La metàfora i el desconegut.




Cuando el pensamiento está vivo, cuando innovamos, cuando hablamos de lo importante, hablamos con metáforas. Si el entendimiento quiere avanzar, necesita de ellas. Es inevitable, para hablar de una silla no las necesitamos, para hablar del amor, del tiempo o del pensamiento abstracto son indispensables. Las cosas importantes de la vida están cargadas de metáforas. El tiempo es un río (que transcurre), el amor un viaje (con encrucijadas), las ideas son comida (que hay que digerir o asimilar). Y, sin embargo, cuando se inventó la silla, hizo falta una metáfora para nombrarla. Cuando se está inmerso en lo más abstracto, la metáfora es la luz que permite aclarar las cosas. Lo mismo pasa con el bosón de ­Higgs. Si el científico quiere comprender su propio trabajo, debe ser capaz de convertir lo extraño en familiar, lo desconocido en íntimo. Hacer sitio a lo nuevo entre el resto de las cosas (ya conocidas, ya literales). Y para ello necesita de la metáfora, que permite ver una cosa en términos de otra.

Si la metáfora es la clave del pensamiento inédito, al mismo tiempo es la confesión de la inefabilidad de lo real. Pues la metáfora alude, señala de un modo indirecto, resalta algunos aspectos, oculta otros. Orienta, en definitiva, al pensamiento. Cuando se piensa lo ya pensado, la metáfora no hace ninguna falta. Los que creen que la metáfora es una cuestión decorativa, más propia de poetas que de científicos, nunca han innovado. Viven en el disco rayado de lo literal. La metáfora abre camino en las selvas desconocidas del pensamiento.

Sólo podemos comprender lo nuevo mediante la asociación con lo conocido.

Las metáforas dirigen nuestra mirada, aunque no las veamos (de hecho, ellas nos hacen ver).

Juan Arnau y Álex Gómez-Marín, Nuestro cerebro no es como un ordenador, El País 25/06/2022

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