El poder alliberador del riure
En su libro Vivir con nuestros muertos, la filósofa y rabina francesa Delphine Horvilleur cuenta una especie de metachiste judío tan agudo como inquietante. Dice lo siguiente: dos supervivientes de Auschwitz están haciendo bromas sobre el Holocausto cuando de pronto se presenta Dios y les regaña severamente por tomarse a risa un asunto tan trágico. Los dos judíos le responden airados: “¿Y tú qué tienes qué decir? ¡Si no estabas allí!”.
Pero he dicho que del chiste afilado citado por Horvilleur se podían extraer dos lecciones. La primera, lo hemos visto, es de carácter teológico. De la segunda, a la que va adherida, he adelantado algo. Tiene que ver con la risa. A Dios le escandaliza, en efecto, que los dos judíos se rían después de Auschwitz. Dios es un tipo muy serio porque es inmortal. No puede entender la idea de perdón contenida en la alegría de su pueblo. Por medio de la risa, los supervivientes de los lager se dan permiso para vivir, se permiten, si se quiere, la supervivencia. Dios, que no estaba allí cuando se le necesitaba y no sabe nada de la muerte en las cámaras de gas, no sabe tampoco nada de la supervivencia. Elias Canetti, en su formidable Masa y poder, dedica muchas páginas a la relación entre supervivencia y poder; analiza –es decir– el sentimiento de impunidad del superviviente, que se siente de algún modo invulnerable. El superviviente no lo ha sido por nada que haya hecho, su éxito es fruto del azar y sin embargo, dice Canetti, alberga el sentimiento subjetivo de una voluntad o de un destino que lo pondría a cubierto, a partir de ese momento, de cualquier amenaza o asechanza. El rayo de la muerte no lo ha tocado y no lo tocará ya jamás: ni siquiera morirá de cáncer o de covid.
Es extraña esta mirada de Canetti, pues todos los testimonios abonan más bien la idea contraria: la de que el superviviente, más que infinitamente poderoso, se siente irreparablemente culpable. ¿Por qué mi hermano y no yo? ¿Por qué el rayo derribó a Marta y a Alfredo y a Jacinto y a Eva, que eran mejores que yo, y a mí, en cambio, apenas me rozó? El superviviente se siente doblemente culpable: culpable de la muerte del otro y culpable de su propia supervivencia. En una situación presidida por el mal, y en la que es el mal el que hace la selección, el superviviente está convencido, al contrario de lo que sugiere Canetti, de que su supervivencia se debe no a un mérito o a un destino sino a un pecado. ¿No seré como el asesino? El genocida, ¿no habrá reconocido en mí algún parentesco moral? ¿No habré sido cobarde, complaciente, indiferente, malvado? El superviviente, en fin, lleva dentro de sí la fragilidad consciente, culpable, de toda la humanidad. Por eso es tan importante la risa. Mediante la risa, sí, se libera de su crimen –la vida misma– y se autoriza, y nos autoriza, a seguir viviendo.
El superviviente de Canetti es, como Dios, un tipo serio, pues se cree inmortal; no nos lo imaginamos riéndose de sí mismo. Los supervivientes del metachiste judío, agudo como un alfiler, se ríen, en cambio, a carcajadas porque se saben expuestos a la mortalidad; y le reprochan al que no sabe lo que es eso que venga a aguarles la fiesta. Todos los humanos somos, en realidad, “supervivientes provisionales”. El chiste judío de los judíos que cuentan chistes sobre los lager es el más definitivo alegato a favor de la vida y contra la censura que cabe imaginar. Esos dos judíos que reprochan a Dios su ausencia en el peligro y su seriedad puritana en la alegría se están perdonando a sí mismos y perdonándonos a todos por seguir vivos; y dándonos permiso para reírnos de todo como supervivientes provisionales que somos. Si la muerte existe todo es risible; la risa es lo más serio del mundo y al reírnos de la muerte misma –incluso de manera truculenta o despiadada– nos concedemos algo así como un indulto general: nos perdonamos la vida.
Santiago Alba Rico, La risa de los supervivientes, ctxt 28/06/2022
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