Sobre els criteris morals.
¿Hay verdades absolutas en ética?
¿Podríamos alcanzar un criterio que nos sirviera para saber siempre y en todo momento quién tiene razón (o más razón)?
Lo comentaremos al hilo de un libro recién traducido, El cuarteto de Oxford, de Benjamin J. B. Lipscomb, cuyo estupendo título original era The Women Are Up To Something (Las mujeres traman algo). En el libro se habla de las filósofas Elizabeth Anscombe (1919-2001), Philippa Foot (1920-2010; a quien recordaréis del dilema del tranvía), Iris Murdoch (1919-1999; una de mis novelistas favoritas) y Mary Midgley (1919-2018). El ensayo explica cómo se enfrentaron a la ética analítica que dominaba en la Universidad de Oxford tras la Segunda Guerra Mundial.
En ese momento había dos teorías especialmente influyentes:
- El emotivismo ético de Alfred J. Ayer (1910-1989). En su libro Lenguaje, verdad y lógica, Ayer defiende que los términos éticos no tienen referencias empíricas y sirven solo para mostrar sentimientos e incitar a la acción. Como escribe Limpscomb, para este pensador, “los juicios morales pueden expresar un sentimiento de aprobación o desaprobación, pero no pueden, estrictamente hablando, decir nada. Son como los vítores o los abucheos”. Por esta razón en ocasiones se hablaba de “la teoría buuu-hurrah de los juicios morales”.
- El prescriptivismo de Richard M. Hare (1919-2002). Este autor responde al emotivismo de Ayer en El lenguaje de la moral, donde expone la tesis de que el lenguaje ético no solo expresa emociones, sino que es prescriptivista y propone normas. La función de la ética es explicar la relación entre unos principios generales e intuitivos (matar está mal) y las decisiones personales que tomamos (no voy a matar a nadie… al menos hoy). Son decisiones que debemos tomar con ayuda del pensamiento crítico, para evitar dogmatismos y fundamentalismos, y a pesar de que no hay valores éticos objetivos, sino personas con conjuntos distintos de posturas éticas.
Es decir, cuando las cuatro filósofas de las que habla el libro están estudiando en Oxford se encuentran con un ambiente en el que había una separación entre los hechos científicos, que eran la verdad, lo que se podía analizar, y la emotividad subjetiva, donde quedaba todo lo demás.
Lipscomb narra un ataque en cuatro tiempos a estas ideas:
1. En una charla para la BBC sobre el existencialismo francés y el emotivismo británico, Murdoch pone de manifiesto que por un lado se nos dice que “los valores son proyecciones humanas sobre una realidad carente de ellos”, pero por otro estas posiciones vienen acompañadas de “las exhortaciones, implícitas o explícitas, a la valentía, a la fortaleza o a la responsabilidad adulta”, como escribe Lipscomb. Es decir, no hay una dicotomía real entre hechos y valores.
2. Anscombe considera además que los planteamientos de Ayer y Hare son insuficientes y que están alejados de lo que ocurre en nuestras vidas, y más tras el lanzamiento de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki: “Ninguna de las teorías predominantes, a su parecer, descartaba la matanza de inocentes, el asesinato", sino que solo "se centraban en la libre adopción de principios en un mundo sin valores”.
La filósofa defiende la necesidad de criterios objetivos para evitar que podamos darle validez moral a cualquier cosa, como a bombardear civiles (ejem), y apuesta por “el vocabulario aristotélico tradicional de los vicios y virtudes”. Anscombe propone elaborar “un listado de las características que permiten a las personas tener una vida vibrante y exitosa (...), y construir sobre esa base un esquema ético” basado en la biología, la psicología, la antropología y demás ciencias.
3. Anscombe no llegó a materializar este proyecto. Tampoco lo hizo Foot, aunque sí terminó de dinamitar el emotivismo de Ayer y el prescriptivismo de Hare en los artículos "Argumentos morales" y "Creencias morales". Siguiendo un consejo de Anscombe, estudia a Tomás de Aquino (también aristotélico), de quien aprende que “la ética podía consistir en verdades objetivas” y que virtudes como la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza nos ayudan “a prosperar en un amplio abanico de actividades” y a identificar las tendencias negativas, los vicios, que nos impiden desarrollarnos.
