El potencial i els límits de l'olfacte humà.


Vaya por delante que somos capaces de detectar la misérrima concentración (0,2 partes de mil millones de moléculas) del odorante mercaptano, el que se le suele echar al gas propano para identificar su presencia. Eso es equivalente a tres gotas de ese odorante en una piscina olímpica. Es decir, entre dos piscinas olímpicas llenas de agua un humano puede detectar por el olfato la que contiene disueltas esas tres gotas. Podemos también distinguir dos olores que difieren sólo un 7 % en su concentración y, por el olor, podemos saber si una camiseta es la que hemos llevado nosotros u otra persona hasta 24 horas después de ser usada. Un padre o una madre pueden distinguir perfectamente el olor de su bebé del de otro bebé. Por increíble que parezca, la nariz humana puede llegar a detectar la esencia del miedo en el sudor de otra persona, y, por su específico olor corporal, la pareja que mejor se acopla genéticamente a nosotros. Esto último significa que si una mujer huele las camisetas que han llevado varios hombres puede resultarle más agradable la del que, en caso de copular con él y resultar fecundada, habría menos probabilidad de tener un descendiente con alguna enfermedad por razones genéticas. Por supuesto, no es así como elegimos pareja, pero el procedimiento funciona.

Tenemos además una buena habilidad olfatoria espacial de carácter alocéntrico, es decir, moviendo la cabeza o el cuerpo localizamos el objeto que huele, y podemos aprender a seguir un rastro oloroso en un campo, no tan bien, desde luego, como muchos animales. No es una fantasía lo de los rastreadores de las películas del oeste. Sin embargo, nuestra habilidad olfatoria egocéntrica es muy mala, pues con la nariz fija en un punto, es decir, inmóvil, tenemos mucha dificultad para distinguir de dónde viene un olor pues hasta nos cuesta saber si viene de la derecha o de la izquierda, de más arriba o de más abajo.

De todas formas, resulta curioso que a pesar de nuestra soberbia sensibilidad olfativa sólo prestamos atención a las altas concentraciones de odorantes, a aquello, para entendernos, que huele mucho. Prestamos poca atención a las situaciones u olores de baja concentración, a lo que huele poco, incluso cuando, como hemos visto, también estamos capacitados para detectarlas. En el caso del odorante inocuo que se añade a los gases, el mercaptano, se ha observado que generalmente no prestamos atención espontánea a su olor hasta que no se aumenta unas 57.000 veces la concentración umbral, es decir, hasta que no se aumenta en esa cantidad la mínima que podemos detectar. La razón de esa falta de atención olfativa podría estribar en que la atención selectiva es algo generalmente dirigido al espacio y, como acabamos de explicar, y a diferencia de otros sentidos como la vista, los humanos carecemos de una representación cerebral, es decir, interna, del espacio olfatorio, por lo que nos cuesta identificar espacialmente los olores, salvo, como ya dijimos, buscando y dirigiendo la nariz hacia el posible estímulo. Pero además, a diferencia también de la visión o la audición, el estímulo olfatorio no es un estímulo continuo, es discreto, pues se produce a esnifadas, dando lugar a anosmias de cambio, es decir, a incapacidad para detectar espontáneamente pequeños cambios en el espacio olfatorio natural. Quizá por eso los cambios olfatorios son menos propensos a atraer nuestra atención y por eso también los humanos tenemos poca consciencia del entorno olfatorio.

A pesar de todo lo dicho y quizá por desconocerlo, confiamos poco en nuestra propia sensibilidad olfativa y generalmente nos autoevaluamos a la baja, es decir, minusvaloramos nuestra capacidad olfativa, salvo, eso sí, cuando el olor molesta. En este último caso solemos evaluarnos mejor, incluso sin ser verdad, pues probablemente la molestia generada ha requerido mayor concentración de odorante que la de otros casos en que olemos con estímulos más débiles. Lo que ocurre es que a los malos olores les prestamos más atención. Comparativamente, entre la vista y el olfato, confiamos más en la vista. Si se le asigna color a algo que no huele prácticamente a nada aumenta la probabilidad de que digamos que huele a algo. Sorprendentemente, a los expertos también les pasa, pues 54 estudiantes de enología cambiaron su criterio y, después de olerlo, consideraron que el vino blanco era tinto cuando fue coloreado con una sustancia roja inodora. La vista, y no el olfato, fue lo que les hizo decidir el tipo de vino. Ni que decir tiene, por otro lado, que, podemos mejorar nuestro olfato con la práctica, como se observa en los dependientes de perfumería o en los catadores de vino. El olfato mejora también en situaciones especiales, como cuando hace mucho que no comemos y tenemos hambre. En ese caso las células de las paredes del estómago segregan una hormona especial, la grelina, que viajando por la sangre llega al cerebro donde, además de activar los circuitos neuronales del hambre, estimula también la exploración mediante esnifado y aumenta la sensibilidad olfatoria, todo lo cual ayuda a localizar, identificar y seleccionar comidas. Cuando nos referimos a comidas hablamos de aromas y de fragancias en el caso de los perfumes.

Ignacio Morgado Bernal, Nuestra increible sensibilidad olfativa, Bologs de Investigación y Ciencia. En las entrañas de la mente 03/03/2016

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