L'edat del no-res
¿Sentimos nostalgia de Dios, o nos hemos acostumbrado a su ausencia? ¿Podemos vivir sin el horizonte de un «reino de los fines» que anticipe la justicia sobrenatural? ¿Se ha terminado la posibilidad de una imagen del mundo como totalidad moral? En un tiempo de crisis política y económica, ¿podemos subsistir sin la expectativa de un más allá? ¿Puede la fe mejorar las relaciones entre los individuos y los pueblos, restaurando un sentido de comunidad que casi ha desaparecido en la sociedad occidental, impregnada de individualismo? ¿Vivimos en un tiempo sin valores? ¿Pueden la ciencia o el arte sustituir a la religión como fuente de sentido? Chesterton ironizaba sobre las consecuencias del ateísmo: «Lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en cualquier cosa». Algunos estudios indican que la infelicidad es un mal endémico en Europa y Estados Unidos, tal vez porque se atribuye demasiada importancia a los asuntos personales, menospreciando –o postergando– el bien común. Sin embargo, no era menos desdichado el ser humano bajo la sombra de Dios. «Dios –escribe Nietzsche– se convierte en la fórmula de todas las calumnias relacionadas con el “aquí y ahora”, en el pretexto de todas las mentiras vinculadas con el “más allá”». No hay que vivir para la eternidad, sino para el instante: «La vida buena es aquella que consigue existir para el instante, sin referencia al pasado ni al futuro, sin condena ni selección, en un estado de absoluta ligereza, y con la cabal convicción de que no hay, por tanto, diferencia alguna entre el instante y la eternidad».
La edad de la nada es un ambicioso, prolijo y minucioso ensayo que examina los ciento treinta años transcurridos desde que Nietzsche anunciara la muerte de Dios. Peter Watson señala que infinidad de individuos no dedican ni un minuto de su tiempo a meditar sobre los grandes interrogantes de la existencia: «Son, en cierto sentido, las personas más laicas del momento, y quizá también las más felices», pues viven en la pura inmediatez, sin preocuparse por cuestiones abstractas y de dudosa utilidad. Lo cierto es que preguntarse por el significado de la existencia constituye un privilegio. Los grupos humanos que se enfrentan a grandes problemas para sobrevivir tienen otras prioridades. Los que no luchan contra esa clase de penalidades y no encuentran argumentos para la fe, han concebido diferentes alternativas. Por ejemplo, Harold Bloom, el famoso crítico literario, amaba la literatura hasta el extremo de afirmar: «Para mí, Shakespeare es Dios». En los países donde perdura un fuerte sentido nacional, la Constitución o la bandera pueden adquirir el rango de «religión civil». Los derechos humanos desempeñan un papel parecido para los que batallan por un mundo sin violencia ni abusos. Las metas inmanentes sustituyen a las metas trascendentes, llenando de sentido muchas vidas. Ciertas formas de pensamiento –liberalismo, socialdemocracia, altermundismo, feminismo, animalismo– desempeñan un papel parecido, pero sin el carácter dañino de las ideologías, que justifican la inmolación individual en nombre de un paraíso terrenal. Nazismo y comunismo son las expresiones más nítidas del totalitarismo, y tan solo unos pocos se atreven a defender sus consignas. El conservadurismo y el reformismo carecen de brillo heroico, pero representan una manera de encarar los problemas mediante el diálogo y no con el exterminio del adversario.
La teología ha intentando salvar la idea de Dios, cambiando sus atributos. Después de Auschwitz, Arthur A. Cohen, Hans Jonas y Melissa Raphael han coincidido en que Dios no puede ser definido como providente, inmutable, omnisciente y todopoderoso. Cohen opina que Dios es un misterio. No ejerce una causalidad directa sobre los asuntos humanos, pero invita a la búsqueda y al progreso moral. Hans Jonas sostiene que Dios sufre y deviene. Es una realidad cambiante, que aprende y se enriquece con la experiencia. Dios no puso fin a Auschwitz porque no pudo. Es «un absoluto frágil y vulnerable», de acuerdo con las palabras de Slavoj Žižek, el filósofo de moda. No debemos pedirle ayuda, sino ofrecérsela. Melissa Raphael cree que los campos de exterminio son incompatibles con la omnipotencia divina. Dios no es Padre, sino Madre. Es «un ser solícito, doliente y amoroso», que «sostiene en secreto el mundo con sus cuidados». Me extraña que Watson no cite a Jürgen Moltmann, el teólogo protestante que en 1972 publicó El Dios crucificado, un libro de extraordinario vigor y originalidad. En un intento de sintetizar el contenido de su obra, Moltmann expresó su visión del Dios crucificado en una conferencia pronunciada en 1976: «Dios no está muerto. Pero la muerte está en Dios. Él sufre en nosotros; sufre con nosotros. El dolor está en Dios. Dios no condena y no condenará. Pero la condenación está en Dios. Por eso podemos decir: de una manera que queda oculta en la cruz, está Dios en camino de llegar a ser “todo en todas las cosas” y nosotros “vivimos, nos movemos y estamos en Él”. Cuando Dios culmine su historia (1 Cor. 15, 28), su dolor quedará transformado en dicha. Y también el nuestro».
