Tombuctú: guants de llana en el desert africà.

Si alguno de ustedes no ha visto Tombuctú me atrevería a decir que no sólo se están perdiendo una película excepcional, sino que también ha dejado pasar la ocasión de contemplar uno de los abismos de la humanidad: el odio a la belleza, el miedo al gozo, el crimen en nombre de Dios.
Tombuctú -aquí exhibido aún en los cines como Timbuktu por razones que se me escapan y que deben estar ligados a la pronunciación anglosajona- es uno de esos filmes ante los que el espectador no sabe muy bien si ha visto la película más bella jamás imaginada o la más brutal historia de un pueblo sometido a la intemperancia del fanatismo en nombre de Alá-Dios. Todo es hermoso; la naturaleza, las gentes, los colores del desierto, el ritmo tranquilo de quien no tiene prisa porque todo lo fía al destino. Y sin embargo no hay nada en esta espectacular narración cinematográfica que no produzca desasosiego, dolor, angustia, y hasta esas dosis de desesperación ante lo inevitable de ese destino; un cabrón que al final siempre se sale con la suya.
Tombuctú, una ciudad africana de Mali, cuna de culturas milenarias sin pretensiones museísticas, pobre de todo menos de dignidad, de alegría y gozo de vivir, se ve sometida a un ejército de parásitos portadores de ese islam yihadista, servil a Alá, al Profeta y sobre todo al Kaláshnikov, que deberá ir en mayúsculas porque ocupa un lugar privilegiado de esa otra Santísima Trinidad de raíz musulmana. Todo en esta película es hermoso, menos la historia que cuenta.
Llegan los yihadistas para imponer la prohibición de aquellos placeres que hacían de una ciudad un lugar difícil pero grato. Vivir y dejar vivir se ha convertido en una tarea cada vez más ardua desde que un puñado de descerebrados, aquí y allá, decidieron que para que ellos sobrevivieran henchidos de orgullo y superadas sus humillaciones, fuera menester cumplir con el dogma. Dios, que siempre fue mudo desde que lo inventaron, necesita intermediarios que sepan interpretar sus gestos. Nacieron los brujos y luego los sumos sacerdotes y por fin los augures, los rabinos, los imanes, los curas, los pastores luteranos… Mientras ellos aseguren tener la llave de la eternidad siempre habrá quien piense que lo mejor es creer en el por-si-acaso.
Tombuctú, rodada en Mauritania por un director que conoce perfectamente lo que cuenta y del que basta deletrear su nombre para dar autenticidad al relato -Abderrahmane Sissako- exhibe algo que ya conocimos. No es necesario buscar siglos apañados en la brutalidad del poder religioso. Hace cincuenta años nosotros vivíamos situaciones similares, aunque sin desierto, ni jaimas, ni turbantes, ni apelaciones a Alá y a su Profeta.
Sinceramente hablando, sin acritud pero con memoria, hay secuencias de Tombuctú que evocaban mi infancia durante la Semana Santa en Oviedo, allá por los años cincuenta del pasado siglo, cuando se suspendía todo lo que no fuera ir a las iglesias a rezar, arrodillarse en las procesiones y estar atento a que el vecino o vecina no te denunciara por no asistir a los rituales de la fe. Nuestro alivio es la distancia, que según la canción es el olvido.
Una sociedad radiante de luz, tranquila, sin pretensión alguna que no sea vivir conforme a sus creencias, que incluyen no fastidiar al vecino y respetar las tradiciones, ha de enfrentarse a un cambio radical. La aparición del pecado en todas las formas de que son capaces los que tiene sed de mal: las mujeres en primer lugar, la música, la alegría, la danza, el arte. ¡Qué hermosas ropas llevan las mujeres en Tombuctú! Y es obvio que son ellas las que asumen el peso de la vida dura. La revolución que transformará el islam, como la que sembrará el cristianismo de otra cosa que no sean los rituales, será la mujer. O será ella o habrá que esperar tanto tiempo que algunos nos quedaremos con esos machos cabríos dedicados a cortar cuellos, inmolar inocentes o sacar pecho ante ciudadanos desarmados.
