El valor pedagògic de la mort.

Esta es la contradicción ontológica que debe soportar el ser humano: por una parte, la muerte es necesaria, por otra es intolerable, se trata de un aspecto esencial a la vida que sin embargo consiste en negarla. Una contradicción que está en la raíz de muchas creaciones de nuestra especie, desde el deseo de engendrar hasta las más elevadas producciones culturales. Como sabemos que vamos a morir, inventamos recursos para asegurarnos un lugar en el futuro que no veremos, ya que vivir en la memoria de los otros es mejor que desaparecer del todo. Aun en las condiciones más adversas la humanidad se sigue reproduciendo y este deseo universal de maternidad o paternidad, en ocasiones difícil de explicar racionalmente, incluye la ilusión de sobrevivir en el hijo. Los logros del arte y de la ciencia, que a veces exigen sacrificios que implican la renuncia a la felicidad personal, participan de esta esperanza de seguir viviendo en la obra. Las pirámides de Egipto no se habrían construido sin la muerte. Y también esto hay que agradecerle: sin ella quizá no existiría esta urgencia de intervenir en el futuro y la cultura se vería privada de muchas aportaciones.

Los intentos más elaborados por negar a la muerte su carácter irreparable los han realizado las religiones. No es extraño, teniendo en cuenta que el miedo a la muerte está en el origen del fenómeno religioso. Al prometer al ser humano una vida trascendente las religiones otorgan un carácter personal a una exigencia de la razón humana que Kant desarrolló magistralmente. Según él, la razón exige que la felicidad y el bien moral terminen encontrándose: si bien es verdad que la conducta moral no busca la felicidad sino el cumplimiento del deber, también lo es que quien obra moralmente es digno de ser feliz. Y es evidente que en este mundo la felicidad y el bien moral no suelen coincidir: sobran ejemplos de canallas que viven muy bien y buenas personas que sufren durante toda su vida. Para Kant, un ilustrado confeso que confiaba en la racionalidad del mundo, esta armonía entre el bien moral y la felicidad debía cumplirse más allá de la muerte, ya que en esta vida no lo hace. Kant no pretende que esto constituya una demostración de la inmortalidad del alma, sino lo que él llama un postulado, es decir, una exigencia o una reclamación de la razón, pero nunca una prueba. No cabe duda de que está en lo cierto al afirmar que la razón exige esta coincidencia; de lo que cabe dudar es de que este mundo esté regido por una razón que siempre consigue llevar a la práctica sus exigencias. Quienes no compartimos la confianza kantiana en la racionalidad del mundo no podemos negar que sería deseable una vida ultraterrena que corrigiera los desequilibrios entre felicidad y bien moral que afean nuestra historia temporal. Pero, como dijo alguien, la sed no prueba la fuente: el único motivo para creer en esta armonía final lo constituye nuestro deseo y tenemos sobradas pruebas de que los deseos no incluyen ninguna garantía de cumplimiento. No se puede pedir tanto a la razón: una justicia universal impartida por un Dios personal capaz de juzgar a cada uno de nosotros y concederle una inmortalidad acorde con sus méritos constituye una aspiración desmesurada. Además, la apuesta de Kant por una justicia ultra- terrena implica postular para ese Dios las cualidades de justiciero y benevolente, cosa que entra en contradicción con el resultado de esta creación suya, en la cual proliferan las injusticias y el dolor absurdo. ¿Qué clase de juego perverso sería el de un creador que condenara arbitrariamente a tantos inocentes a una vida intolerable aunque la compensara más tarde con la felicidad en el otro mundo?

¿Significa esto que la vida humana es una pasión inútil, como pensaba Sartre, ya que la muerte hace imposible que la libertad consiga su propósito de convertirse en ser en sí? Considerar absurda la vida por esa razón implica que no se ha abandonado del todo la aspiración religiosa a la vida eterna: la filosofía del absurdo constituye una negación de la fe religiosa pero a la vez una protesta por el incumplimiento de sus promesas. Creo que no hay razón para ninguna protesta, porque no ha habido ninguna promesa. El absurdo de Sartre culpabiliza la muerte y revela que el autor no se ha desprendido de esa aspiración a la inmortalidad que está en el origen de las religiones y se indigna porque no se cumple. Identificar el absurdo con la contingencia implica acudir a una instancia metafísica que Sartre nunca hubiera aceptado. Si acaso, la única protesta legítima podría justificarse en la contradicción entre felicidad y bien moral que preocupaba a Kant. Pero hasta esa contradicción tiene su valor didáctico: deja en nuestras manos esa conciliación imposible y nos convence de que no se puede confiar esa tarea a una naturaleza amoral por definición.

Muy distinta es la protesta ante el absurdo de las muertes injustas y evitables, como los millones que mueren de hambre cada año o las víctimas de crímenes privados o públicos. Pero en ese caso la protesta no se dirige contra la muerte misma sino contra las decisiones humanas que la han provocado; si el término absurdo implica un atentado contra la razón, la única razón a la que podemos someter a juicio es la razón humana. La naturaleza no entiende de absurdos ni de sentidos.

La vida humana es finita y esta es a la vez su límite y su grandeza, aunque Epicuro y Spinoza, por ejemplo, hayan querido expulsarla de la existencia. Más nos vale aceptarla tal como es y reconocer que la vida misma implica la realidad de la muerte antes que aspirar a otros modelos que no son los nuestros o indignarnos porque la naturaleza no nos haya hecho como nosotros queremos. La presencia de la muerte a lo largo de toda la vida constituye una invitación a la modestia. Su valor pedagógico consiste en convencernos de que no somos tan importantes, de que ocupamos un lugar minúsculo no solo en el espacio sino también en el tiempo; aceptar esa pequeñez ayuda a jerarquizar el contenido de la vida y colocar su dramatismo en sus justos términos. Por eso cualquier intento de negar la muerte o buscar paliativos a su carácter último está condenado al fracaso. Reconociendo, por supuesto, la contradicción que implica esta aceptación y la inevitable resistencia que tenemos a asumirla. Reconciliarse con la finitud es la única respuesta al carácter trágico de la existencia humana, aunque esta reconciliación no constituya ninguna salida que nos evite, ni siquiera que disminuya, el dolor y el miedo ante una ley de la naturaleza que no por necesaria resulta menos intolerable para nosotros. Dice un verso de Jorge Guillén: “El muro cano va a imponerme su ley, no su accidente”. Y Píndaro, en un verso citado por Albert Camus en su Mito de Sísifo: “No te esfuerces, alma mía, en alcanzar una vida inmortal; agota los recursos que te permitan tus limitaciones”.


Augusto Klappenbach, Defensa de la muerte, Claves de razón práctica nº 238, enero/febrero 2015

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