Els límits de la introspecció.
Cuando Descartes abre la Edad Moderna con su cogito ergo sum, nos viene a decir que el único punto indestructible, el único cimiento lo suficientemente sólido para construir el gran edificio del saber es el “Yo”, entendido como la totalidad del mundo psíquico de una persona. Todo lo que pienso puede ser falso, pero el hecho de que pienso es indudable, una verdad clara y distinta.
Esta idea se ha tendido a interpretar, demasiadas veces, como que, aunque no tengamos certeza ni siquiera de la existencia de los objetos percibidos, sí que la tenemos con respecto de sus cualidades subjetivas, es decir, de lo que “aparece en mi mente” cuando yo percibo el objeto. Es posible que la manzana que percibo como roja no sea realmente roja, pero “la rojez” que yo percibo es absolutamente real y nadie podría negarme que, al menos en mi representación mental, la manzana es indudablemente roja. Sería posible que en el universo no hubiera nada rojo, pero yo estoy completamente seguro de que “en algún lugar de mi mente” yo estoy viendo algo rojo. En consecuencia, los informes introspectivos que un sujeto hace sobre sus representaciones mentales, sobre su mundo subjetivo, solían considerarse como infalibles. Nada más lejos de la realidad o, como mínimo, tendría que decirse que los informes introspectivos son tan dudosos como los informes del mundo exterior. No hay ninguna razón para darles esa primacía epistemológica. Hagamos un pequeño experimento.
El ángulo de nuestro foco de atención visual es muy pequeño. Fije el lector la vista en la letra X del centro de la tabla. Ahora intente identificar las letras que hay alrededor sin mover los ojos. Lo normal será que no pueda pasar de las ocho letras inmediatamente circundantes a la X. El resto de la tabla queda completamente borrosa.
(...) Según un, ya clásico, estudio de Hasley y Chapanis de 1951, los humanos somos capaces de discriminar unos 150 tonos de color subjetivamente diferenciados entre los 430 y los 650 nanómetros. Sin embargo, si se nos pide identificarlos con precisión, solo somos capaces de hacerlo con unos 15 tonos. Por ejemplo, si miramos la escala de azules somos perfectamente capaces de distinguir unos tonos de otros. Pero si se nos pidiera que seleccionáramos un color (por ejemplo el PMS 293) y después se nos mostrara otra escala con muchos otros tonos de color azul desordenados con ese color entre ellos, nos resultaría difícil encontrarlo. De la misma manera pasa con el sonido: un oyente promedio es capaz de discriminar unas 1.400 variaciones de tono, pero solo puede reconocer de forma aislada unas 80. Somos muchísimo mejores diferenciando colores o tonos musicales que reconociéndolos. En la percepción hay mucho de lo que no sabemos, o no podemos, hablar.
El problema de la inefabilidad supone un gran desafío a la ciencia. Si solo tenemos acceso a nuestros estados subjetivos mediante la introspección, y si tanto esta puede ser engañosa (El filósofo Daniel Dennett compara la consciencia con un hábil ilusionista), como nuestro lenguaje incapaz de hablar de ella, tendremos serios problemas para generar conocimiento de algo que, curiosamente, es lo más cercano e inmediato que tenemos.
Santiago Sánchez-Migallón Jiménez, Inefable, La máquina de von Neumann 21/10/2019
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