4. Midgley también siguió a Aristóteles, en su caso para criticar la estrechez de miras de la filosofía oxoniense: como Aristóteles, que escribió de biología, física y astronomía, Midgley dedicó su obra a “comprender las continuidades entre los seres humanos y el resto del mundo natural”, y se acercó a la ética con un enfoque integrador.
En libros como Bestia y hombre, la filósofa critica la idea de que podemos escoger o inventar valores, como si cualquier cosa pudiera ser importante para nosotros. Nuestra naturaleza nos da un repertorio de valores y de ahí parten nuestras reflexiones, emociones e ideas. Hay algunos valores que podemos considerar universales, como el respeto a la vida o a la propiedad, pero la expresión concreta de estos principios puede cambiar dependiendo de cada persona y cada sociedad. Midgley cuestiona así “las posiciones extremas y las disyuntivas fáciles. No naturaleza o crianza, no instinto o aprendizaje, sino, invariablemente, ambos”. Los humanos no decidimos lo que nos importa, como pretende Hare, sino que lo descubrimos.
Estas cuatro filósofas defendieron la ética de las virtudes aristoteliana, pero la propuesta tiene también dificultades: ¿cómo elegimos las virtudes? ¿Con qué criterios las seleccionamos? ¿Cómo definimos una vida vibrante, exitosa, floreciente? ¿No dependerá de cada persona? ¿No caemos en el peligro de decidir de forma arbitraria lo que es bueno según nuestras preferencias (no beber alcohol, por ejemplo) y convertirlo en una virtud (la templanza)?
Las respuestas de las demás tradiciones éticas no son más convincentes:
- La deontología, la ética de los deberes, nos dice que la moral ha de seguir unas normas universales. ¿Pero cómo decidimos estas normas? ¿Cómo sabemos que no son arbitrarias o fruto de la costumbre? ¿Y qué norma elegimos cuando dos o más entran en conflicto?
- El utilitarismo se basa en el principio de mayor felicidad: el interés de la comunidad consiste en la suma de los intereses individuales y la justicia se mide por sus resultados. ¿Pero cómo podemos valoramos las consecuencias de nuestras acciones si, en realidad, pocas veces podemos predecirlas? ¿Y cómo medimos la felicidad o el bien común? ¿Es mejor que nos obliguen a ver Shakespeare, aunque nos aburra, o que nos dejen ver el fútbol, aunque no tenga el mismo valor que Hamlet?
Es cierto lo que dicen las cuatro filósofas de Oxford: no podemos defender cualquier cosa solo porque nos apetezca. Seguramente resulte imposible pensar en una jerarquía o en un criterio universal de virtudes o de valores que nos ayude a resolver siempre todos los dilemas morales, pero, al menos, sí podemos aspirar a entender estos dilemas, e ir más allá de un “me gusta - no me gusta”. Muchos de nuestros conflictos y diferencias, como la guerra de Israel y Gaza, solo se podrán resolver si intentamos entender los valores ajenos y no los tratamos solo como preferencias irracionales.
Eso sí, tampoco subestimemos las ideas de Ayer y, sobre todo, Hare: ambos nos animan a plantearnos por qué hacemos lo que hacemos, y nos invitan a seguir nuestra razón y no solo criterios que pueden ser dogmáticos y que, como hemos visto, no son ni completos ni exhaustivos. Sus ideas llegan justo a esos huecos que no llenan las grandes teorías y nos recuerdan que vivimos en un mundo plural en el que muchos dilemas no tienen una solución perfecta, pero sí una razonable. No para decir "hurra", pero sí para soltar un "no está mal".
Jaime Rubio Hancock, ¿Hurra! ¡No hay verdades absolutas! (O: '¿Buh! ¿No hay verdades absolutas!'), Filosofía inútil 25/10/2023
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