Es tan rico en secuencias Tombuctú que algunas no puedo quitármelas de la cabeza porque son como lecciones de sensibilidad. Inolvidable el encuentro entre el imán tradicional de Tombuctú, indignado porque una doncella ha sido tomada por la fuerza por un yihadista arrogante, que trata de explicar lo indigno del acto ante el jefe militar de los ocupantes y el juez musulmán estricto conocedor de la charia y del crimen en nombre de Dios. Donde hay un arma cargada, allá está el poder. No existen argumentos que puedan detener la máquina de la opresión, porque el miedo hace a los jueces de la charia humildes sicarios y convierte a los depositarios del saber antiguo en modestos representantes de un pasado que se ha barrido con la evidencia de una kaláshnikov.
Quizá lo que más llame la atención de este filme inolvidable es la dignidad de las víctimas. Esa especie de conciencia de que el destino, llamémosle Alá, es decir, Dios, tiene en su mano el final de cada una de sus decisiones. Como si fuera imposible o impensable sustraerse a ellas, y por tanto no cabe la exaltación del grito o el improperio. La dignidad de la palabra bien dicha, que hace de la película un documento insólito para nuestras costumbres de chillidos y llantos de viejas calzadas de negros lutos, las plañideras, que convierten un funeral en festival de quejidos.
Como una plaga inquisitorial que de pronto hubiera decidido: todo lo que para ustedes era gratificante, desde la vida en común hasta el arte, queda a partir de ahora absolutamente prohibido. Esas manos de mujer que servían para vender pescado o acariciar a sus maridos deberán estar cubiertas de guantes de lana. ¡Guantes de lana en el desierto africano! Lo atrabiliario de la barbarie siempre está dominado por la ignorancia. Una decisión arbitraria e irresponsable convertida en ley ejecutiva se transforma en algo cómico, de un surrealismo entre criminal y exótico. Recuerdo, porque ya nadie lo recuerda, aquella decisión de Mao, allá por los años cincuenta, de liquidar todos los gorriones que se comían gran parte de la cosecha. Guardo las fotos de los camiones llenos de pajarillos y los gestos ufanos de los campesinos ante aquella estupidez de consecuencias incalculables. Los años siguientes, los mosquitos y las larvas destrozaron más cosechas que los pajarillos. Se anuló la orden y a otra cosa.
Pues algo así está presente en este filme feliz y doloroso que se abre y se cierra con una gacela que corre desesperada ante unos ansiosos soldados dispuestos a liquidarla. No se sabe si para comerla o porque es lo único ser vivo y hermoso y rebelde entre el secarral inhóspito de las dunas. Esa gacela, como la libertad, corre y corre para que no la atrapen ni la agujereen. Como si fuera un símbolo, una hermosa metáfora de una civilización podrida de ignorancia y resentimiento que asegura matar en nombre de Dios. Una barbarie que nos exige una cierta humildad -nada que ver con la comprensión, pero sí con el rigor de una reflexión ante el desastre-.
Europa entera se mató en millones de vidas humanas y no respetó ni la belleza nada agresiva de sus obras de arte -¿cabría recordar Dresde, arrasada tras una frivolidad criminal del futuro premio Nobel de Literatura Winston Churchill?- por algo que no era Dios, ni su variante musulmana de Alá, sino por la Patria, así con mayúscula. Dos guerras mundiales y otras tantas parciales arrasaron poblaciones enteras porque Dios había escogido su Patria como inspiración definitiva de la humanidad presente y futura.
Ni Dios, ni Patria, ni Rey. Las guerras las montan los intereses de quienes fabrican las armas y los idiotas que se lo creen. Nínive, la inimaginable capital del imperio asirio, hace nada menos que tropecientos siglos, en el IX antes de nuestra Era Cristiana -tan rigurosa en matar en nombre de Dios- ha sido arrasada por otros bárbaros. La lección es avasalladora. Como en Tombuctú: siempre ganan los bárbaros, y la civilización sobrevive como un hilillo.
Gregorio Morán, Matar en nombre de Dios, La Vanguardia, 14/03/2015

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