elits culturals (Bauman)
Sobre la base de
estudios realizados en Gran Bretaña, Chile, Hungría, Israel y Holanda, un
equipo de trece miembros dirigido por el respetado sociólogo de Oxford John
Goldthorpe llegó a la conclusión de que ya no es posible diferenciar fácilmente
a la elite cultural de otros niveles más bajos en la correspondiente jerarquía
mediante los signos que otrora eran eficaces: la asistencia regular a la ópera
y a conciertos, el entusiasmo por todo lo que en algún momento se considere
“arte elevado” y el hábito de contemplar con desprecio “lo común, desde las
canciones pop hasta la televisión comercial”. Ello no equivale a decir que ya
no existan personas consideradas —en gran medida por ellas mismas— integrantes
de una elite cultural: verdaderos amantes del arte, gente que sabe mejor que
sus pares no tan cultivados de qué se trata la cultura, en qué consiste y qué
se juzga comme il faut o comme il ne faut
pas —apropiado o inapropiado— para un hombre o una mujer de cultura.
Excepto que, a diferencia de aquellas elites culturales de la modernidad, ya no
son “connoisseurs” en el sentido
estricto de menospreciar el gusto del hombre común o el mal gusto de los
ignorantes. Por el contrario, hoy resulta más apropiado calificarlos de
“omnívoros”, recurriendo al término acuñado por Richard A. Peterson, de la
Vanderbilt University: en su repertorio de consumo cultural hay espacio para la
ópera y también para el heavy metal y el punk, para el “arte elevado” y también
para la televisión comercial, para Samuel Beckett y también para Terry
Pratchett. Un mordisquito de esto, un boca do de aquello, hoy una cosa, mañana
otra. Una mezcolanza… de acuerdo con Stephen Fry, autoridad en tendencias de la
moda y faro de la más exclusiva sociedad londinense (así como estrella de
exitosos pro gramas televisivos). Fry admite públicamente:
Una persona puede ser fanática de lo digital y a la vez leer libros; puede ir a la ópera, mirar un partido de críquet y reservar entradas para un recital de Led Zeppelin sin partirse en pedazos… ¿Te gusta la comida tailandesa? ¿Pero qué tiene de malo la italiana? Epa, calma. Me gustan las dos. Sí, se puede. Me puede gustar el rugby, el fútbol y los musicales de Stephen Sondheim. El gótico victoriano y las instalaciones de Damien Hirst. Herb Alpert & The Tijuana Brass y las obras para piano de Hindemith. Los himnos ingleses y Richard Dawkins. Las ediciones originales de Norman Douglas, y además los iPods, el billar inglés, los dardos y el ballet…
O bien, tal como lo enunció Peterson en 2005 sintetizando veinte años
de investigación: “Observamos un deslizamiento en la política de los grupos de
elite, desde aquella intelectualidad esnob que desdeña toda la cultura baja,
vulgar o popular de masas […] hacia la intelectualidad omnívora que consume un
amplio espectro de formas artísticas populares así como cultas”. En otras
palabras, ninguna obra de la cultura me es ajena: no me identifico con ninguna
en un cien por ciento, de manera total y absoluta, y menos aún al precio de
negarme otros placeres. En todas partes me siento como en casa, a pesar de que
(o quizá porque) no hay ningún lugar que pueda considerar mi casa. No se trata
tanto de la confrontación entre un gusto (refinado) y otro (vulgar), como de lo
omnívoro contra lo unívoro, la disposición a consumirlo todo contra la
selectividad melindrosa. La elite cultural está vivita y coleando: hoy está más
activa y ávida que nunca… pero está tan ocupada siguiendo hits y otros eventos culturales célebres que no tiene tiempo para
formular cánones de fe o convertir a otros.
Aparte del principio de “no ser puntilloso, no ser quisquilloso” y
“consumir más”, no tiene nada que decir a la multitud unívora que está en la
base de la jerarquía cultural.
Zygmunt Bauman, La cultura en el mundo de la
modernidad líquida, FCE, Buenos Aires 2013
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