Populisme i dret a decidir.
Hace ya diez años, el entonces ministro de relaciones
intergubernamentales de Canadá, el quebequés Stéphane Dion, nos ponía
sobre aviso de que “la dinámica secesionista es difícilmente conciliable
con la democracia”. Sostenía, además, que en un Estado donde se ejercen
y respetan los derechos y las libertades “no hay argumento moral
posible que justifique convertir a nuestros conciudadanos en
extranjeros” (El País, 06/07/2003). Pues bien, ambas afirmaciones son
trasladables hoy a Cataluña donde el proceso secesionista, se muestra
poco respetuoso con la pluralidad de la sociedad catalana y lanza
promesas socioeconómicas claramente populistas. El soberanismo no desea
que se produzca un debate racional, sosegado, sobre sus traídos
argumentos. Sabe que no existe un fundamento claro que justifique la
secesión, y por eso exige la celebración de una consulta en el año
taumatúrgico del 2014. Que cerca del abismo, Artur Mas haya rebajado
ahora la tensión y frustrado las expectativas de no pocos
independestistas, aunque esté por ver exactamente con qué objetivo, y
cómo eso puede variar el apoyo que le presta Esquerra Republicana de
Catalunya (ERC), no debería hacernos olvidar cuál es la naturaleza de
los argumentos que nos han llevado hasta aqui.
Según el politólogo Allen Buchanan, en el prólogo a la edición castellana de su obra ya clásica, Secesión. Causas y consecuencias del divorcio político
(2013), existen cuatro tipos de injusticias que dan origen al derecho
de secesión. Considera que, en el caso catalán, resulta del todo
imposible argüir las dos primeras: el argumento de una anexión
territorial de España sobre Cataluña en el pasado y la violación actual
de derechos y libertades básicas. Afirmar lo contrario supondría
considerar que Cataluña es una colonia española, extremo que nadie
sensato en el mundo aceptaría. Sin embargo, fijémonos cómo el
soberanismo se esfuerza a diario en construir un imaginario que va
justamente en esa dirección aprovechando cualquier efeméride. Intenta
convertir, como ya se ha criticado sobradamente, el conflicto
internacional sobre la sucesión a la corona española de principios del
siglo XVIII en una guerra de secesión, cuyo traumático final, con la
imposición del Decreto de Nueva Planta, constituiría la prueba de ese
sometimiento colonial. Y pretende convencer a la sociedad catalana de
que la relación con España es una historia continuada de represión y
maltrato hasta el día de hoy.
Pero este es solamente el telón de fondo sobre el que se desarrollan
otros dos argumentos que, si fueran ciertos, bien podrían justificar,
volviendo a Buchanan, la secesión: una redistribución discriminatoria de
recursos continuada y grave, y la vulneración por parte del Estado de
las obligaciones del régimen autonómico o la negativa continuada a
negociar una forma de autonomía adecuada.
En efecto, ambos argumentos son utilizados profusamente por los
soberanistas en su intento de elevar las disfunciones, deslealtades o
desajustes del modelo autonómico a la categoría de delitos de lesa
humanidad. La legitimidad moral de la separación recae así en un doble
relato: el expolio económico que sufre Cataluña desde tiempo inmemorial,
aunque solo ahora parece perceptible a rebufo de la crisis general, y
la gravísima afrenta política que, insisten, significó la sentencia del
Tribunal Constitucional sobre el Estatuto. Todo ello les lleva a
argumentar que la ruptura con España es ya “irreversible”, pues, del
otro lado, “no llega ninguna alternativa, ni que sea modesta”, insistía
Jordi Pujol este verano, ninguneando del todo la vía federal propuesta
por el PSOE, y que la propia CiU, cabe imaginar que en un gesto
disidente del democristiano Josep Antoni Duran Lleida, votó
favorablemente en el Congreso de los Diputados en el último debate sobre
el estado de la nación.
