Discurs tòxic.
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El discurso del odio, el discurso del miedo y el discurso populista. Todos ellos forman parte del lenguaje político tóxico. La corrupción del lenguaje político está adherida a algunos discursos sin importar su color. Mensajes que se sirven de palabras y expresiones que emponzoñan o enmascaran la realidad; en algunas ocasiones, en un intento de resultar atrayentes u ocurrentes, pero, en otras, persiguen aplastar al oponente y engañar a los votantes.
Diariamente, la actualidad nos brinda muestras de esta reprobable práctica. Aquí, una docena de agrupaciones que incluyen muchos más ejemplos que seis eufemismos y seis expresiones ponzoñosas. Algunos de ellos son muy recientes y otros del pasado, incluso del más terrible.
Diariamente, la actualidad nos brinda muestras de esta reprobable práctica. Aquí, una docena de agrupaciones que incluyen muchos más ejemplos que seis eufemismos y seis expresiones ponzoñosas. Algunos de ellos son muy recientes y otros del pasado, incluso del más terrible.
Eufemismos
Los eufemismos o la lengua de madera es aquella que inventa un lenguaje desconectado de la realidad, con el que se disfrazan los hechos. Aquí va un ramillete de antología del presente, del pasado y, seguro, que sobrevivirán en el futuro:
"El proceso", ese kafkiano y ambiguo término con el que Artur Mas describe su desafío soberanista o el proceso participativo al que se refieren otros.
"Todas esas cosas que no nos gustaría que se produjeran", ese vacío, pero omnicomprensivo sintagma, con el que Mariano Rajoy evita referirse a la corrupción. Repita conmigo, señor Rajoy: "Se llama co-rrup-ción".
"Período de serias dificultades", "coyuntura económica claramente adversa", "deterioro del contexto económico", "escenario de crecimiento debilitado" e incluso "brotes verdes", todo un muestrario de la capacidad retórica que exhibió José Luis Rodríguez Zapatero para evitar hablar de «crisis».
"Crecimiento económico negativo", ese estúpido eufemismo que se ha instalado en lo más profundo de la política y de la empresa. Pedro Solbes echó mano de él en el pasado, pero tomaron el testigo con fuerza otros muchos después. Y es que reconozco padecer un crecimiento negativo de amor hacia las falacias.
"Recargo temporal de solidaridad" con el que Cristóbal Montoro pretendió definir el aumento del IRPF en diciembre de 2011.
Para terminar con los eufemismos de forma más ligera, resulta especialmente cómica la expresión "cese temporal de la convivencia", aquella imaginativa figura con que se quiso vestir la separación de la infanta Elena Borbón de Jaime de Marichalar.
Expresiones ponzoñosas
El lenguaje de los políticos está cargado de vocablos intencionados y metáforas con las que, a veces de manera subliminal y otras de manera evidente, manipulan la realidad o trasladan una visión distorsionada de la misma
La exageración y amplificación de conceptos: describir el aumento de la llegada de inmigrantes como una "plaga"; resumir los diferentes casos de corrupción con un "excesivo expolio"; hablar con frecuencia de que se "asesinan las libertades» o calificar el aborto de "terrorismo".
La banalización de lo importante: trivializar lo que es capital es otro de los recursos que más se ha extendido en la arena política. Sirva como ejemplo cómo el consejero de Sanidad de Madrid despachó las críticas a las medidas tomadas contra el ébola en el primer caso de contagio en España: "Para explicar a uno cómo quitarse o ponerse un traje no hace falta un máster". O denominar "los papelitos del 78" a la Constitución española, en la que se ha apoyado la democracia que sucedió a una dictadura. O definir a Rosa Díez como "esa señora que lleva 30 años bajándose de un coche oficial", una política que ha necesitado seguridad porque ha estado amenaza de muerte por la banda terrorista ETA durante casi tantos años como los que ha ejercido su profesión. Estas dos últimas perlas corresponden a Pablo Iglesias.
La militarización del discurso: se abusa de términos militares para describir la realidad política o social. Para serenar el debate hay que empezar por desmilitarizar la realidad, desde un lado y desde otro: "La casta está atrincherándose en las instituciones culturales", "El asalto de Podemos a las instituciones", "Rajoy ha desactivado la bomba política que Mas ha puesto en marcha".
El apelativo descalificador y desautorizador: las palabras están cargadas de connotaciones y las declaraciones de políticos de apelativos descalificadores para el contrario, el antagonista, al que se le cuelgan rancios sambenitos: facha, ultra, antidemócrata... La desautorización de la fuente es el menosprecio de los argumentos ajenos, que son cuestionados apoyándose en su supuesta falsedad, en dudas sobre su origen (falacia genética) o en la falta de autoridad del adversario político. Frases como "Nadie que esté en sus cabales...".
Abuso del término populista: hoy, cualquier iniciativa política del contrario que busca dar respuesta a demandas ciudadanas son metidas en el saco sin fondo del populismo. El que esté libre de populismo...
Demonizar palabras: el intento de erradicar palabras, de acotar el discurso, tampoco es una práctica inocente. Un buen ejemplo fue el intento de acabar con la palabra escrache, un vocablo que se refiere a una acción sin consecuencias penales, por lo que en los partes policiales se sustituyó por otros términos (como acoso, amenazas, coacciones...) que representan acciones que sí están en el código penal.
El problema es que los políticos, con sus palabras, están consiguiendo que también los ciudadanos caigamos en su trampa.
María Irazusta, Cómo las palabras tóxicas crispan la política, ICON, El País, 12/11/2014
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