Democràcia populista vs democràcia liberal.




En el caso de la democracia, evidentemente, la ambigüedad semántica viene de serie: fuera cual fuera la práctica originaria en las sociedades premodernas, incluida la sofisticada Atenas, un régimen político que consiste en «el gobierno del pueblo» deja un margen considerable para la variación organizativa. Y lo que apunta oblicuamente Fernández Barbudo es que esa disputa semántica es la que estamos presenciando en España estos días a cuenta del enfrentamiento entre los partidarios del referéndum que habría de decidir sobre la secesión de Cataluña y quienes defienden una democracia constitucional de corte kelseniano en la que ese referéndum es ilegal. O, si se quiere, entre una democracia representativa y una democracia plebiscitaria.

Distintas declaraciones del presidente de la Generalitat catalana han dejado meridianamente clara su posición en esta disputa. El señor Puigdemont ha dicho, por ejemplo, que la democracia nada tiene que ver con los procedimientos, o que «los catalanes» no viven en una democracia «tal como la entendemos nosotros». Algo que, por lo demás, se puso de manifiesto con la dudosa aprobación en el Parlamento autonómico de una Ley de Transitoriedad que vulnera el orden legal vigente ‒tratando, de hecho, de suplantarlo‒ y se encuentra recurrido ante el Tribunal Constitucional. Frente a los detalles procedimentales se plantaría nada menos que un pueblo, el pueblo catalán, cuya voluntad colectiva valdría más que todas las leyes del mundo. Otras pruebas de esta concepción «alternativa» de la democracia pueden hallarse en el dibujo de la hipotética república catalana que contiene la citada Ley de Transitoriedad, más cercana al llamado «iliberalismo» que al liberalismo en su debilitamiento de la separación de poderes.

Sucede que la contraposición de dos modelos de democracia ‒uno representativo y otro plebiscitario‒ antecede a la crisis catalana. Su origen se encuentra en la irrupción del populismo de derecha e izquierda que trae causa de la crisis y la consiguiente deslegitimación de las democracias liberales. Ante el fracaso de las «elites», se propone el gobierno directo del «pueblo»; como el gobierno directo del pueblo es imposible, su voluntad está mediada por la acción de un líder que la «interpreta» y traduce a políticas concretas. Y que, llegado el caso, realizará en la arquitectura institucional las modificaciones que sean necesarias para facilitar la relación directa entre el líder y el pueblo: eliminación o sometimiento de los órganos contramayoritarios (como el Banco Central), supresión o debilitamiento de la independencia de los tribunales, anulación de la división de poderes, limitaciones a la libertad de expresión, recuperación de la soberanía cedida a tratados internacionales (el Acuerdo de París en el caso norteamericano) u organismos multinacionales (como la Unión Europea), desarrollo de políticas destinadas a reforzar la cultura «propia» frente a contaminaciones exteriores. No todos los populismos son iguales y, por tanto, no todos estos rasgos iliberales habrán de estar presentes en la misma medida. Iliberal es aquí la palabra correcta, pues el populista alega que la democracia representativa es demasiado liberal y demasiado poco popular; razón por la cual procede a restarle liberalismo y a añadirle populismo.

Manuel Arias Maldonado, ¿Democracia contra democracia?, Revista de Libros 20/09/2017

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