Arendt i la intel.ligència creadora.
Hay quien se
acerca a la historia de la filosofía como quien va
a un museo a disfrutar con las brillantes
creaciones de la humanidad. No es ese mi caso. No
soy un espectador, sino un reciclador de
filosofías pretéritas. Busco en ellas lo que me
sirve para comprender mejor la realidad, y
resolver los problemas teóricos y prácticos con
que nos enfrentamos. Por eso mi visión de los
filósofos es parcial y utilitaria. Me recuerda lo
que sucede con las ciudades. Cada uno de nosotros
tiene una geografía mental, hecha con las calles
que recorremos, la esquina donde nos citábamos, el
jardín en que jugábamos de pequeños. Sabemos que
el resto de la ciudad existe, pero tenemos de esa
porción no frecuentada un conocimiento lejano y
abstracto. La pregunta que me hago después de leer
a un filósofo –en este caso a Hannah Arendt– es
siempre la misma: ¿Qué podría utilizar o prolongar
de su obra?
Hannah Arendt |
Años después, mientras escribía
La lucha por la dignidad, con María de la
Válgoma, me interesó otro tema tratado por Arendt:
las personas sin Estado. Los desarraigados. En uno
de sus primeros libros –Rahel Varnhagen: vida
de una judía– hablaba ya del sentimiento de
desarraigo de la biografiada, la angustia de
carecer de Bild, de un modelo que guiara su
evolución. Arendt utilizó el concepto de “paria”,
que según Elisabeth Yung-Bruehl, su mejor
biógrafa, permite interpretar su obra entera. El
acceso a los derechos depende de la pertenencia a
un Estado, de la ciudadanía, de la posibilidad de
establecer lazos con otras personas. En un momento
de la historia en que los desplazados, los
apátridas, los refugiados, los sin papeles
aumentan dramáticamente, las palabras de Arendt
resuenan muy actuales.
Tal vez la necesidad
de enraizamiento que sin duda Hannah sentía, tanto
en lo privado como en lo político, permita
comprender un complejo episodio de su vida: su
relación amorosa con Martin Heidegger. Hannah era
alumna suya. Un par de meses después de comenzar
el curso, el maestro la invitó a una charla en su
despacho. Heidegger recordó después este primer
encuentro en alguna de sus cartas. La muchacha
llegó envuelta en una gabardina, con un sombrero
ocultándole la cara, soltando de tanto en tanto un
“sí” o un “no” apenas audible. Tras esa
conversación, Heidegger le escribió una larga
carta con su prosa elaborada y elocuente, y pocas
semanas después le declaraba su pasión. Heidegger
ejercía sobre sus alumnos una poderosa influencia,
que en este caso utilizó de manera poco decente.
Hannah tenía dieciocho años, había sido una niña
huérfana, melancólica y vulnerable, compartía el
sentimiento de inseguridad de muchos judíos, un
sentimiento de desarraigo. Se sentía perdida,
desamparada, agotada en su empeño por no dejarse
acomplejar. En 1945 escribió a su marido: “Esta
absurda compulsión, alimentada desde la juventud,
a actuar siempre delante de todo el mundo como si
no ocurriera nada, eso es lo que consume gran
parte de mi energía”. Al elegirla como amante,
Heidegger cumplía un sueño de la joven intelectual
judía: ser definitivamente aceptada por un
representante insigne de la cultura
alemana.
Heidegger, un hombre casado, acabó
pidiendole que no se vieran más. En agosto de
1933, Hannah Arendt abandonó Alemania, apenas
cuatro meses después de que Heidegger ingresara en
el Partido nazi y fuera nombrado rector de la
Universidad de Friburgo. Volvieron a encontrarse
casi veinte años después, cuando Heidegger
necesitaba ayuda para su proceso de
“desnazificación”. De todo este episodio, Hannah
Arendt emerge como una figura honesta, generosa y
engañada; y Heidegger como una persona egocéntrica
y astuta, como un “mentiroso compulsivo”, en
palabras de su ex amante.
En 1936, Hannah
conoció en París a Heinrich Blücher, otro
refugiado alemán que militaba en un grupo de
extrema izquierda. Blücher, un hombre inteligente
y discreto, al que tengo una gran simpatía, creía
que estaban hechos el uno para el otro, y se
empeñó en vencer la resistencia de Hannah, que se
había prometido “no volver a amar a ningún
hombre”. Lo consiguió. Unos meses después de
conocerse, Hannah le escribía: “Me obligaste a
confiar en ti, pero sólo en ti, y sólo entre
nosotros”. Blücher, con su ternura y su
constancia, consiguió que Hannah se olvidara de su
desconfianza y su miedo. No consiguió, eso es
cierto, que se olvidara de “Martin, la leyenda”,
como le llamaba con gran sentido del humor, pero
la ayudó a enfrentarse con la turbación que la
produjo encontrarse de nuevo con su inolvidable
maestro. En 1960, Hannah Arendt escribió una
dedicatoria que pensaba mandar a Heidegger,
acompañando la traducción al alemán de una de sus
obras. Decía así: “Queda este libro sin
dedicatoria. Cómo debería dedicártelo, amigo del
alma, al que he permanecido fiel e infiel y
siempre enamorada”. No envió esa misiva. En
su lugar, mandó una fría nota que enfureció a
Heidegger.
Heinrich Blücher murió en 1970.
Arendt le sobrevivió cinco años. “¿Cómo voy a
vivir ahora?”, preguntó a sus amigos. Nunca
abandonó el apartamento de Riverside Drive, en el
que habían vivido, porque en él la ausencia de
Blücher estaba “presente y viva en cada rincón y
en todo momento”. Hannah Arendt había conseguido
arraigarse. Blücher había sido su patria.
José Antonio Marina, Hannah Arendt y la búsqueda de arraigo, el cultural.es, 12/10/2006
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