El primero de los Ensayos sobre la vida humana, del estadounidense Thomas Nagel (nacido en 1937), está dedicado justamente a este tema. En él defiende la postura de que la muerte es un mal para la persona cuya vida termina. Hasta aquí, diría que normal.
Pero Nagel defiende que lo es siempre: “Vale la pena vivir la vida incluso cuando los elementos negativos de la experiencia son abundantes o cuando los elementos positivos son demasiados escasos como para superar por sí mismos a los negativos”. Para Nagel, lo importante es “la experiencia misma, antes que cualquiera de sus contenidos”. Lo importante es seguir experimentando cosas, ya que después de morir no podremos hacerlo (no hace falta mencionar que Nagel es ateo).
Una de las objeciones que trata es la asimetría de nuestra preocupación por la inexistencia, que ya señaló Lucrecio en Sobre la naturaleza de las cosas, en el siglo I a. C.: ninguno de nosotros existió antes de nacer (que sepamos), pero casi nadie cree que esto sea una desgracia. ¿Por qué nos preocupa la inexistencia tras nuestra muerte, pero nos suele dar igual la inexistencia antes de nuestro nacimiento?
Para Nagel, “el problema es que la vida nos acostumbra a bienes de los que nos priva la muerte”. La muerte es “una cancelación abrupta de una cantidad indefinidamente grande de bienes posibles”. Su carácter inevitable no hace que deje de ser una desgracia, igual que si a todos los humanos nos doliera la cabeza tres horas cada día, nos tomaríamos un analgésico para intentar remediarlo y no nos resignaríamos y nos encogeríamos de hombros.
El británico Bernard Williams (1929-2003) tiene una objeción a la inmortalidad, que escribe en su ensayo The Makropulos case: reflections on the tedium of immortality (El caso Makropulos: reflexiones acerca del tedio de la inmortalidad; el enlace es un pdf), incluido en Problems of the Self (Problemas del ser).
Lo hace a partir de una obra de teatro de Karel Čapek, en la que Elina Makropulos alcanza la inmortalidad gracias a un elixir creado por su padre. Cuando cumple más de 300 años, su vida es aburrida, indiferente y fría. Y esto es lo que sostiene Williams: la inmortalidad le quitaría sentido a nuestras vidas, nos robaría toda capacidad de sorpresa y convertiría nuestra existencia en un aburrimiento continuo.
Para Williams, la muerte, aunque nos aterre, nos impulsa a aprovechar y valorar el tiempo que tenemos, a darle valor. Incluso apunta que, sin ser inmortales, por culpa del “progreso técnico” podemos llegar a vivir más de lo deseable.
Otros filósofos le han contestado que si mantuviéramos la suficiente calidad de vida no tendríamos por qué terminar hartos de todo. Thomas Nagel escribe de nuevo sobre la muerte en Una visión de ningún lugar y, en una nota al pie en la que menciona este ensayo de Williams sugiere: “¿Es posible que él se aburra más fácilmente que yo?”.
Es cierto que Williams da una visión estrecha de nuestras vidas, como si tuviéramos un número finito de proyectos, ideas y deseos. Pero también es verdad que Nagel no propone nada. Lo que escribe viene a ser como si estamos en el dentista y de repente entra un tipo en la consulta, se nos acerca y dice: “A nadie le gusta ir al dentista”, y se va. ¡Ya lo sé! ¿Qué debo hacer con esa información? En cambio, Williams nos recuerda que la muerte, nuestra fecha de caducidad, nos debería motivar para darle importancia a lo hacemos y para intentar hacer todo eso que es importante para nosotros.
Solo un inmortal pospondría indefinidamente lo que de verdad quiere hacer.
Jaime Rubio Hancock, ¿Y si fuéramos inmortales?, Filosofía inútil 01/11/2023
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