Per un ús emancipador de la tecnologia.
Casi nadie “elige”, en ningún sentido razonable de la palabra “elegir”, dedicarse a vagar sin rumbo por las redes sociales en vez de ver a sus amigos, tocar un instrumento musical o lo que sea que le suponga una fuente de realización personal. El móvil es nuestra elección residual cuando las actividades y relaciones significativas no están presentes en nuestras vidas como nos gustaría, ya sea porque no están efectivamente disponibles o porque sentimos que no tenemos el tiempo, la energía o la disposición adecuada para dedicarnos a ellas. Se suele decir que nadie en su lecho de muerte se reprocha no haber dedicado más tiempo a su trabajo de oficina, me cuesta imaginar que en esa misma situación alguien eche de menos no haber pasado más horas subiendo fotos a Instagram. Nuestra relación compulsiva con la tecnología tal vez no habla tanto de los smartphones y su capacidad intrínseca para absorber nuestra atención como de una experiencia de vida empobrecida por el trabajo asalariado, la fragilización de las relaciones personales y el consumo hedonista; y de nuestra impotencia colectiva para construir una alternativa a todo eso.
La pretensión poco realista de que los jóvenes se comporten como monjes de clausura digitales es una forma de eludir nuestra responsabilidad colectiva en la construcción de un entorno tecnológico brutalizado. Hay gente que, con razón, defiende la educación como alternativa a la castidad digital. Pero, por otro lado, hay que enseñar a usar bien... ¿qué? ¿Inmensas concentraciones de capital monopolista que pelean a muerte por nuestra atención? La verdad es que la principal dificultad que tenemos para intervenir en el ecosistema digital es una arquitectura tecnológica diseñada para beneficiar a las grandes empresas de comunicaciones. Cualquier propuesta de regulación choca con la consideración legal de las grandes tecnológicas como proveedores de servicios y no como medios de comunicación obligados a responsabilizarse de lo que difunden.
Hace no mucho tiempo, aunque hoy parezca historia antigua, alguna gente soñó con una cultura digital libre. Imaginaron una esfera pública digital sometida a la deliberación democrática. Pensaron que lo que ocurría en nuestras pantallas y fuera de ellas estaba conectado de un modo más complejo de lo que creían los tecnoutopistas. Por un lado, la privatización digital regalaba un enorme poder sobre nuestras vidas a las grandes corporaciones y, además, nos impedía descubrir el alcance social de esas tecnologías. Tenemos en nuestro bolsillo ordenadores más potentes que los que usó la NASA para viajar a la Luna y los empleamos para compartir vídeos de gatos. Por otro lado, el descubrimiento de esas posibilidades obturadas por la privatización formaría parte necesariamente de un proyecto de cambio político más amplio. La lucha por una sociedad más justa e igualitaria crearía también las condiciones para esos usos emancipadores de la tecnología digital. Seguramente era un programa ingenuo pero me parece mil veces preferible a vernos como ratas de laboratorio aisladas en una caja, resignadas a consumir toda la droga que les ofrezcan y con la única alternativa de rogar por una ley seca que impida que se la suministren.
César Rendueles, La ley seca digital, El País 07/02/2024
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