Els errors dels experts.
El juicio político de los expertos. Philip E. Tetlock. Traducción de Jorge Sola. Capitán Swing. Madrid, 2016. 456 páginas.
Este es un libro muy, muy refrescante, que ningún experto en análisis político —o que se engole al presentarse como tal— puede ignorar. El autor, un psicólogo de la Universidad de Berkeley, ha reunido durante más de 20 años las respuestas de 284 expertos a sus preguntas sobre el grado de probabilidad de lo que podría o no ocurrir en asuntos relacionados con la política mundial o la geopolítica: si el final del apartheid en Sudáfrica sería o no violento, si existía alguna esperanza en el futuro de la Rusia poscomunista, si Canadá acabaría dividida en dos Estados. Lástima, dicho sea de paso, que el libro se confeccionara años antes del comienzo del famoso procès catalán. En todo caso, las respuestas acumuladas, esto es, las predicciones distribuidas por estos expertos entre diversos grados de probabilidad suman la abrumadora cifra de 82.361, material del que Tetlock derivará sus más sugerentes conclusiones.
La principal, sin perjuicio del resto, podría desanimar a cualquiera a convertirse en un experto, porque según los resultados de esta investigación la posibilidad de que un experto acierte es inversamente proporcional a su renombre, a su autoconfianza y… ¡a la profundidad de sus conocimientos! Y esto ocurre no solo porque el umbral de rendimientos decrecientes del conocimiento se alcanza muy pronto, sino porque el volumen de conocimientos supone un handicap para buena parte de los expertos: conocer mucho de un tema puede bloquear la capacidad de formular juicios acertados. Más aún, la gente que sigue los hechos de actualidad leyendo periódicos o revistas de manera regular está capacitada para predecir el futuro con un grado de acierto aproximadamente igual al de los expertos que escriben informes sobre los mismos temas. En definitiva, ser experto no es un título que garantice a nadie ser más acertado en sus juicios que cualquier lector no experto pero bien informado.
Esta conclusión, por así decir, general de esta indagación —que, por cierto, no ha perdido nada de su gracia y aparente ligereza en la traducción de Jorge Sola— podría invitar a un deslizamiento hacia el escepticismo radical, que en este caso significaría equiparar el buen juicio político a la buena suerte: tocaba acertar. De hecho, resulta muy decepcionante saber que, en un experimento de laboratorio, los ratoncillos acertaron, en proporción significativamente superior a los estudiantes graduados de Harvard, el conducto por el que habría de aparecer cada nueva ración de alimento. Pero Tetlock no se deja llevar por esta diabólica tentación y prefiere optar por lo que llama el meliorismo, una actitud que consiste en afirmar que no es puro quijotismo proceder a la búsqueda de indicadores del buen juicio e intentar mejorarlos.
Tratándose, pues, de una actitud del espíritu, ya se entiende que lo importante en el buen juicio político no consiste en quiénes son los expertos (el más experto de todos puede equivocarse tanto como el último de la fila), ni en qué piensan, o sea, lo que Hayden Waite hablando de historiadores definió como modo de implicación ideológica (si son progresistas o conservadores, optimistas o pesimistas, por ejemplo), sino en cómo piensan. Lo que importa de verdad, según Tetlock, es el estilo cognitivo, un concepto lábil que le permite clasificar a los expertos que han participado en su investigación en un continuum que va del erizo al zorro, los dos estilos que codificó Isaiah Berlin en un ensayo memorable. Adelantando sus conclusiones, Tetlock informa que los enérgicos erizos de su investigación sabían mucho de un gran tema y tendían a extender el poder explicativo a nuevos casos, y se equivocaban, claro; mientras que a los zorros, que sabían poco de muchos temas, no les importaba improvisar cuando se enfrentaban a algo nuevo en un mundo que cambia sin parar, y acertaban o, vale, no siempre, pero sí más que los erizos.
Naturalmente, el autor, que tiene también su corazoncito, nos va revelando que sus preferencias se dirigen a un estilo de pensamiento que mezcle a partes más o menos iguales al zorro con el erizo, mejor si es estilo zorrizo que erizorro. Su trabajo, por tanto, está lejos de ser una invitación al todo vale, menos aún a la arrogancia de quien nunca se equivoca o del ya lo dije yo, sino a lo que constituye la gran fiesta del auténtico investigador: cambiar de juicio cuando los hechos cambian o cuando tropieza con una inesperada evidencia en su camino. Es estupenda, a este respecto, la cita — quizá apócrifa, pero poco importa— que preside el capítulo 4 del libro, dedicado a las pruebas del buen juicio basadas en la teoría bayesiana de probabilidad: “Cuando los hechos cambian, yo cambio de idea. ¿Qué hace usted, señor?”. Claro que esta pregunta tiene sentido si quien la plantea es un zorro muy especial, más bien un zorrizo que sabía mucho de muchas cosas, también de los límites del conocimiento: John Maynard Keynes, que acertó plenamente cuando, al término de la Gran Guerra, predijo las consecuencias económicas de la paz de Versalles.
Santos Juliá, Entre erizos y zorros, Babelia. El País 06/06/2016
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