La consciència, el més íntim, el més distant.
No es difícil advertir en estas propuestas una estrategia de dominación. La ciencia moderna (representada aquí por el paradigma dominante) pretende robarnos la voluntad y, además, que le demos crédito. Pero ¿cómo vamos a hacerlo si carecemos de voluntad? Creer o no creer es ya un acto de la voluntad (y, por supuesto, de muchas otras cosas), pero, desde esa perspectiva, carecemos del libre albedrío necesario para llevar a cabo esa capacidad, tan cálida, tan humana, tan afectiva y necesaria para la vida: creer.
Con frecuencia nos dejamos intimidar por las credenciales científicas y olvidamos que el paradigma mecanicista imperante es bastante reciente (básicamente se remonta a Boyle y Newton). Dicho paradigma viene cuestionándose desde los años veinte del siglo pasado y algunas voces se han alzado contra el prolongado intento de explicar la conciencia reduciéndola al comportamiento de células nerviosas, neurotransmisores y sinapsis. La sensibilidad científica (ávida de certezas) y el entusiasmo tecnológico han llevado a afirmar que el cerebro es la causa de la conciencia, describiéndolo como una especie de computadora, y a admitir como corolario que las máquinas pronto llegarán a ser conscientes. Frente al entusiasmo ingenieril por lo tecnológico, algunos humanistas de corte mesiánico, aficionados a lo «oculto», hablan de una conciencia nueva, más amplia y expansiva, cuyo cociente emocional y espiritual desplazará definitivamente a esa abstracción tan poco útil para la vida que se llama coeficiente intelectual.
Pero hay otras antropologías para las cuales la conciencia no es algo que pueda tomarse o dejarse, aunque algunos pretendan haberse desembarazado de la insidiosa compañía de ese trasfondo de la existencia. Cualquiera que se haya paseado por las altas mesetas de la filosofía sabe que la conciencia carece de cualidades primarias, esas que interesan tanto a los animales de laboratorio: tamaño, solidez, extensión. No es grande ni pequeña, carece de peso y de medida, no es lenta ni veloz (aunque pue da experimentarse como tal en los denominados estados alterados de conciencia), así como tampoco parecen afectar le las restricciones del espacio y el tiempo. ¿Cuánto pesa una nostalgia? ¿Cómo medir los miedos y las esperanzas sino comparándolos con otros miedos y otras esperanzas? Cuando uno se plantea seriamente la duración de un anhelo, tiene la sensación de que el tiempo es un derivado del anhelo y no a la inversa. En esa convicción viven aquellos que consideran lo sólido y manipulable como resultado de la imbricación de sensaciones táctiles y visuales, y desde esta perspectiva la conciencia resulta irreductible.
Paradójicamente, la conciencia es lo más íntimo y, a la vez, lo más distante. Lo primero por su evidencia y presencia plenas, lo segundo por ser un trasfondo esquivo, huidizo e inaprensible. No consiente en medidas, ni siquiera en negligencias y olvidos. En ocasiones cambia de forma, por ejemplo cuando dormimos, pero siempre está ahí, ya como una madre desafecta, ya como una compañera fi el. Una de las mejores defi niciones de la conciencia que he encontrado proviene del sāṃkhya, una antigua filosofía india para la que la conciencia es al unísono origen y presente.
Juan Arnau, La invención de la libertad, Atalanta, Girona 2016
Juan Arnau, La invención de la libertad, Atalanta, Girona 2016
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