Crisi del treball i crisi de l'Estat.
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La crisis del trabajo arrastra consigo necesariamente la crisis del Estado y, en consecuencia, de la política. En principio, el Estado moderno tiene que agradecerle su carrera al hecho de que el sistema de producción de mercancías necesite una instancia superior que garantice el marco de la competencia, los fundamentos legales y requisitos generales de explotación, además de los aparatos represivos, por si se da el caso de que el material humano, contraviniendo el sistema, se insubordinase. En su forma más desarrollada de democracia de masas, en el siglo XX el Estado ha tenido que hacerse cargo, de forma creciente, de tareas socioeconómicas. Entre éstas figuran no sólo la red social, sino también los sistemas educativo y sanitario, las redes de transporte y comunicación, infraestructuras de toda clase que se han vuelto indispensables para el funcionamiento de la sociedad industrial desarrollada del trabajo, pero que no se pueden organizar a su vez como proceso de explotación económica empresarial. Porque estas infraestructuras tienen que estar disponibles para toda la sociedad de manera constante y espacialmente exhaustiva y, en consecuencia, no pueden regirse por coyunturas de oferta y demanda del mercado.
Dado que, sin embargo, el Estado no es una unidad autónoma de explotación y, por lo tanto, no puede convertir por sí mismo el trabajo en dinero, se ve obligado a sacar dinero del proceso de explotación real para financiar sus tareas. Si se agota la explotación, entonces se agotan también las finanzas del Estado. El supuesto soberano social se muestra completamente heterónomo frente a la economía ciega y fetichista de la sociedad del trabajo. Puede promulgar todas las leyes que quiera; cuando las fuerzas productivas crecen por encima del sistema del trabajo, el derecho positivo del Estado se ve abocado a un vacío que sólo puede remitirse siempre a sujetos del trabajo.
Un paro de grandes dimensiones en crecimiento constante hace que se agoten los ingresos estatales procedentes de los impuestos sobre los ingresos por trabajo. Las redes sociales se rompen en el momento en que se llega a una masa crítica de «personas excedentes», a las que sólo se puede seguir alimentando, en sentido capitalista, con la redistribución de otras fuentes de ingresos. Con el rápido proceso de concentración del capital durante la crisis, que sobrepasa las fronteras económicas nacionales, también desaparecen los ingresos estatales por impuestos sobre las ganancias de las empresas. Las multinacionales obligan a los Estados que compiten por las inversiones a recurrir al dumping impositivo, al dumping social y al dumping ecológico.
Es exactamente esta evolución la que hace mutar al Estado democrático en un mero administrador de la crisis. Cuanto más se acerca el estado de emergencia financiera, más se reduce a su núcleo represivo. Las infraestructuras se hacen depender de las necesidades del capital transnacional. Como pasaba antes en los territorios coloniales, la logística social se restringe cada vez más a unos pocos centros económicos, mientras que el resto se hunde en la miseria. Se privatiza todo lo que se puede privatizar, aun cuando así se excluya a cada vez más gente de las prestaciones de aprovisionamiento más elementales. Cuando la explotación del capital se concentra en cada vez menor cantidad de islas del mercado mundial, deja de ser importante cubrir de manera exhaustiva las necesidades de aprovisionamiento de la población.
Mientras que no afecte a ámbitos directamente relevantes de la economía, da igual si los trenes funcionan y las cartas llegan. La educación se vuelve privilegio de los vencedores de la globalización. La cultura espiritual, artística y teórica se hace depender de las fluctuaciones del mercado y se extingue. El sistema sanitario se hace infinanciable y degenera en un sistema de clases. De una forma velada y oculta, primero, y después abiertamente, entra en vigor la ley de la eutanasia social: puesto que eres pobre y «sobras», te tienes que morir antes.
A pesar de que todos los conocimientos, capacidades y medios de la medicina, la educación, la cultura y la infraestructura general están a disposición en gran abundancia, éstos se mantienen bajo llave, se desmovilizan y se desguazan, conforme a la irracional ley de la sociedad del trabajo objetivada en «reservas de financiación»; y lo mismo pasa con los medios de producción industriales y agrarios que ya no se pueden presentar como «rentables». Aparte de la simulación represiva del trabajo mediante formas de trabajo forzado y mal pagado, y del desmontaje de todas las prestaciones sociales, el Estado democrático, transformado en sistema de apartheid, no tiene nada más que ofrecer a sus ex ciudadanos trabajadores. En un estadio posterior termina por caer la propia administración del Estado. Los aparatos del Estado degeneran en una cleptocracia corrupta, el ejército en bandas armadas mafiosas y la policía en salteadores de caminos.
Ninguna política del mundo puede frenar o revertir esta evolución. Puesto que la política, por su esencia, es un accionar respecto al Estado que, bajo las condiciones de la desestatalización, se queda sin objeto. La fórmula democrática de la izquierda de «configuración política» de las circunstancias se desacredita cada día más. Aparte de represión permanente, desmontaje de la civilización y disposición a auxiliar a la «economía del terror», no hay nada más que «configurar». Dado que el fin en sí mismo de la sociedad del trabajo es un presupuesto axiomático de la democracia política, no puede haber ninguna regulación político-democrática para la crisis del trabajo. El final del trabajo supone el final de la política.
Grupo Krisis, Manifiesto contra el trabajo
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