Watson estima que la idea de Dios debería ser desplazada por ideas «manejables, modestas y razonables». Al inicio de su estudio, cita una frase de Thomas Nagel que expresa un verdadero cambio de paradigma: «¡No se trata tan solo de que no crea en Dios y de que, como es lógico, albergue la esperanza de que no exista! Es que no quiero que haya Dios; no quiero que el universo tenga ese carácter, como espero saber mostrar». Un Dios todopoderoso, providente y omnisciente es un tirano cósmico, que aniquila la libertad humana y el placer por las cosas sencillas, pues –aunque reconozca la posibilidad de elegir entre el bien y el mal– ha impuesto un final a la historia, con un juicio que contempla penas terribles e irredimibles. En la eternidad, el tiempo ya no fluye y no pueden esperarse cambios ni una posible salvación. En cambio, Hans Jonas afirma que en la eternidad la vida no se interrumpe. La eternidad no es una imagen inmóvil del tiempo, sino una secuencia dinámica. Claro que esta interpretación no es una verdad revelada, sino la especulación de un filósofo judío reacio a ortodoxias.
Nagel opina que el sentido o, más exactamente, el sentimiento de plenitud sólo puede hallarse en los objetos particulares. Su «completitud no competitiva» se «revela transparente para todos los aspectos del yo». Eso explica «por qué la experiencia de algo enormemente bello tiende a producir una unificación del yo, ya que el objeto nos involucra de manera inmediata y total, haciéndolo además de un modo capaz de establecer distinciones entre puntos de vista irrelevantes». George Levine sostiene que la experiencia religiosa puede suplirse por la experiencia estética. Sólo hay que prestar una «profunda atención a los detalles de este mundo». Poetas, filósofos, músicos y pintores hablan de «momentos beatíficos» (Proust), «destellos de valor espiritual» (Ibsen), «pequeños placeres» (Kandinski), «instantes de infinitas consecuencias» (Shaw), «epifanías» (Joyce) o «breves instantes de jubilosa afirmación» (Yeats). Eugenio Montale escribe: «No soy / más que el destello de un faro». Virginia Woolf emplean otra imagen: «días de algodón». George Santayana entiende que la dicha cristaliza en «episódicos y radiantes brotes de gozo consumado que dan sentido a las cosas». Joyce recomienda «vivir apegados a los hechos». Todas estas opiniones nacen de una «apología de la inmanencia» que reivindica nuestra dimensión irracional. Jonathan Lear entiende que el ser humano está «incompleto», si excluye lo ilógico e irracional en su interpretación y experiencia de la vida.
