Kant ens va donar la llibertat per ser bones persones.






La Ilustración y el liberalismo sin embargo nos enseñaron -o nos recordaron, más bien- que es posible y necesario reivindicar también la importancia del individuo como ser autónomo, como ciudadano pero también como un ente independiente responsable de sus propios actos y dotado de conciencia. Y fue entonces cuando llegó Kant para darle forma bonita a todo esto formulando el imperativo categórico y dejando desde entonces sin excusas a las malas personas. 

Ilustrados y liberales clásicos -no estas versiones grotescas e ignorantes que se entregan medallas y agitan sierra mecánicas que se estilan tanto en estos tiempos chifladísimos de fin de ciclo histórico en el que el siglo XX está teniendo una agonía larguísima y desesperante- nos vinieron a decir que, por más que vistiéramos de gala nuestras malas acciones, lo cierto es que todos teníamos la capacidad de saber cuándo estamos obrando bien y cuándo la estamos cagando como seres humanos. Pero lo más hermoso de la ética kantina reposa en el hecho de que este prusiano bajito de Königsberg formuló que esa capacidad moral de discernir el bien del mal no nos venía dada por Dios ni dependía tampoco de ninguna autoridad terrenal superior porque nacía de la Razón, del interior de cada uno de nosotros, de nuestra propia conciencia puesta a trabajar y a pensar junto a la del resto de seres humanos. Y fue así como Kant nos dio la libertad para ser buenas personas. 

A partir de los escombros de la Segunda Guerra Mundial nos volcamos en construir todo un nuevo aparataje simbólico, político y legal que nos pudiera mantener a salvo de repetir los horrores del fascismo y del nazismo, aunque la mayoría de estos edificios que se levantaron lo hicieron sustentados por pilares defectuosos o quedaron abandonados ante la lógica suicida de la Guerra Fría. Sin embargo, sí que se logró alcanzar progresivamente una suerte de consenso social, de censura pública ante cualquier discurso que alimentara los malos sentimientos y las bajas pasiones. Esta suerte de imperativo categórico de la retórica política y social, de censura y rubor ante los discursos de odio y la exhibición pública de nuestra peor cara, no dejaba de ser, también en cierta medida, una banalización de bien , pues la capacidad de autoengaño del ser humano es enorme y nadie se imagina ser el villano en la película de su vida, pero al menos permitía mantener un cierto nivel de recato en las conversaciones públicas. Y si bien la popularidad de las redes sociales nos ha ayudado a dar rienda suelta a nuestro peor yo, lo cierto es que la mayoría de los llamados trolls se esconden todavía tras seudónimos y fotos de perfil falsas pues casi nadie quiere ser identificado públicamente como una mala persona, un acosador o un troll. Y aunque el imperativo kantiano corre el riesgo de ser interpretado en términos exclusivamente individualistas, como una cuestión de buena fe y no como parte de las virtudes ciudadanas, aun así sigue siendo una de las mejores herramientas con las que contamos para parar la reacción y la violencia -simbólica, política y material- de las derechas extremas y los populismos necrocapitalistas que depredan los restos del estado del bienestar. 

El salto ontológico y ético de premiar o condonar los discursos de odio, el insulto y la exhibición pública e impúdica de desprecio por lo comunitario y por los demás tiene un costo elevadísimo en términos políticos y de convivencia. Cuando un articulista a cara descubierta dedica columnas que alimentan el odio a las personas migrantes, cuando se alimentan discursos contra las personas trans, se ríen las gracias sobre el color de la piel de los deportistas o se señala con el dedo al discrepante y se alimentan campañas de acoso contra él, se está dando un portazo a las reglas básicas de la democracia y también se está poniendo en peligro la integridad y la vida de las personas señaladas.

Los discursos de odio y cualquier manifestación pública destinada a alimentar los más bajos instintos han de ser de nuevo duramente censurados, señalados y repudiados por la sociedad. Sería por tanto un error tremendo por parte de las izquierdas pensar que pueden replicar esta estrategia, pues jamás podrán competir con las derechas en eso de sacar lo peor de la gente, pero es que además el matonismo conduciría, en el mejor de los escenarios, al desencanto y la desafección política en un momento en el que es necesario volver a construir alternativas basadas en la solidaridad, el respeto por la diversidad y el optimismo. Hace ya dos siglos que un señor muy aburrido pero también muy listo de Königsberg nos marcó el camino. Tampoco es tan difícil. We Kant. 

Silvia Cosio, Yes, we Kant, publico.es 28/06/2024

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