Nicolás de Cusa, "De docta ignorantia"
Nicolás Cusa explica de qué manera saber es ignorar. Una postura que anticipa la de Popper: toda ciencia es falsable, antes o después se mostrará falsa; y así, de falsedad en falsedad, vamos avanzando. De modo parecido a como la enfermedad engaña al justo, el saber engaña al inadvertido, inflando su ego, cegándolo al hecho de que lo único que podemos saber es que no sabemos. Esa ignorancia es un tesoro que hay que custodiar celosamente. Y, ¿cómo hacerlo? Mediante el estudio y el aprendizaje, de modo que esa ignorancia sea docta (o enciclopédica, como diría Huxley). En un mundo de expertos, vemos qué poco espacio queda para esta perspectiva, humilde y ambiciosa al mismo tiempo.
Lo infinito, por escapar a toda proporción, nos es desconocido. Pero el infinito ha entrado en las matemáticas (fundamento de todas las ciencias), y éstas no saben vivir sin él. Desde Gödel lo sabemos. El infinito es indomable, sin embargo, resulta esencial para la creatividad matemática. Pitágoras pensaba que las cosas eran inteligibles debido al poder de los números. La proporción indica conveniencia con algo único, y a la vez, alteridad con lo plural. Para Cusa el máximo absoluto es Uno. La unidad universal del Ser es indiscutible. Todas las cosas están en él, y él mismo está en todas las cosas. Esa es la magia recíproca de lo real. Un ejército de correspondencias. Pero hay más. “El universo no tiene subsistencia más que contraído en la pluralidad”. El máximo es el Uno, a la vez contracto y absoluto, que llamamos persona.
Elevando el entendimiento sobre la gravedad de las palabras, Cusa espera abrir el camino a los ingenios corrientes, que el lector de su opúsculo “ascienda” hacia el intelecto puro, a la inaprensible verdad. Para semejante ambición, los números se muestran impotentes. No hay proporción alguna entre lo finito y lo infinito. Y, de un modo muy cuántico, afirma: “Siempre permanecerán diferentes la medida y lo medido”. Medir es confundir, perturbar lo medido. Kant lo dirá de otro modo. La cosa en sí es inaccesible. Cusa insiste: “La verdad no está sujeta a un más o un menos, es algo indivisible, no se puede medir con exactitud ninguna cosa que no sea ella misma lo verdadero”. Con otras palabras, eso afirman Nisargadatta y Maurice Frydman: sólo se puede conocer lo falso, lo verdadero hay que serlo. Cusa pone como ejemplo el círculo, de naturaleza indivisible, que sólo puede medir torpemente el no-círculo (mediante los infinitesimales). El polígono se acerca al círculo si se multiplican sus ángulos, pero nunca lo suficiente. “El entendimiento, que no es la verdad, no comprende la verdad con exactitud”. Cusa descarta que las ciencias, que se harán matematizantes con Galileo y Descartes, puedan conocer la verdad. “La quididad de las cosas es inalcanzable. Y cuanto más profundamente doctos seamos en esta ignorancia, tanto más nos acercaremos a la misma verdad”.
La unidad no es un número, es aquello que hace posible todos los números. La unidad es Dios, y resulta innombrable. El número, que es un ente de razón, presupone la unidad. La pluralidad de las cosas desciende de esa unidad infinita y ambas están relacionadas de tal manera, que sin ella no podría existir. Lo importante no puede decirse ni pensarse, trasciende el entendimiento, que es torpe a la hora de combinar contradicciones (Cusa anticipa a Wittgenstein). Y refuerza su apuesta contra el racionalismo: “el máximo no es posible alcanzarlo de otra manera que incomprensiblemente”. El entendimiento no sabe, pero la vida sí. La docta ignorancia intuye que esa unidad existe necesariamente (aquí Spinoza). Además, el máximo y el mínimo absoluto coinciden. “Quitando el número cesa la discreción, el orden, la proporción, la armonía y la misma pluralidad de los entes”. Sólo le falta citar a Averroes, cosa que no hace, pero está en la misma danza.
Juan Arnau, Nicolás de Cusa, el tesoro de la ignorancia, El País 25/06/2024
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