Relativizar la razón es una forma de negar la existencia de una estructura en el universo y un núcleo en el ser humano, al que solemos llamar «esencia». Tal vez ni siquiera deberíamos hablar de personalidad o sentido, pues cada individuo es un conjunto de tendencias que reflejan una identidad cambiante y plural. Y, en cuanto al sentido, puede afirmarse que es un concepto, «una categoría del entendimiento», por utilizar la expresión de Kant, sin el cual no podríamos ordenar nuestras percepciones, transformarlas en proposiciones y englobarlas en una teoría. El hombre y el universo son realidades discontinuas, fragmentarias, pero la voluntad de dominio –científico y político– ignora este hecho, ya que constituye un grave obstáculo en su propósito de controlar la naturaleza y someter al ser humano a un ordenamiento jurídico y social. No hay un cosmos, sino fenómenos que convertimos en relato. Narrar es poetizar, pero también ordenar, imprimir forma, clarificar, explicar. No obstante, ninguna narración puede crear la ilusión de una «totalidad», salvo que incurramos en un uso fraudulento del lenguaje. Según Wittgenstein, el silencio es más ético que el discurso florido cuando se plantea la posibilidad de un más allá. Nuestra ambición intelectual debe ser más modesta: «No todos podemos ser artistas, pero todos podemos apoyarnos en el enfoque artístico», escribe Watson. El infinito está fuera de nuestro alcance. Quizá sólo es una ficción matemática que se ha extendido al mundo físico. Es mejor que busquemos la «perfección finita», capaz de suscitar una plenitud emocional. Un paisaje de montaña, la infinidad del mar o un poema pueden proporcionarnos esa plenitud transitoria. El conocimiento científico también puede despertar algo semejante, pero los intereses económicos han contaminado su despliegue, restando belleza a sus hallazgos. Pese a ello, muchos experimentan gratificación estética al corroborar una hipótesis no evidente por sí misma. Dicho de otro modo: un teorema no es un simple acto de intelección, sino una función creativa, casi lúdica. Desgraciadamente, es un privilegio minoritario, pues exige un ejercicio de abstracción, deducción y comprensión. El ser humano necesita algo más concreto, algo que produzca un impacto más intenso en los sentidos. Watson reivindica la fenomenología, particularmente «la fenomenología lírica» de Jean-Paul Sartre, que constituye una superación de «la náusea» derivada de un existencialismo sin una perspectiva poética. El objeto que nos derrota con su gratuidad puede convertirse en fuente de placer, si nuestra mirada advierte su dimensión estética. El «desencantamiento del mundo» (Max Weber) pude revertirse y producir un nuevo «encantamiento», pero sin alusiones a un ficticio más allá.
Richard Rorty piensa que los conceptos del pensamiento religioso son inútiles en el mundo actual. La humanidad no necesita redimirse de un imaginario pecado y no hay nada sagrado. Todo puede ser objeto de especulación e irrisión. El fundamentalismo religioso nunca se adaptará a vivir en sociedades libres, abiertas y plurales. La moral no se fundamenta en un decálogo, sino en la experiencia histórica y en la peculiaridad biológica de la especie humana. El ecumenismo no es una conquista religiosa, sino una exigencia de la razón. La razón no se limita a alumbrar normas. También explora sus límites y libera sus intuiciones, engendrando formas de belleza. Un poema no es un adorno, sino un acontecimiento que mejora el mundo. Seamus Heaney entiende el poema como la producción objetiva de un bien moral. Rilke cree que el poeta salva al mundo al asignar nombres y adjetivos a las cosas, rescatando vivencias que se perderían sin la intervención del lenguaje. Watson asegura que «el acto de cantar el mundo es –literalmente– una de las formas de conservar su encantamiento». Elizabeth Bishop recrea en unos versos memorables ese «encantamiento» que se produce sin la mediación de ninguna deidad. Durante un viaje en autobús por la costa de Nueva Escocia surgió ese «milagro estético», con la fuerza necesaria para transfundir lo accidental en un prodigioso y jubiloso instante: «Un alce ha salido / del bosque impenetrable / y se planta ahí, amenazador / en medio de la carretera». La aparición supuso «una epifanía colectiva». La mirada salvaje e indomeñable del alce resultaba «tan imponente como una catedral». Watson describe la escena como un ejemplo de «encantamiento sublime y laico». Se trata de una experiencia valiosa en sí misma, no el eco de una teofanía que profetiza un más allá. La observación del mundo es «liberadora», según Watson, e implica «tintes de heroicidad». Prometeo ya no necesita robar el fuego a los dioses, pues no hay dioses a los que arrebatar preciados dones. El infinito está en la mirada del hombre y sólo exige una mente despierta.
