La democràcia com a única pàtria.

El Roto


Resulta interesante analizar cómo ven dos países tan dispares como España e India, un asunto tan visceral como es el nacionalismo. Porque un choque cultural muy común que padecen los turistas españoles al llegar a India es pasar de un país con un apego a la simbología nacional más bien tibio a una tierra exótica con un profundo sentimiento patriótico.

Desde una perspectiva histórica, es indudable que el caldo de cultivo de los nacionalismos han sido, y serán siempre, las guerras, que se alimentan de enfebrecer las masas contra molinos y gigantes. En el caso de la India, el Imperio británico supuso el catalizador de este sentimiento unitario en un país convulso y fraccionado que llevaba siglos de interminables guerras entre rajás, nawabs, thakurs y sultanes por apropiarse de la tierra. En un país heterogéneo donde coexistían el sistema de castas, más de seis religiones diferentes, alrededor de 30 lenguas y más de 2.000 dialectos, la llegada de los colonizadores supuso el despertar de un gigante dormido que esperaba de un vigía como Gandhi para levantarse en pro de la independencia y la unidad. En este marco, el nacionalismo fue capaz de integrar encomiablemente a todas estas facciones y sentimientos bajo una misma bandera y un mismo ideal. Situación que ha perdurado hasta la actualidad debido a que el nacionalismo en la India supo diluirse en su expresión políticamente correcta e incluso elogiada socialmente: el patriotismo. Ese amor ciego que adora su tierra sin motivos, porque sí, porque “es suya”, y que para ello encuentra sus propias razones.

Sin embargo, a pesar de su utilidad, el patriotismo solo es recomendable en dosis pequeñas, o corre el peligro de convertirse en una herramienta de dominación por parte de una bando sobre el resto de la sociedad. A menudo las esferas de poder emplean el patriotismo como unas orejeras con que cegar a las masas para que no alcancen a ver en su crudeza los problemas reales que les atañen, infantilizándolos con emociones instintivas, distrayéndolos con pan y circo, orgullo y prejuicio; en definitiva, haciéndoles sentir ilusoriamente partícipes de un progreso colectivo que en realidad no repercute en sus vidas sino en la de unos pocos. De ello se encarga de manera ejemplar la propaganda educacional, cantando el himno cada mañana en la escuela desde la infancia, también la industria del espectáculo, espoleando a los espectadores con simbología nacional a ritmo de Bollywood o mezclando la mitología religiosa con la historia. Se magnifican en la televisión las epopeyas de los patriotas, desde Maharana Pratap de Mewar a Shivaji, Surya Sen, Netaji, Jatindra Nath Das o el propio Mahatma.

No obstante, aunque el orgullo de un pueblo es noble y legítimo, no debe nunca sesgar la cruda realidad, no debe edulcorar nuestras críticas, no debe atenuar las exigencias civiles, no debe enmascarar las verdaderas necesidades de la ciudadanía o los errores de sus dirigentes. Cierto desapego, un distanciamiento de las querencias patrias, resulta imprescindible para encarar la realidad quirúrgicamente y no mirar hacia otro lado, dejándose arrastrar por el sentido y la sensibilidad.

Aprovechando que el Ganges pasa por Benarés, en muchos países del primer mundo, el nacionalismo no es más que un síntoma, una patología por un malestar generalizado que, aparte del estigma histórico, encuentra su explicación en la corrupción de sus instituciones, la crisis económica, la obsolescencia del sistema político, el declive de los servicios públicos, la influencia de los lobbys en las instancias del poder y en suma, en un alevoso desmantelamiento de la sociedad del bienestar por gobiernos centralistas en aras del neoliberalismo. Entonces los pueblos se repliegan, se aferran a su tierra como raíces. Sus habitantes se reconocen no como individuos sino como colectividad. Convierten su idioma y sus costumbres, que no eran más que herramientas de comunicación, en armas de segregación. Apelan a la pérdida cultural, a aferrarse al pasado, a apropiarse de los agravios de antaño y las pérdidas de sus antecesores.

 No podemos separar el auge de los sentimientos nacionalistas de la realidad que se palpa en la calle, pues esas manifestaciones ardorosas de amor a conceptos genéricos y enconados no surge de la nada, sino que es alimentada y enardecida por otros con intereses personales.

 ¿Otro nacionalismo? En el aspecto externo, no es más que una causa de divisiones entre los hombres, adoctrinamientos, guerras y prejuicios. En el aspecto íntimo, decía Krishnamurti: “esta identificación con lo más grande, con la patria, con una idea, no es más que una forma de auto-expansión, la búsqueda de un bienestar” ilusorio, y añadiría temporal, que prontamente se vería diluido por la realidad de su limitación: que la naturaleza del hombre es la misma, lo llamemos país, Estado o autonomía.

En consonancia, la única patria del hombre debería ser la democracia, la libertad del individuo, el estado de derecho, la gestión equitativa de los recursos, el acceso a la educación, la vivienda y al trabajo digno y no un pedazo de tierra, unas costumbres en transformación o los símbolos mutantes –sean escritos u orales- creados para entenderse: que fue siempre el origen de su función.  

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