En cualquier caso, no hay duda de que ambos argumentos, el del
expolio y la afrenta, han calado a fondo en la sociedad catalana al
cumplir con la regla de oro de la mentira: no solo ha de ser repetida
mil veces, sino que requiere que contenga algunos elementos de verdad
que bien podemos compartir desde otras posiciones. En el ámbito
económico, es rotundamente falso que cada año salgan de Cataluña 16.000
millones que no regresan de ninguna forma, pero es cierto que los
catalanes aportamos más de lo que recibimos (al igual que madrileños y
baleares), como también que la política de inversiones de los sucesivos
gobiernos españoles no siempre han obedecido a criterios claros,
objetivos y basados en la eficiencia, cuando no directamente en el
clientelismo.
Así mismo, salta a la vista que la financiación de las autonomías de
régimen común ha de ser nuevamente mejorada, sobre todo para atender a
los cruciales servicios educativos, sanitarios y sociales que prestan, y
que el nuevo modelo debería regirse entre otros principios por el de
ordinalidad para que no se produzcan alteraciones excesivas una vez se
ha ejercido la solidaridad entre territorios.
Señalar estos u otros problemas, sin olvidarnos del agravio que
provocan los cupos forales, no permite en absoluto sostener la tesis del
expolio. Tal extremo no pretende otra cosa que dar cobertura moral a la
secesión, soslayando así el principio redistributivo con el resto de
españoles. En efecto, la otra cara de este argumento, con el que se
pretende seducir a las clases populares y medias catalanas, es que,
“cuando nos hayamos librado de la rémora del Estado español, no harán
falta recortes sociales”, pues gracias a nuestros propios recursos
“podremos tener un bienestar social envidiable”, afirmaba Josep Rull,
secretario de organización de CDC, en la presentación de una campaña
secesionista en la que entre otras maravillas se augura un descenso del
paro del 10%.
Estas engañosas promesas ponen de manifiesto hasta qué punto estamos
ante una propuesta populista. Por eso sorprende que desde posiciones de
izquierdas, como la que deberían defender los sindicatos mayoritarios en
Cataluña, se caiga en la trampa del soberanismo, cuando la historia nos
muestra que la exacerbación de los conflictos que tienen una base
identitaria, aunque intenten camuflarse tras otras máscaras, diluyen las
verdaderas luchas por una mayor igualdad y justicia social.
Al lado del expolio, la sentencia del Tribunal Constitucional se ha
convertido para el discurso nacionalista en una especie de punto de no
retorno. Todo el proceso de reforma estatutaria fue desgraciado desde el
principio hasta el final; los actores políticos del momento, tanto en
Barcelona como en Madrid, actuaron con frivolidad y cortoplacismo,
siendo particularmente maliciosa la actitud del PP. La sentencia llegó
tarde, con un tribunal desprestigiado y a solo cuatro meses de las
elecciones autonómicas de 2010.
En ese escenario se impuso en Cataluña la lectura más negativa, la
que convenía para argumentar la legitimidad moral de la secesión. Pero
la realidad es que la sentencia dejó vivo el Estatuto, como subrayaba
hace poco el jurista y exmagistrado Pascual Sala, lo cual no niega la
grave contradicción de que unos jueces enmendasen a posteriori lo que
los ciudadanos ya habían ratificado en referéndum. El carácter
interpretativo de la sentencia en las cuestiones más polémicas puso de
manifiesto la necesidad de una reforma constitucional en profundidad del
título VIII, como en más de una ocasión expresó la entonces presidente
del TC, María Emilia Casas.
El soberanismo ha logrado extender un relato que culmina con la
exigencia de ejercer un derecho que se presenta como algo
democráticamente incontrovertible: decidir unilateralmente la secesión y
hacerlo cuanto antes. En una Cataluña sobreexcitada, donde no siempre
se respeta la neutralidad informativa y escasea el pluralismo de
opinión, dudo que votar ahora acabara siendo la culminación de un debate
democrático, realmente deliberativo. Y cuando en medio de tantas
angustias socioeconómicas la secesión se ofrece, sobre todo, como un
remedio milagroso para salir de la crisis y alcanzar a continuación un
bienestar envidiable, me pregunto si en estas condiciones es lícito
someter a votación una propuesta populista.
Joaquim Coll, Cataluña, democracia o populismo, El País,09/09/2013
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