Per què hem de témer l'augment de les desigualtats socials?
Como ocurre cuando baja la marea, la recesión económica que ha seguido a la crisis financiera de 2008 ha dejado al descubierto tres grandes peligros que, ocultos bajo la pleamar económica de la burbuja de crédito, ahora amenazan con impedir el retorno a un mundo con cierta estabilidad económica y progreso social.
El primero, es el gigantismo del sector financiero en relación con el
resto de la economía; una verdadera macrocefalia financiera. El
segundo, son los grandes desequilibrios comerciales globales; en nuestro
caso, entre Alemania y el resto de la zona euro. El tercero, es la
desigualdad.
De los tres, el que menos atención recibe es el tercero. Pero, en mi
opinión, la desigualdad es el factor potencialmente más peligroso para
el funcionamiento del capitalismo y de la democracia.
Lo relevante de la desigualdad actual no es su existencia, sino la
magnitud que ha alcanzado. Los economistas Thomas Piketty y Emmanuel
Sáez, dos de los mejores estudiosos de esta cuestión, han elaborado un
gráfico que nos permite comprender este riesgo. Medida en porcentaje de
la renta total que queda en manos del 10% más rico, la desigualdad en
los últimos cien años presenta dos picos en el inicio y el final de ese
periodo y un valle de relativa igualdad en medio. Imaginen un gráfico en
forma de “U” y tendrán una imagen fiel de esa evolución.
El primer pico se produjo entre las dos guerras mundiales. A esa
época se le llamó la gilded age, la edad dorada, nombre que hace
referencia al sentimiento de las élites ricas de la época de vivir en un
mundo de estabilidad y riqueza perpetuas, una percepción ajena al
riesgo que significaba la elevada desigualdad y el mundo propio de las
novelas de Charles Dickens que sufría la mayor parte de la población. El
crash financiero de 1929, la Gran Depresión de los treinta y la II
Guerra Mundial hicieron añicos esa visión irresponsablemente feliz.
La desigualdad se redujo de forma rápida e intensa en la posguerra,
dando lugar a la época de relativa igualdad que se prolongó durante 25
años, entre los cincuenta y setenta. Las políticas keynesianas de
estabilización del ciclo económico, el sometimiento del genio de las
finanzas a rígidas reglas, la aparición de instituciones de control
democrático y las políticas salariales y sociales del Estado del
bienestar fueron la razón de esa edad de la igualdad.
Sin embargo, a partir de los años ochenta, la desigualdad volvió por
sus fueros. Y, de acuerdo con los datos de Pickett y Sáez, lo ha hecho
con mayor intensidad aún que a principios del siglo pasado.
¿Nos debe preocupar esta segunda gilded age? En mi opinión, sí, y mucho.
Como economista puedo encontrar algunas razones para aceptar una
cierta desigualdad, pero no conozco ningún argumento económico que
justifique los niveles actuales. Al contrario, hay muchas razones para
temer sus consecuencias. Mencionaré cuatro, para las que hay evidencia
empírica concluyente.
Primera. La desigualdad hace a las economías de mercado
maniacodepresivas, volátiles e inestables. La razón es que la
desigualdad reduce el consumo de amplias capas sociales; y sin consumo
de masas, el capitalismo no funciona bien. De hecho, la burbuja de
crédito y el sobreendeudamiento de los hogares fueron una forma de dar a
las familias una capacidad de compra que no tenían para que la economía
siguiese funcionando. Pero ya hemos visto cómo acabó este experimento.
Segunda. La desigualdad polariza la sociedad en dos grupos, no solo
de renta, sino también de expectativas de futuro. El resultado es un
aumento del malestar y de los conflictos sociales de todo tipo:
protestas, manifestaciones, huelgas y violencia social y política. Esto
hace imposible la existencia del contrato social que toda sociedad
necesita para funcionar.
Tercera. La desigualdad, en la medida en que es un caldo de cultivo
propicio para de todo tipo de extremismos y populismos, es lesiva para
la democracia. La historia política del primer tercio del siglo pasado
no debería ser olvidada. En esta situación, la tentación
tecnocrática-totalitaria de las élites aflora rápidamente. En la Europa
del euro hemos comenzado a ver síntomas de esta tentación.
Cuarta. La desigualdad corrompe los sentimientos morales y los
fundamentos éticos que requiere una sociedad de mercado. La desigualdad
extrema hace que los muy ricos se sientan diferentes a usted y a mí.
Surge así una moral nihilista donde todo vale.
Se podría decir, por tanto, que la desigualdad es un poderoso
disolvente del pegamento que una economía de mercado necesita para ser
estable y producir progreso económico y social. La desigualdad puede
acabar matando al capitalismo y a la democracia.
¿Hay remedio? Preguntémonos qué es lo que caracteriza al capitalismo,
¿la desigualdad extrema que estamos viendo o la igualdad relativa de
mediados de siglo? Algunos comienzan a decir que esa era de igualdad fue
un sueño que no volverá. Pero deberíamos resistirnos a esta conclusión
derrotista y peligrosa.
El reto ahora, después de esta Gran Recesión, como lo fue después de
la Gran Depresión del siglo pasado, vuelve a ser el crear un pegamento
que reconcilie el capitalismo con la democracia. Un nuevo contrato
social. No será fácil, pero vale la pena intentarlo porque nos va mucho
en el empeño.
Antón Costas, Que no digas que fue un sueño, Economía. El País, 29/09/2013
Comentaris