Wittgenstein, el bé i el llenguatge.




Casi dos mil quinientos años después, Ludwig Wittgenstein afrontó el mismo problema que Sócrates había dejado sin resolver. Definir el bien mediante una proposición con sentido le pareció una tarea imposible, pues –como apuntó en su Diario filosófico (1914-1916)– "la ética no trata del mundo". En todo caso, ha de ser "una condición del mundo, como la lógica", pero lo cierto es que "no resulta expresable". La ética "es trascendente". Está situada más allá de los hechos susceptibles de ser descritos mediante proposiciones.

En 1930, Wittgenstein, que seguía especulando sobre la naturaleza de la ética, impartió en inglés una breve conferencia sobre el tema en una sociedad conocida como "The heretics". Nueve años antes, había publicado el Tractatus Logico-Philosophicus, explicando a su editor que su obra se dividía en dos partes, "la expuesta, más todo lo que no he escrito. Y esa segunda parte, la no escrita, es realmente la importante". Al igual que Kant cuando se preguntó en la Crítica de la Razón Pura (1781) qué podemos saber, Wittgenstein se propuso en el Tractatus (1921) averiguar "lo que puede ser dicho con sentido".

Ambos filósofos coinciden en que la metafísica no es una ciencia. Después de examinar los hechos, las imágenes y el lenguaje, Wittgenstein concluye que las proposiciones filosóficas no revelan nada sobre el mundo, pues la mayoría son absurdas y no se corresponden con ningún hecho. La función principal de la filosofía es delimitar el ámbito de lo que puede conocerse y expresarse. Eso no significa que lo que no puede decirse no sea importante. De hecho, Wittgenstein investigará ese dominio que escapa a la ciencia y el lenguaje, y en el que presumiblemente se halla el sentido del mundo.

El Tractatus finaliza con una frase tajante: "De lo que no se puede hablar hay que callar". Para comprender esta frase hay que rescatar la distinción kantiana entre conocer y pensar. Hay ciertas cosas que pueden ser conocidas: las verdades matemáticas, los fenómenos físicos, los hechos históricos. Otras solo podemos pensarlas: la existencia de Dios, la libertad, el ser como totalidad, la inmortalidad. Así como Kant pretende definir los límites del conocimiento para hacerle un sitio a la fe racional, Wittgenstein intenta averiguar de qué se puede hablar para de ese modo poder especular (pensar) sobre lo que no se puede explicar mediante proposiciones, como la ética o la religión.

Los positivistas lógicos celebraron las tesis del Tractatus, interpretándolas como un argumento definitivo para organizar el sepelio de la filosofía. Olvidaban que en la proposición 6.52 Wittgenstein apuntaba: "Sentimos que aun cuando todas las posibles cuestiones científicas hayan recibido respuesta nuestros problemas vitales todavía no se han rozado en lo más mínimo". Lo inexpresable no puede decirse, pero sí mostrarse. "Es lo místico" (6.522). En su Diario filosófico, Wittgenstein apunta que "considerado en sí mismo, el mundo no es bueno ni malo". Las proposiciones de la ética valoran el mundo, pero lo cierto es que en el mundo no hay valor alguno. El bien no es un hecho contrastable.

En la conferencia de 1930, Wittgenstein apuntaba que "ningún enunciado de hecho puede nunca ser ni implicar un juicio de valor absoluto". Los términos del lenguaje científico son recipientes que contienen y transmiten "significado y sentido, significado y sentido natural […] La ética, de ser algo, es sobrenatural". No porque venga de Dios, sino porque no expresa hechos del mundo. Siempre apunta a un más allá inverificable. Del mismo modo que una taza de té solo puede contener una cantidad limitada de agua, el lenguaje no puede albergar lo que trasciende lo empírico y contingente.

El lenguaje hace referencia a lo que se puede comprobar universalmente. Cualquiera puede apreciar que la línea es el trayecto más corto entre dos puntos, pero jamás habrá un consenso universal sobre qué es el bien. Pensar lo contrario es "una quimera". Las expresiones éticas y religiosas se basan en símiles, no en significados precisos. Decimos que algo es correcto, pero si prescindimos de ese calificativo y describimos la situación a la que se refiere, no encontramos ningún hecho. Los valores no son cosas del mundo. Ciertamente, "es una paradoja que una experiencia, un hecho, parezca tener un valor sobrenatural".

Wittgenstein concluye que la ética nunca podrá ser una ciencia, pues "no añade nada a nuestro conocimiento". Eso no significa que deba ser menospreciada. "Es un testimonio de una tendencia del espíritu humano que yo personalmente no puedo sino respetar profundamente y que por nada del mundo ridiculizaría". Sócrates y Wittgenstein coinciden en que es imposible hallar una definición universal del bien. Por distintos motivos. Sócrates porque no consigue afinar suficientemente el lenguaje, disipando la ambigüedad que acompaña a los valores morales. Nadie desea el mal en sí, pero ¿cómo establecer inequívocamente qué es el mal? Wittgenstein excluye la posibilidad de una definición porque entiende que el bien es un asunto ajeno al lenguaje. A pesar de su fracaso, los dos destacan la importancia de la ética. La ética no aporta conocimiento empírico, factual, pero sí comprensión y trascendencia. Aunque está fuera del mundo, nos muestra el sentido del mundo.

¿Hay alguna forma de definir el bien? Muchos pensadores lo han intentado. Hume advirtió la impotencia de la razón y planteó que son los afectos y no los argumentos los que nos hacen obrar éticamente. Kant objetó que algunas personas no experimentan emociones que les impulsen hacia el bien, pero eso no les excusa de hacer lo correcto. La ética debe basarse en el deber, que obliga incondicionalmente, y no en la compasión, inestable e imprevisible. El planteamiento de Kant se tambalea cuando surge la necesidad de definir el deber.

Adolf Eichmann, uno de los arquitectos de la Shoah, invocó el imperativo categórico para justificar su obediencia a las órdenes recibidas de exterminar a judíos, gitanos, homosexuales y otras minorías. Olvidó que Kant había afirmado que el hombre siempre es un fin y nunca un medio, y que un programa de exterminio no es susceptible de convertirse en una ley universal, pero al margen de estas omisiones puso de manifiesto que el deber es un concepto difuso y expuesto a interpretaciones divergentes. ¿Hay alguna solución filosófica al problema del bien? ¿Podemos definirlo o no?

Creo que Emmanuel Lévinas formuló una alternativa sumamente interesante. El bien no es un objeto, sino algo que nos precede y "que viene a la idea" cuando confrontamos nuestra mirada con la de un semejante y comprendemos nuestra responsabilidad hacia él. Esa responsabilidad, que nos convierte en "rehén del otro", no es algo aprendido, una convención, sino la huella de algo indecible, sobrenatural e infinito. El bien, como apunta Wittgenstein, se halla fuera del mundo, pero acude a nuestra conciencia ante el espectáculo de un rostro herido. Se trata de un enigma inexpresable. Sin embargo, es la experiencia más decisiva, la que nos constituye como hombres, evidenciando nuestra excepcionalidad como especie. Estamos en el mundo, pero lo que nos humaniza viene de fuera y es un misterio que trasciende el lenguaje y la razón.

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