perdonar y no se puede perdonar lo que no se puede castigar”. Hay crímenes tan terribles –es decir– que no pueden ser ni castigados ni perdonados. Nadie, ni siquiera Dios, puede castigar los horrores del Holocausto que no pudo o no quiso evitar: el delito es inconmensurable en términos punitivos; a esa atrocidad (¡el asesinato de un solo niño!) no puede “corresponderle” ningún castigo. Ahora bien, por eso mismo nadie, ni siquiera Dios, puede perdonar tampoco los horrores del exterminio nazi: hay acciones abisales, de efectos irreparables, que son en sí mismas imperdonables (¡el asesinato de un niño!). El mundo queda así librado al imperio del mal, puesto que Dios, que detuvo la mano de Abraham, no detiene la mano de Hitler; los malvados, por su parte, quedan librados a su propio mal, inalcanzables para la justicia e inalcanzables para la piedad.

Si Dios no está cuando se comete el crimen y no puede luego ni castigar ni perdonar, Dios sencillamente no existe.

La paradoja de Ivan es insuperable del lado del castigo, desde luego. El cristianismo –o cierto cristianismo– replicaría, sin embargo, que sí se puede refutar desde el perdón. Ningún Dios puede imaginar o concebir un castigo conmensurable con el asesinato de un niño. ¿Qué fuego, qué clavos, qué espinas, qué eternidad sufriente podría drenar ese abismo de mal absoluto y sin retorno? ¿Qué infierno podría equilibrar esa desaparición radical, “equivaler” a esa acción nihilizadora? Mira, Dios, no nos engañes, no estuviste ahí para impedir el crimen; por eso mismo el criminal ha escapado para siempre a tu jurisdicción. Lo has dejado, por así decirlo, a merced de sí mismo. Nada puedes hacer ya contra él. Todo lo más que cabe esperar es que, como en el caso de Raskolnikov, el personaje de Crimen y castigo, el criminal, a merced de sí mismo, recorra hasta el fondo su mal, sin ninguna salida o buscando, sin saberlo, como única salida, su propia autodelación; es decir, el alivio asociado a la condena del otro, siempre más benigna que la de la propia conciencia. Ahora bien, Crimen y castigo sí contempla la posibilidad de un Dios que, impotente para castigar, conservaría en cambio el poder sumarísimo, imprevisible, disruptivo, del perdón. Tiene razón Ivan cuando argumenta contra el castigo, porque el castigo tiene que ser tan físico, tan corporal, tan humano, como la acción reprobada y como la ausencia material que generó; y no es concebible ninguna reacumulación de dolor –ninguna apokatástasis punitiva– capaz de indemnizar semejante desgarrón en el cosmos. Los dolores, por así decirlo, discurren siempre en paralelo; mi dolor se suma al tuyo sin tocarlo, y por lo tanto no puede borrarlo –ni restaurar la pérdida. Todos los vengadores lo saben; el cuerpo del otro no admite tantos golpes, tantas puñaladas, tantas heridas como mi ira demanda; su cuerpo finito siempre se me escurre de entre las manos. La muerte del verdugo, por mucho que la estire y la aplace, me deja seco y con más sed. Por eso, un Dios vengativo –Ivan no se equivoca– es un Dios impotente; o, valga decir, un Dios inexistente.

Santiago Alba Rico, La risa de los supervivientes, ctxt 28/06/2022

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