L'aprenentatge de la violència.
Después de la Revolución Rusa de 1917 y después de la II Guerra Mundial, las calles se llenaron de millones de huérfanos y niños sin familia. Vendían cerillas y trataban de quitarles la cartera a los clientes, entraban en las casas para robar y a veces se agrupaban para asaltar a los adultos. Su extrema violencia era producto de la adaptación a una sociedad en guerra, la destrucción de las familias y la ruina cultural. Los niños que no eran violentos morían de hambre, de desesperación o asesinados por otros. Fue la época de las utopías pedagógicas, cuando Makarenko y Korczak demostraron que bastaba con acoger a aquellos pequeños delincuentes en un programa de acciones constantes y organizar debates denominados la república de los niños para poder estructurar el espacio activo, afectivo y verbal en el que forjar unos lazos que les dieran seguridad. En efecto, se vio una recuperación evolutiva, un desarrollo nuevo y positivo después del caos. Hoy ese proceso recibe el nombre de “resiliencia”.
El giro epistemológico se produjo en 1951: el pedagogo y psicoanalista John Bowlby presentó su informe a la OMS. Propuso una explicación que combinaba los datos genéticos con los ambientales, cosa que todavía no era muy habitual. Descubrió que, de un pequeño grupo de “44 ladrones adolescentes”, 17 habían sufrido una larga y dolorosa separación de la madre. En el grupo de control del estudio, de 44 adolescentes que no habían delinquido, solo 2 habían crecido sin cuidados maternos. De forma que era posible establecer una relación de causa y efecto entre la falta de afectos a edad muy temprana, que introduce en el cerebro un factor de vulnerabilidad emocional, y la explosión que se da en la adolescencia, cuando más intensos son los impulsos afectivos.
Este informe tuvo gran éxito internacional en los años de la posguerra, cuando los educadores necesitaban comprender por qué los niños sin familia eran tan sombríos e impulsivos y a veces se convertían en delincuentes. Una avalancha de ensayos clínicos confirmó y detalló esta noción, pero hasta hace poco no fue posible que las técnicas de neuroimagen fotografiaran, midieran y evaluaran las alteraciones neurológicas provocadas por los cambios en el entorno. En una cultura dualista, en la que el alma insustancial está totalmente separada del cuerpo material, es difícil aceptar que una disfunción cerebral pueda ser consecuencia de una disfunción social. Sin embargo, las imágenes obtenidas con las nuevas técnicas muestran que un niño aislado desde muy corta edad, intensamente y durante mucho tiempo adquiere una “atrofia cerebral” de los dos lóbulos prefrontales, la base neurológica de la anticipación, y del anillo límbico, la base neurológica de la memoria. Cuando las personas del entorno del niño no le ofrecen ningún tipo de relación, ¿dónde va a ir? Sin la capacidad de anticipación, no se establecen conexiones neuronales, así que en la imagen aparece una zona oscura. Si no hay nadie a quien amar, si el niño vive en un desierto afectivo, no tiene nada que recordar, ni acontecimientos, ni emociones, por lo que el sistema límbico aparece atrofiado. Cuando todo va bien, las neuronas prefrontales, ante el estímulo de una alteridad, inhiben la amígdala rinencefálica, la base neurológica de las emociones insoportables como la cólera, la desesperación y el odio. Quizá ese sea el motivo de que un sujeto sumido en sus emociones se tranquilice cuando hay un plan de acción, una relación familiar o un relato que elaborar, como observaron Makarenko y Korczak sobre el terreno. […]
La repercusión de un acontecimiento sensorial, afectivo o verbal es distinta según la organización del receptor neuronal. Si a un bebé de cuatro o cinco meses se le dice: “Las personas que creen en Dios envejecen mejor que los ateos: su fe en un Dios protector tiene un efecto tranquilizador”, el bebé saltará de alegría. Pero será por la proximidad sensorial de esa persona, la voz, el brillo de sus ojos, el olor familiar tal vez. Si se le dice esa misma frase a un niño de siete años, sentirá más seguridad y querrá creer en ese Dios protector del que le habla su madre.
Boris Cyrulnik, ¿Por qué la guerra?, El País 28/07/2024
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