Cervell automàtic i el test de la veritat.
A mediados de marzo se celebró la Semana Mundial del Cerebro, un
acontecimiento que tiene lugar anualmente en más de 80 países y se
propone divulgar los progresos y beneficios de la investigación sobre el
cerebro, como también los retos a los que se enfrenta. Y en este
capítulo de los retos es en el que se introduce en ocasiones un espacio
para la reflexión ética.
Curiosamente, la pregunta que suele plantearse a los eticistas
es la de cuáles son los límites éticos en la investigación sobre el
cerebro y en la aplicación de los hallazgos. Un guion que se repite en
todos los acontecimientos científicos, como si la ética fuera una
especie de linier sádico, empeñado en descalificar a los científicos
cuando la pelota traspasa la línea de lo permitido.
Pero, afortunadamente, las cosas no son así, sino muy diferentes. El
primer principio de cualquier ética respetable es el de beneficiar a los
seres humanos, a los seres vivos en su conjunto y a la naturaleza, y
cuanto más progresen las diversas ciencias en ese sentido, mejor habrán
cumplido su tarea. Que, a fin de cuentas, es la de beneficiar. Por eso
tiene pleno sentido que trabajen conjuntamente ciencias y humanidades
con el fin de conseguir una vida mejor.
Ojalá avancemos en la prevención de enfermedades como la
esquizofrenia, el alzhéimer, las demencias seniles, la enfermedad
bipolar o la arteriosclerosis; podamos mantener una buena salud neuronal
hasta bien entrados los años, mejorar nuestras capacidades cognitivas,
precisar más adecuadamente la muerte cerebral, tratar tendencias como
las violentas. Ojalá en la educación podamos servirnos de conocimientos
sobre el cerebro que permitan a los maestros actuar de forma más acorde
al desarrollo de ese órgano, extremadamente plástico; un asunto del que
se ocupa con ahínco la neuroeducación.
Ocurre, sin embargo, que cuando las investigaciones y las
aplicaciones científicas ponen en peligro la vida, la salud o la
dignidad de las personas o el bienestar de los animales se hace
necesario recordar que no todo lo técnicamente viable es moralmente
aceptable. Que “no dañar” es igualmente un principio inexcusable en
todas las actividades humanas, también en las científicas. Para muestra,
un botón.
Hace unos días los medios de comunicación informaban de que Miguel
Carcaño, el asesino confeso de Marta del Castillo, iba a ser sometido a
una prueba neurológica, conocida como “test de la verdad”, a través de
la cual podrían leerse sus respuestas cerebrales. Una prueba de este
tipo plantea un problema moral y legal, porque no es lícito introducirse
en la intimidad de una persona, en este caso a través de su cerebro,
sin su consentimiento. Y, en efecto, los medios informaban de que, según
la abogada de Carcaño, este había accedido voluntariamente a someterse a
la prueba. Esta es una de las muchas cuestiones éticas que se plantean
en ámbitos como el de las neurociencias: que no es lícito introducirse
en la intimidad de una persona sin su consentimiento expreso. Tampoco
ante presuntos terroristas, un aspecto bien importante en la
neuroseguridad.
Pero, ¿por qué entrar en el cerebro de una persona es introducirse en
la intimidad? ¿Qué tiene de especial ese órgano, que la sola idea de
trasplantar un cerebro nos parece inquietante, cuando ya se practican
trasplantes tan complicados de otros órganos y otros miembros del
cuerpo?
Según un buen número de investigadores, porque todos esos órganos son
irrelevantes en comparación con el cerebro. Somos —dicen— nuestro
cerebro. Él crea las percepciones, la conciencia, la voluntad, y tanto
da que el cerebro se encuentre en un cuerpo como en un ordenador, porque
él lo crea todo. Trasplantarlo no presenta más problemas que los
técnicos, porque donde va el cerebro de una persona va esa persona. Así
las cosas, siguen afirmando estos científicos, actuamos determinados por
nuestras neuronas, de modo que no existe la libertad, sino que es una
ilusión creada por el cerebro, como todo lo demás.
Sin embargo, tal vez las cosas no sean tan simples y por eso otros
investigadores hablan del “mito del cerebro creador”, de que no es el
cerebro el que crea nuestro mundo.
Regresando al caso de Carcaño, el médico que supervisó la prueba de
la verdad aclaraba que recibe ese nombre porque la persona sometida a
ella no puede mentir. Según él, las respuestas cerebrales son
automáticas y, por tanto, no están condicionadas ni por la voluntad ni
por la conciencia. De donde se sigue para cualquier lector que la
voluntad y la conciencia, surjan de donde surjan, son algo distinto de
las neuronas y tienen la capacidad de actuar suficiente como para
modificar los mensajes automáticos del cerebro. Pueden inventar
historias, tratar de ocultar los recuerdos impresos, interpretarlos de
una forma u otra desde esa capacidad de fabulación que nos constituye
como personas.
Parece, pues, que el enigma de la conducta humana sigue siéndolo, y
que es necesario continuar las investigaciones desde el trabajo conjunto
de humanistas y científicos, porque conocernos a nosotros mismos es la
gran tarea que nos dejó encomendada Sócrates. Es ella misma un gran
beneficio.
Adela Cortina, ¿Somos nuestro cerebro?, El País, 04/04/2014
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