Bruno Latour i la seva polèmica amb el realisme científic.
Quizá no esté de más aclarar la diferencia entre el realismo y el constructivismo de Latour con un ejemplo. Supongamos que hay por ahí una molécula, o un virus, o un microorganismo que lleva cumpliendo una función útil o afectando negativamente al ser humano desde hace tiempo. Por las razones que sea, pero también por el deseo de conocer mejor el mundo, los científicos deciden aislar dicha entidad natural y estudiar su estructura y los mecanismos causales relevantes en la afectación al ser humano. Esto implica mucho esfuerzo y trabajo, y el despliegue de un sofisticado dispositivo experimental. Al principio formulan hipótesis rivales sobre ello, basadas en supuestos teóricos distintos o en datos dispares, y es imposible decir cuál triunfará. Después de semanas/meses/años de estudio, a la luz de la evidencia empírica obtenida, los científicos parecen estar de acuerdo en cuál es la estructura y función (positiva o negativa para el ser humano) de esa molécula/virus/bacteria, etc. Ahora puede decirse que sabemos algo que antes no sabíamos acerca de un ente natural y es el momento de empezar a aprender cómo controlarlo.
Todo esto puede parecer bien a muchos, pero hay otra forma muy distinta de describirlo: los científicos tienen interés profesional (por presión social, por necesidad de hacer una carrera, por intereses económicos, etc.) en investigar una cuestión que involucra a una entidad que solo en el laboratorio se convierte en lo que consideramos que es (molécula/virus/bacteria, etc.). Analizan la cuestión durante semanas/meses/años en un proceso muy costoso, dados los recursos culturales, humanos y técnicos que hay que invertir en la investigación. Elaboran hipótesis para dar cuenta de lo observado en los laboratorios y los resultados de las manipulaciones realizadas por medio de una tecnología sofisticada. Todo este proceso de discusión de los diversos resultados por parte de numerosos científicos va dando carta de naturaleza, es decir, va dotando de realidad a lo que antes no era más que un tema de investigación interesante. Finalmente, una hipótesis triunfa sobre las demás porque sus defensores han sabido utilizar mejor los recursos disponibles y manejar con más audacia las relaciones de poder. En ese momento, la realidad cuenta ya con una nueva entidad (molécula/virus/bacteria, etc.) que antes no existía. Ha sido creado un objeto nuevo que no es ni natural ni social, sino una mezcla inextricable de ambas cosas. Atribuirle a dicho objeto una existencia natural previa a este proceso de constitución resultaría ingenuo (y anacrónico) e ignoraría la complejidad del andamiaje social (instituciones, laboratorios, financiación, educación, discusiones...) que ha hecho posible hablar siquiera de él.
La primera descripción es la del realista, la segunda la del constructivista. Puntualicemos, no obstante, que el realista prioriza los fines epistémicos, pero no descarta por completo otros objetivos en la ciencia. Admite, claro está, que la ciencia es una construcción social, como cualquier otra institución humana, pero la realidad que se estudia no lo es y tampoco lo es la validez empírica de los resultados. Los intereses epistémicos son primordiales en la ciencia puesto que la ciencia es, ante todo, una forma de conocimiento. Los factores sociales que posibilitan y conforman la actividad científica no determinan el resultado de la investigación, aunque sean necesarios para motivarla y conducirla. Marcan la importancia relativa que se otorga a los temas, la provisión de recursos, la estructuración de la comunidad, los cauces de discusión, etc., pero la validez del conocimiento es independiente de su dictado.
Esa es la mejor manera de entender la actividad científica según el realista: como una forma de obtener conocimiento fiable sobre el mundo. Lee McIntyre ha sabido caracterizar bien lo que él llama la actitud científica. Consiste en la disposición comunitaria (institucionalizada), basada en la competición y en la crítica, pero también en la colaboración, para cambiar de ideas en función de la evidencia empírica, con independencia de cuáles sean las convicciones y orientaciones que se mantengan los individuos.
Latour, sin embargo, asumió el constructivismo con todas sus consecuencias en un famoso artículo que todavía genera polémica, publicado inicialmente en 1998 en la revista de divulgación La Recherche y titulado “¿Murió Ramsés II de tuberculosis?”. Su respuesta a la pregunta del título es que, pese a lo que pudieran decir los expertos que analizaron la momia en París, Ramsés no pudo haber muerto de tuberculosis porque “antes de Koch, el bacilo no tenía existencia real”. Sería, pues, tan anacrónico decir que Ramsés murió de tuberculosis como decir que murió ametrallado, pues trasladaríamos con ello al pasado todo nuestro conocimiento actual y todo lo que nos posibilita la moderna tecnología.
Obviamente, esto chocaba contra el sentido común (y contra lo que diría un realista). El bacilo de Koch estaba actuando mucho antes de que Koch lo descubriera y estudiara en 1882. Sería un anacronismo decir que Ramsés murió de tuberculosis si en una novela histórica dicha frase se pone en boca de uno de sus contemporáneos, pero no es ningún anacronismo que lo diga un médico o un biólogo de hoy. Puede concederse a Latour que el bacilo de Koch, entendido como un elemento activo dentro de un conjunto de relaciones sociales, tecnológicas, científicas, cognitivas, etc. no existía antes de Koch, pero sí existía el bacilo en tanto que organismo vivo; una bacteria, producto de una evolución biológica y causante de una determinada enfermedad en humanos y animales.
La vida en el laboratorio. La construcción de los hechos científicos, publicada en 1979 y escrita con Steve Woolgar, un sociólogo de la ciencia que luego mantuvo tesis antirrealistas más radicales que las de Latour, se trata de un trabajo sorprendente. Latour y Woolgar consiguieron ser aceptados en el Salk Institute for Biological Studies de Texas, en el laboratorio de Roger Guillemin, para estudiar a los científicos desde la perspectiva de los antropólogos, es decir, del mismo modo que estudiarían a “una tribu en Costa de Marfil”, cuaderno en mano. Se da la circunstancia de que poco después, en 1977, Guillemin obtuvo premio Nobel precisamente por la investigación que ellos iban a presenciar. En el libro se nos explica que las negociaciones de los científicos son las que constituyen el objeto mismo y hacen que algo sea considerado un hecho, en este caso concreto la estructura de la hormona TRH, hormona liberadora de tirotropina. Hay que invertir, por tanto, el modo en que explicamos cómo procede la ciencia. Como ya había sostenido en Ciencia en acción, no es la realidad ni la evidencia basada en los hechos lo que cierra las controversias científicas y lleva al consenso. Lo que consideramos como la realidad es la consecuencia y no la causa del cierre de las controversias. La realidad es lo que terminamos aceptando tras ese cierre porque sería demasiado costoso modificarlo.
Con el tiempo, las ideas epistemológicas y los intereses temáticos de Latour fueron cambiando y diversificándose. Se alejó del constructivismo social estricto, buscando un retorno a cierta “actitud realista” y concediendo también un papel explicativo en el desarrollo del conocimiento a lo que podríamos llamar el lado natural, aunque sin olvidar que “un hecho solo es un cordero frente a los lobos”. Dejo aquí de lado inevitablemente cualquier comentario sobre sus influyentes trabajos en historia de la ciencia y de la tecnología o sobre sus propuestas teóricas en sociología de la ciencia, que afianzaron aún más su fama mundial, como la teoría del actor-red.
Antonio Diéguez, Genial y radical Bruno Latour: cómo pasé de la desazón a la fascinación por su obra, El Confidencial 14/10/2022
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