Watson se muestra irónico con la renovación del sentimiento religioso planteado por Paul Ricoeur, Emmanuel Lévinas, Jacques Derrida y Julia Kristeva. La opacidad de su prosa y la densidad de su sintaxis –«que, francamente, le deja a uno pasmado»– no sólo no ayudan a comprender a Dios, «un misterio innombrable», sino que añaden más confusión, provocando una mezcla de perplejidad y enojo. Creo que es una forma muy elegante de denunciar la charlatanería de la filosofía académica. La edad de la nada es un ensayo deslumbrante, pero su tesis principal sólo redunda en la metafísica del artista de Nietzsche, mitigando su fondo trágico con una fenomenología amable. Dios ha muerto y no resucitará. El sentido del mundo es el mundo en sí mismo, con sus instantes de belleza. La poesía nos enseña a contemplar la realidad y nos descubre el asombroso don de estar vivos. Puede ser, pero Watson deja un hilo suelto. ¿Qué sucede con el dolor de los inocentes? ¿Auschwitz es la última palabra para los que murieron asesinados en los crematorios? Imre Kertész apreció belleza en Buchenwald, pero fue una vivencia puntual que no pudo borrar el horror de la deportación. Watson no ignora el sufrimiento de los deportados a los campos de exterminio, pero no formula ningún argumento esperanzador. La sociedad occidental contempla la realidad desde su opulencia, sin reparar en que la mayor parte de la humanidad malvive, soportando guerras, hambrunas y catástrofes naturales. La exaltación del instante es un pobre consuelo para los que soportan en sus propias carnes las formas más abyectas de injusticia. Alfred Rosenberg, ministro del Reich para los territorios ocupados del Este y autor de El mito del siglo XX (1930), escribió un memorándum en la prisión de Núremberg, cumpliendo órdenes de los aliados. Con un pie en la horca, reiteró su escepticismo religioso: «La existencia del hombre sólo se perpetua en sus hijos o en sus obras». Imagino que esa convicción le hizo subir al patíbulo con una amarga sensación de derrota, pues el Reich de los mil años apenas había superado la década. Su malestar interior no me inquieta, pero sí me atormenta que sus víctimas expiraran con sentimientos parecidos, profundamente abatidas y sin la perspectiva de una reparación. No puedo evitar pensar en una reflexión de Joseph Ratzinger, cuando era un profesor de teología dogmática en la Universidad de Tubinga: «Dios se ha acercado tanto a nosotros que hemos podido matarlo». Su muerte en la Cruz y, siglos más tarde, en el taller de la filosofía (Feuerbach, Marx, Nietzsche, Freud), no ha logrado borrarlo de nuestro pensamiento. «El hombre –prosigue Ratzinger– no sólo vive del pan de lo factible, como hombre, y en lo más propio de su ser humano, vive de la palabra, del amor, del sentido. El sentido es el pan de que se alimenta el hombre en lo más íntimo de su ser» (Introducción al cristianismo, 1968). Si prescindimos del sentido, el mundo deviene en juego, pirueta, nonada y, en el mejor de los casos, suave insignificancia, por no decir claramente que corre el riesgo de rebajarse a simple absurdo y arbitrario azar. Pienso que la plenitud efímera del instante no aplaca el anhelo de sentido. De hecho, apenas puede ofrecer resistencia al nihilismo. En un mundo completamente secularizado, la muerte se perfila como un absoluto. Así lo entendió Yukio Mishima, que –según su madre– sólo conoció la felicidad perfecta el día en que se abrió el vientre con un «tato» o espada corta. En El aciago demiurgo (1969), escribe Emil Cioran: «El suicidio es una realización brusca, una liberación fulgurante: es el nirvana por la violencia». Yo no advierto nada liberador en el suicidio. De hecho, el nihilismo no es la realización de un óptimo moral, sino el reconocimiento de una dolorosa limitación o la expresión de una enfermedad mental.
Imagino que Watson conoce la ingeniosa respuesta de Borges, cuando le preguntaron sobre la fe: «Todo es posible, hasta Dios. Fíjese que ni siquiera estamos seguros de que Dios no exista». La edad de la nada es un magnífico ensayo, pero la angustia del hombre ante la muerte sortea sus casi mil páginas sin hallar una salida. El instante no es un consuelo, sino la trágica evidencia de nuestras pérdidas. Un breve momento de plenitud no puede mitigar la catástrofe que significa la extinción total. Muere la carne y, con ella, miles de vivencias irrepetibles, que enriquecieron el universo. Beethoven murió en 1827. Sus sinfonías, oberturas, cuartetos y sonatas perduran, pero, ¿hasta cuándo? La extinción de las especies es una ley evolutiva. La adaptación al entorno es una estrategia provisional y precaria, no un estado permanente. Es altamente improbable que el hombre logre transformar el universo para garantizar su supervivencia. Si nada sostiene la realidad, todo se perderá «como lágrimas en la lluvia», de acuerdo con Roy, el androide de última generación o Nexus 6 de Blade Runner (Ridley Scott, 1982). ¿Quién no se ha conmovido al oír sus palabras de despedida en una azotea, mientras sostiene una paloma blanca? Todos sabemos que –antes o después– nos enfrentaremos a la misma situación y sólo unos pocos se atreverán a repetir el famoso verso de Jorge Guillén: «El mundo está bien hecho».
Rafael Narbona, ¿Podemos vivir sin Dios?, Revista de Libros 11/05/2015
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